Las venerables matronas del Pasaje Rivas en sus 130 años de historia

Las venerables matronas del Pasaje Rivas en sus 130 años de historia

En el '48, la turba ebria y desquiciada intentó saquearlo e incendiario. El coraje de quienes estuvieron al frente de sus negocios, no lo permitieron

Por: Ricardo Rondón
marzo 27, 2023
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Las venerables matronas del Pasaje Rivas en sus 130 años de historia

Las venerables matronas del Pasaje Rivas en sus 130 años de historia

Vida y obra de estas mujeres corajudas y trabajadoras que a pulso y por muchos años, han hecho empresa a la par de la crianza y educación de sus hijos

Ricardo Rondón Chamorro

Fotos: Ricardo Rondón y Fernando Gutiérrez (cortesía Pasaje Rivas)

Chilla la 'puerca' y el gentío quiebra el pescuezo para atisbar de dónde viene.

«La 'puerca', o 'marrana', es un totumo hueco cubierto con pellejo de res. En el centro tiene un orificio por el que se introduce un palo delgado untado de sebo que produce un chillido seco, como de 'caribajito' degollado. Es un instrumento musical. Lo utilizan los opitas para los rajaleñas», explica con acento criollo Ivaldo Bermúdez, de Típicos Bermúdez.

En el local 108, Mireya Cortés Ruiz exhibe un manojo de 'robaindias', una suerte de falanges parecidas a los alfandoques de El Guamo.

-¿Qué es eso de 'robaindias'?-, le pregunto.

«Están hechos de 'kondú', como llaman los indígenas del Vichada a la corteza del bambú. Ellos las utilizan para llevarse a las indias cuando van a caballo. Les introducen un dedo en el 'robaindias' y lo jalan. Entre más jalan, más aprieta. Y se las trastean. También las usan para escurrir la leche de la yuca, con la que preparan casabe: pan de indio».

Como "la puerca", "el robaindias", "los canasticos de San José", "las amarraderas", "los atrapasueños", o "los masajeadores" de maderoterapia para devastar celulitis, turupes musculares en brazos, piernas, glúteos y espalda, hay cientos de artículos con sus secretos y curiosidades en el gran pabellón de la ingeniería típica y artesanal colombiana que es el Pasaje Rivas, ubicado en el centro de Bogotá: carrera 10#10-54.

Mireya está acompañada de su señora madre, doña María del Carmen Ruiz viuda de Cortés, quien despacha "canasticos de San José", a propósito de la celebración del santo carpintero, patrono de los artesanos: 19 de marzo. Un día como este, hace 130 años, se inauguró el Pasaje Rivas,  patrimonio arquitectónico y de interés cultural de la capital.

-Doña María del Carmen, ¿cuál es el cuento de "los canasticos de San José"?

«Los llevan para las peticiones de la fiesta. Sumercé le escribe una cartica al santo y le pide lo que más esté necesitando. Le hace su oración. Dobla el papelito y lo mete en el canastico. El resto ya es fe y devoción».

«¡Es efectivo, San José es muy cumplido!», exclama doña María de los Ángeles Neuta, clienta del Rivas, que lleva cinco canastos de fique por falta de uno. «Pídale y lo verá...», ilustra.

Al rato, la señora Neuta regresa con una estampita de San José, plastificada, que incluye una medalla plateada. Al respaldo, la oración.

«Mire, señor, haga lo que le dice doña Carmen, pero órele con el corazón, se acordará de mí», sugiere la dama, mientras deposita la estampa en la palma de mi mano.

-Buena señora, muchas gracias.

A la sombra de Silva

«Mi mamita me trajo al Pasaje Rivas de tres meses de nacida. Me acostaba en una artesa de madera cubierta con una manta de dulce abrigo. Más grandecita, me pasó a una cuna de fique. Muchas señoras del pasaje hicieron lo mismo con sus hijos. De chicos jugábamos en los zaguanes a la lleva, a las escondidas», reanuda Mireya, simpática ella, diseñadora industrial, quien gerencia tres locales de artesanías, patrimonio familiar.

«Así nos ha tocado», corrobora María del Carmen, su señora madre, quien cita la fecha (18 de marzo de 1966), cuando llegó a trabajar de diecisiete años al almacén de don Audelino Gutiérrez Sánchez, uno de los comerciantes pioneros del Pasaje Rivas, y sus vecinos, el Paul y el Colonial.

Madre de cuatro hijos, María del Carmen, de 71 años, enterró a su esposo hace 5, fallecido en un absurdo accidente de tránsito, y el 21 de junio de 2021, despedía desconsolada a Nidia Elizabeth, su hija arquitecta, de 41, víctima del Covid-19.

En los 130 años del Pasaje Rivas, se han escrito leguas de su origen y trayectoria: que su construcción fue iniciativa de don Luis G. Rivas, un acaudalado hombre de negocios empecinado en levantar un bulevar estilo parisino para deleite y confort de la burguesía bogotana.

