A las seis de la mañana, el aroma del café ya huele a casa. En Manizales, el día comienza cuando la neblina se despereza sobre las montañas, y los buses suben y bajan como si hicieran yoga entre pendientes. La ciudad parece un abrazo tibio, como el primer sorbo de tinto que se toma de pie, mirando la niebla.
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En Manizales se respira distinto, dicen los que viven allí. Desde varios barrios de la ciudad se ve la cordillera como un mural que cambia de tonos con las horas. Aunque no todo es perfecto, vivir en Manizales es como estar en un pueblo grande, donde todavía la gente dice a uno 'buenos días' sin miedo.
Hay algo en Manizales que no cabe en las estadísticas, aunque ellas también digan lo suyo. Que es la ciudad con mejor calidad de vida, que su seguridad es más alta que el promedio nacional, que la educación pública funciona. Todo eso es cierto. Pero lo verdaderamente curioso es cómo lo cotidiano parece tener otra cadencia. El pan sabe mejor. Las filas se hacen sin empujones. La gente se saluda. Allí los jubilados se pasan las tardes en el parque Caldas viendo y jugando jugar ajedrez.
Tal vez sea el aire de montaña o el hecho de vivir tan cerca del cielo. Tal vez la Universidad de Caldas, la Nacional, las otras tantas, que traen juventud y energía a una ciudad que no envejece. O puede que sea la lluvia, que cae sin prisa, como si también supiera que aquí no hay para dónde correr.
Manizales no es una ciudad para todos. Hay que aprender a caminar cuestas, a querer los días grises, a vivir sin afán. Pero quienes logran hacerlo, rara vez se van.