Lo que enseña una destruida Ucrania

Lo que enseña una destruida Ucrania

Occidente decidió avanzar en su objetivo de bloquear económicamente a Ucrania. Hoy, destruida en sus campos y ciudades por la poderosa Rusia, deja estas enseñanzas

Por: Jorge Ramírez Aljure
agosto 30, 2022
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Lo que enseña una destruida Ucrania

La conclusión histórica que nos va dejando la guerra de Ucrania, de ser tomada en toda su dimensión, supera en mucho las que nos han dejado anteriores confrontaciones, incluida, por supuesto, la Segunda Guerra Mundial, donde fue posible que los países vencedores -no obstante el radical antagonismo entre algunos de ellos- se pusieran de acuerdo en unos mínimos, a pesar de que hacia futuro cada uno pensara en doblegar a su nuevo contrincante.

Esta guerra sobre la inerme Ucrania, ojalá de solución muy pronta ante las perspectivas de tipo económico, político y nuclear que se ciernen sobre el mundo, y en especial sobre la Unión Europea y su democracia que lamentablemente se dejaron involucrar en los viejos deseos imperiales norteamericanos, cuando estos hoy han dejado de ser de recibo si su objeto es atacar o debilitar -como era lo esperado con Rusia- a un enemigo que está aperado de un armamento nuclear que lo hace intocable en materia de amenazas guerreras.

Abocada además a una crisis de energía para cubrir sus necesidades durante el invierno próximo, y que podrían amenazar las posiciones de los partidos liberales y socialdemócratas, que crearon y sostienen al Grupo, por partidos de ultraderecha y populistas que atentan contra su unidad, favoreciendo su desmantelamiento y el surgimiento de agrupaciones geopolíticas de muy difícil diagnóstico para lo que ha representado de positivo su democracia hasta el momento, y en especial lo que construía a futuro en materia ecológica y de equidad económica en general.

Tal vez la situación preelectoral en que se movía Francia, y dentro de ella Emmanuel Macron, la llevaron con Alemania y su dirigencia mediocre, a abrazar la idea temprana de que gracias a las sanciones económicas demoledoras anunciadas por Estados Unidos contra Vladimir Putin y su país, su respuesta ante la avanzada trasatlántica terminaría siendo nula o endeble cuando no catastrófica para su liderazgo.

Hoy destruida Ucrania en sus campos y ciudades por la poderosa Rusia, gracias a que la avanzada occidental decidió dejarla sola en la defensa armada de la política expansionista hacia oriente, es poco lo que le queda fuera de una prometida ayuda para su reconstrucción, pues, pese a los sacrificios irreparables que ha debido enfrentar, la voluntad imperial no concretó lo que buscaba. Y no menor será el calvario para Volodimir Zelensky, que nada podrá mostrarle a su pueblo que no sean pérdidas de toda índole, sin que le esté a mano aportar razones rescatables que justificaran tamaño desastre.

Y mucho menos incrementarlas alegando su recuperación futura cuando cada día es mayor el desinterés del principal impulsor, el gobierno demócrata gringo, por el desenvolvimiento del conflicto, pues tiene, en política interna, mejores cartas que jugar con vistas a las elecciones de Congreso de noviembre, como la defensa del derecho al aborto de sus mujeres y la política ambiental contra el calentamiento del planeta, cuyos efectos desastrosos sobre sus estados probablemente suscitarán el apoyo de los electores.

Y puesto que del otro lado encontrarían un Putin apropiado de un sector estratégico que difícilmente le devolverá a su dueño y afincado en un liderazgo que apenas está en sintonía con la victoriosa memoria rusa en materia de conflictos. Airoso además porque las sanciones económicas parecen haberle hecho menor mella que la que su artificioso suministro de gas le traerán más pronto que tarde a la vida en general de una Unión Europea que terminó lamentablemente entrampada.

Y convencido, sobre todo, de que no solo logró frenar el último ataque tradicional de su enemigo sino que en adelante cualquier consideración sobre el poder mundial deberá ser consensuada con el resto de potencias, y sus objetivos, de darse, probablemente obedecerán a razones de mejoramiento y supervivencia de los grupos humanos involucrados.

Una certeza que nace no de uno sino de varios problemas a los que no pueden sacarle el cuerpo las naciones desarrolladas, que como tales deberán enfrentarlos convencidas de que ya no podrán extraer ventajas de sus intervenciones, pues estas, del pragmatismo a que estaban acostumbradas, ya no serán posibles si salvarse como especie es la consigna general.

Y central será la suerte del capitalismo, que no ha podido evitar sus crisis, ni resolver la pobreza ni la salud de la mayoría de la gente, y en los pocos favorecidos motivó el egoísmo, el individualismo y un libertarismo extremo, poco recomendables para compromisos solidarios como los que serán necesarios si hemos de someternos a las urgencias de un entorno herido. Y menos el neoliberal que terminó haciendo del consumismo, la explotación inmisericorde de la naturaleza y la ganancia por la ganancia misma, su foco, incrementando el calentamiento del planeta hasta el extremo de hacerlo inviable finalmente para la raza humana.

Por lo que un arreglo del conflicto deberá estar cerca. Arreglo que dejaría -si miramos con tiento la compleja situación del planeta- muchas enseñanzas aleccionadoras. La primera, que a pesar del manejo informativo para presentar el conflicto ruso contra Ucrania a la vieja usanza, como una afrenta militar ya no del comunismo pero sí de un gobierno autoritario contra la democracia y la libertad de Occidente, el impacto emocional de condena en sus predios dista mucho de lo alcanzado en el pasado.

Resultado de que el imperio norteamericano ha perdido la exclusividad de la defensa del capitalismo -ya que todos los imperios en pugna son capitalistas- y, por supuesto, se ha debilitado la defensa de la democracia ajustada que de allí se derivaba. Dos principios que ya no suscitan, perdida su singularidad, la adhesión incondicional de sus seguidores, y menos de los pocos favorecidos, por lo que sus intervenciones cuestionables no gozan ya de la justificación amplia del llamado mundo libre, que hoy se atreve a juzgar más los daños causados a la especie, que  a respaldar los objetivos económicos que hoy no pueden ocultar su carácter depredador.

Que luego de la triste experiencia ucraniana, conocida de pe a pa gracias a los medios, ningún país subdesarrollado deberá encomendar su futuro a  imperio alguno, primero, porque estos no son, por su esencia, dadores de dádivas sino motores de detrimento, y, segundo, porque de su independencia depende que aquellos, ante su improbable desaparición, deban dedicar su acción a salvar al mundo del hambre y a la raza humana de su extinción, objetivos que requerirán no pocas y complejas tareas.

Ojalá Latinoamérica tenga aprendida la lección y su clase dirigente, alejada hasta ahora de cualquier protagonismo histórico importante, se comporte diferente ante la eventualidad de un mundo que, suceda lo que suceda, tendrá que cambiar ostensiblemente en los días que vienen.

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