Los 3 lugares en Bogotá donde han terminado detenidos los acusados de cuello blanco

En la escuela de Policía de Suba está Ricardo Bonilla, Samuel Moreno estuvo en la Escuela de Carabineros y el exministro Arias pagó condena en el Cantón Norte

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diciembre 23, 2025
Los 3 lugares en Bogotá donde han terminado detenidos los acusados de cuello blanco

El Tribunal Superior de Bogotá tomó una decisión que, más allá del expediente judicial, volvió a poner sobre la mesa una vieja discusión colombiana: dónde y cómo pagan su detención los acusados de cuello blanco. La orden de detención preventiva contra Ricardo Bonilla, exministro de Hacienda del gobierno de Gustavo Petro, implicó su traslado al Centro de Estudios Superiores de la Policía, el Cespo. No fue una sorpresa. En Colombia, cuando la justicia alcanza a exministros, altos funcionarios, políticos poderosos o generales, el destino casi nunca es una celda común. Es otro país dentro del país.

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El Cespo no parece, a primera vista, un centro de reclusión. Es una extensa franja verde en el norte de Bogotá, entre la avenida Boyacá y un entramado de calles tranquilas. Desde afuera, lo que se percibe es seguridad: retenes, muros, vigilancia permanente. Adentro, la escena cambia. Casas fiscales, edificios bajos, lagos artificiales, canchas deportivas, piscinas, un campo de golf de diez hoyos, salones sociales y un hotel. Es una escuela para oficiales de alto rango, pero también ha funcionado durante años como refugio, residencia y cárcel de personajes que el Estado considera demasiado valiosos o demasiado vulnerables para enviarlos a una penitenciaría ordinaria.

Allí han pasado temporadas largas expresidentes, fiscales, generales y políticos investigados. Álvaro Uribe y su familia vivieron en ese complejo tras dejar la Presidencia. También han estado recluidos funcionarios procesados por delitos graves, pero con un perfil que exige protección especial. El general retirado Miguel Maza Márquez, acusado por el asesinato de Luis Carlos Galán, pasó por esas habitaciones vigiladas. Dilian Francisca Toro estuvo allí mientras avanzaba una investigación que no prosperó. Bernardo Moreno, exsecretario general de la Presidencia, cumplió detención en ese mismo entorno cuando el escándalo de las interceptaciones ilegales sacudió al país.

Bonilla llega a ese lugar con la etiqueta de detenido. Las habitaciones no son celdas: son espacios amoblados, con baño privado, zonas comunes, acceso a áreas deportivas y una dieta muy distinta a la de cualquier cárcel del país. La custodia es estricta, pero afuera de estas habitaciones el ambiente parece más al de un club vigilado que al de un penal. Es una detención sin barrotes visibles, una privación de la libertad sin hacinamiento ni ruido.

No es el único sitio así. Al otro extremo del mapa de privilegios penitenciarios está la Escuela de Caballería del Ejército, en el Cantón Norte de Bogotá. Allí, donde los militares entrenan y viven con sus familias, se habilitó un espacio que funcionó como cárcel para algunos de los nombres más sonoros de la corrupción reciente. Bernardo Ñoño Elías, protagonista del escándalo de Odebrecht, fue trasladado allí desde La Picota cuando su seguridad se convirtió en una preocupación. Su reclusión ocurrió en lo que oficialmente se llama habitaciones de descanso, construidas para militares, con comodidades propias de una vivienda.

En ese lugar, Elías no durmió en una litera ni compartió celda. Tuvo habitación con baño, sala, cama doble y televisión, ubicada a pocos metros de viviendas fiscales ocupadas por suboficiales y sus familias. Pagaba una condena por cohecho y tráfico de influencias, pero su día a día transcurría en un entorno ordenado, silencioso, sin los códigos violentos del sistema penitenciario común. Allí también estuvieron Andrés Felipe Arias, exministro de Agricultura, y María del Pilar Hurtado, exdirectora del DAS. Todos bajo vigilancia militar, todos lejos del caos carcelario.

La tercera pieza de este mapa es la Escuela de Carabineros de la Policía, ubicada en los cerros orientales de Bogotá. Ese fue el último lugar de reclusión de Samuel Moreno, exalcalde de la capital, condenado por el carrusel de la contratación. Las imágenes que se conocieron de su habitación mostraban un espacio amplio, con cama doble, mesa de noche, teléfono, guardarropa, baño privado, tapetes y puerta de madera. Cuatro metros por cuatro metros. Más dormitorio que celda.

Moreno pasó allí sus años finales. Su madre lo visitaba con frecuencia, le llevaba el almuerzo, compartía horas en un entorno que, aunque vigilado, permitía una vida cotidiana relativamente estable. La custodia formal dependía de La Picota, pero el lugar estaba lejos de ese mundo. Las visitas tenían horarios controlados, la seguridad era estricta, pero el encierro no implicaba hacinamiento ni exposición permanente al peligro.

Estos tres lugares comparten una lógica que se repite cada vez que un nombre poderoso cae en desgracia. El Estado argumenta razones de seguridad, riesgo de fuga, amenazas contra la vida o perfil especial del detenido. La justicia ordena reclusión, pero la reclusión se adapta. No hay barrotes oxidados ni patios saturados. Hay vigilancia, sí, pero también privacidad, silencio, espacios verdes y rutinas más cercanas a la vida civil que al castigo penitenciario.

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