Lo que no se dice sobre la dosis personal
Opinión

Lo que no se dice sobre la dosis personal

La dosis personal es un inductor del comportamiento de los jóvenes hacia la degradación y la violencia, mientras se llenan los bolsillos oscuros negociantes

Por:
septiembre 27, 2018
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A mediados de 1970 la sociedad de Cali sufrió una conmoción. El colegio Berchmans, regentado por los jesuitas y uno de los más tradicionales de la ciudad, expulsó una decena de estudiantes que estaban a días de obtener su grado de bachillerato.

La falta imputada, que entonces tenía connotaciones delictuales,  consistía en haberse fumado unos cuantos cachos de marihuana, entonces llamada hierba maldita.  La prueba reina estaba constituida por los testimonio de algunos compañeritos soplones, que en ese contexto anterior a la Constitución del 91, sin debido proceso ni garantías procesales, recibieron toda la credibilidad. De nada valió probar que aquel comportamiento había tenido lugar en horas distintas a las académicas, en la intimidad de su hogar o en el reducto privado de una celebración juvenil.

Los afectados fueron  jóvenes serios y estudiosos, pertenecientes a familias respetables, situación que produjo un movimiento de solidaridad entre los condiscípulos no consumidores. Muchos de estos terminamos distanciándonos por años de nuestros maestros. En esencia registramos la medida como una traición porque consideramos que el asunto requería un tratamiento humano, asertivo, y no la fácil medida punitiva de eliminar a quienes se consideraron miembros podridos.

Cuando unos meses después entré a la Facultad de Derecho de la Javeriana, me recibió una situación distinta. Quizá la revolución de mayo del 68; los ecos de Woodstock;  y los  populares sahumerios de los hippies en la calle 60, llevaron al Decano, Padre Gabriel Giraldo S.J, a adoptar una estrategia diferente. Cada estudiante era dueño de sus pasos, y como en el adagio castizo podía hacer de su capa un sayo y de su cuero un tambor, siempre que su conducta no perturbara el funcionamiento colectivo.

Comenzaron a cambiar incluso los código de vestir. La corbata perenne de profesores y estudiantes se rindió ante la calidez de las ruanas. Quienes frecuentaban la cancha de fútbol en la parte alta de la universidad durante las mañanas, volvían con la pupila dilatada y el cerebro henchido de humos siderales.

 

 

 

La maracachafa de alta calidad proveniente de la Sierra Nevada
se entregaba a domicilio en Bogotá empacada en inocentes tarros de Saltinas

 

 

 

Por aquel entonces la vareta, la coca, el bazuco y las pastillas de distinto voltaje  estaban prohibidas. Pero la restricción poco importaba. La maracachafa de alta calidad proveniente de la Sierra Nevada se entregaba a domicilio en Bogotá empacada en inocentes tarros de Saltinas. En nuestra generación se desconocían, o no se querían conocer,  los efectos perversos de las sustancias psicoactivas. Muchos superaron sin mayores secuelas esa etapa, pero algunas de las personas más promisorias que conocí, bendecidas por el amor de parejas entrañables y  generosos bienes de fortuna, murieron en la aventura de consumir o vieron su impulso vital estropeado.

En todo caso quienes en las circunstancias descritas  tomaban la decisión de acceder a los estados alterados de la consciencia eran jóvenes adultos, educados y libres. Quizá  este perfil y la visión de una arcadia feliz condimentada con inocentes psicoactivos llevó al magistrado Carlos Gaviria a impulsar el fallo que legitimó la dosis personal en el contexto del libre desarrollo de la personalidad.

Esa sentencia sin embargo, partía de una condición esencial: la existencia de un Estado eficaz que propiciara la formación de ciudadanos para el ejercicio responsable de su libertad; un Estado que controlara los territorios urbano y rural, aplicara las normas requeridas para racionalizar el consumo, y mediante la acción policiva  y judicial mantuviera a raya las organizaciones criminales que se lucran de los comercios ilícito.

Pero pronto quedó claro que aquella condición no se cumpliría. Más aún, con el paso de los años dejamos multiplicar exponencialmente el área sembrada de estupefacientes, y los traficantes avanzaron imparables en el desarrollo del mercado interno sin importar la edad o condiciones de su clientela. Sucedió así lo que tenía que suceder, los jóvenes sin un criterio debidamente formado comenzaron a integrarse a la cadena de aquel negocio perverso.

La interacción aludida toma varias formas. En muchos casos la curiosidad lleva a comprar las primeras dosis, mientras se ha vuelto común que los consumos iniciales sean suministrados de manera gratuita. Esta “generosidad” es parte de una  estrategia de mercadeo que busca  enganchar para siempre a los incautos. Al mismo tiempo infinidad de otros jóvenes colombianos han pasado a actuar como distribuidores callejeros, cuidadores de fronteras invisibles  o cobradores en esquemas sicariales.  Es una cadena criminal ubicua y potente que explica en buena parte la violencia desbordada y los homicidios crecientes que reportan muchas de nuestras ciudades.

La dosis personal no es como lo proclaman ilustres opinadores una cuestión neutra, que solo incumbe al consumidor  particular. La dosis personal es un inductor del comportamiento  de los jóvenes hacia la degradación y la violencia, mientras se llenan los bolsillos oscuros negociantes.

No se trata de ser retardatarios, ni de oponerse por oscurantismo al libre desarrollo de la personalidad. Se trata de ser realistas: la dosis personal y la eventual legalización de las drogas no son viables, los males asociados serían muchos más, si antes no somos capaces de reformar el Estado colombiano para ponerlo en condiciones de afrontar las inmensas responsabilidades relacionadas con estos asuntos.

 

 

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