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La historia política de Colombia ha estado atravesada no por una simple polarización discursiva, sino por una polarización de facto: una división impuesta a sangre y fuego, donde las diferencias políticas no se resolvieron en el debate democrático, sino en el exterminio del contrario. El asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948 fue apenas uno de los múltiples episodios de una violencia estructural ejercida contra quienes soñaron con transformar el orden establecido. A lo largo del siglo XX y lo que va del XXI, las élites han usado el poder del Estado, el monopolio de las armas y el control de los medios para silenciar toda voz alternativa; entre ellos los miembros de un partido político, civiles aniquilados.
Con el arribo del uribismo al poder en el año 2002, y la posterior reforma constitucional que permitió su reelección —así como su fallido intento de mantenerse indefinidamente en el cargo—, se consolidó una peligrosa alianza entre el poder político, el paramilitarismo y el narcotráfico. Esta connivencia no solo degradó las instituciones y eliminó cualquier forma de oposición real, sino que capturó incluso los discursos de sectores que históricamente se presentaban como democráticos, como el Partido Liberal, arrastrándolo hacia una postura de derecha autoritaria. Durante este periodo, el Estado incrementó considerablemente la ejecución de una de las prácticas más atroces de su historia reciente: los llamados “falsos positivos”.
Según cifras oficiales de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), al menos 6.402 jóvenes fueron asesinados por el Ejército Nacional entre 2002 y 2008, y posteriormente presentados como guerrilleros dados de baja en combate. Este crimen de Estado fue sistemático y obedeció a presiones internas por mostrar resultados en la “guerra contra el terrorismo”, que terminó convirtiendo a civiles inocentes en blancos militares. Esta política del horror no fue un desvío del Estado, fue una forma de gobierno basada en la mentira, la sangre y la impunidad.
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La Comisión de la Verdad en su Informe Final de 2022, concluyó que la guerra no ha sido una fatalidad natural, sino el resultado de decisiones políticas conscientes, muchas de ellas tomadas desde el corazón del poder estatal y empresarial. El Centro Nacional de Memoria Histórica, por su parte, documentó que entre 1985 y 2018 hubo más de 262.000 víctimas fatales del conflicto armado, de las cuales el 90% fueron civiles. Además, reveló que las estructuras paramilitares y las alianzas político-criminales fueron responsables de un número significativo de masacres, desplazamientos y persecuciones selectivas.
Y, sin embargo, pese a este pasado oscuro, las élites políticas, económicas y mediáticas —ya fuera desde la presidencia o como viudas del poder presidencial— hoy intentan revertir la narrativa. Usando su prensa hegemónica, acusan al actual Gobierno, el primero de izquierda elegido democráticamente en Colombia, de ser el causante de la polarización nacional. En realidad, lo que este Gobierno ha hecho es visibilizar lo que siempre se quiso ocultar: la raíz estructural de la violencia, los pactos de impunidad y las profundas desigualdades sociales que han sido sistemáticamente negadas. Lo que para las mayorías excluidas representa por fin una voz que las nombra, para las élites es “discurso incendiario”.
No es el actual Gobierno el que polariza: es el relato falseado de quienes nunca han soportado perder sus privilegios, el que perpetúa la división. Señalar las injusticias no divide, lo que divide es negarlas. El verdadero peligro para Colombia no es un presidente que denuncia, sino una élite que se niega a responder por su responsabilidad histórica en la tragedia nacional.
La democracia no se construye desde el olvido ni la amnesia impuesta. La democracia verdadera se edifica reconociendo la verdad, reparando a las víctimas y garantizando que la historia no se repita. Sin ese paso, seguiremos atrapados en una farsa electoral sostenida por el miedo y el silencio, no en una república democrática.
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