Que el anhelo del filántropo Rivas (dicen que ayudó a costear los leprosorios de Agua de Dios) se vio frustrado porque ese no era el punto para construir un establecimiento de caché, ya que colindaba con la plaza de mercado, agite lichiguero desde la madrugada, además de las fuertes emanaciones de vísceras y pellejos de pollo, cerdo, pescado y res, y del cagajón empedrado de las bestias de arrastre, transporte de la mercadería.

Que al fin de cuentas, el edificio de estilo republicano neoclásico, que años atrás había sido lavadero comunitario, fue destinado como depósito de mercancía popular, y en la segunda planta, habitaciones de alquiler donde pernoctaban campesinos, lugareños y foráneos.

Añaden las citas cronológicas que al festejo de apertura del Pasaje Rivas, 19 de marzo de 1893, pleno mandato de Rafael Nuñez, fueron invitadas distinguidas personalidades del acontecer nacional, entre ellas el insigne y trágico poeta José Asunción Silva, quien tres años después, acosado por las deudas y por la muerte de su amada hermana Elvira, se descerrajó un plomazo de revólver en el orificio, a la altura del miocardio, que le remarcó con lápiz de cirugía su médico de confianza, Juan Evangelista Manrique.

Las matronas

Se han firmado cientos de cuartillas alrededor del Pasaje Rivas, pero los escribas han pasado por alto las historias de sus valiosas mujeres, forjadoras del auge y el progreso de esta monumental galería del ingenio artesanal,  costumbres, creencias y arraigo popular, que identifica a Colombia.

La historia del pasaje jala del carro de estas laboriosas señoras, trabajadoras a cual más, de tiro largo, domingos y fiestas de guardar. El trabajo como credo y el consagrado levante de los hijos como misión maternal.

Así lo testimonian: María del Carmen Ruiz viuda de Cortés (73 años), Dora Acosta (85), Rosita Robayo viuda de Mahecha (68), Myriam Pascagaza (70), Nohora Mora viuda de Gutiérrez (71), Rosalba Gutiérrez viuda de Sosa (83), María del Carmen Páez (81), todas con el overol puesto, y pujantes historias que contar. Ellas, las venerables matronas del Pasaje Rivas, en sus 130 años.

María del Carmen recuerda cuando llegó en la flor de su juventud a trabajar donde don Audelino Gutiérrez Sánchez:

«Mi primer sueldo fue de 80 pesos. Estudiaba bachillerato y trabajaba, esa era otra enseñanza: aprender cómo es que se mueven los negocios. Echar matemática con papel y lápiz. En el pasaje conocí a Jacobo Cortés, mi esposo, alma bendita, y padre de mis cuatro hijos, todos profesionales, a Dios gracias, los sacamos adelante a punta de esfuerzos y sacrificios».

«Dejé de ser empleada y abrí negocio propio con mi marido. La rutina se repartía entre atender el almacén, cuadrar cuentas, recibir proveedores y revisarles las tareas a los muchachos, estar pendientes de ellos. Porque la educación empieza por casa».

De paladares

Mireya Cortés Ruiz recrea la memoria gustativa de las delicias gastronómicas de los dos afamados restaurantes del Pasaje Rivas, hace tiempo desaparecidos: La Pepita, de Uvaldina y Jeremías, los esposos Ávila; y el Maracaibo, de Ana y José, los Pachón, especializados en comida criolla, con una clientela variopinta y democrática a manteles: desde "doctores de la ley" y funcionarios del capitolio nacional, hasta verduleros, marchantas y bulteadores de la plaza de mercado, que a la par de empacharse de viandas, desocupaban a cual más canastas de cerveza a pico de botella.

Mireya cita a doña Presenta por la exquisita sazón de los platos más solícitos: la chanfaina, los pescuezos de gallina rellenos, la pepitoria, y el banquete estrella representado en el cordero al horno.

Quien escribe estos párrafos recuerda que por La Pepita y el Maracaibo pasaron decenas de serenateros que animaban francachelas pantagrúelicas, igual que los infaltables terapistas de los nervios, que con un dínamo operado con manivela y dos tubos de acero asidos a las manos, producía choques eléctricos.

Vuelvo con doña María del Carmen para averiguarle qué tipo de mercancía encontró cuando llegó por primera vez al Pasaje Rivas:

«La mayoría de los locales eran de mobiliario: camas de madera y de hierro, catres de campaña, baúles para internados, toldillos, hamacas, colchones con relleno de paja, batán, que es todo lo relacionado con ruanas, cobijas, cubrelechos, sábanas».

«Aquí llegaban los recién casados a comprar sus juegos de alcoba, como la cama 'pechoe'palomo', la cuna de fique para los recién nacidos. Se vendían barriles, empaque de yute y fique, artículos en cuero, mucha mercancía, que con los años ha venido evolucionando en artesanías y decorativos de distintas regiones del país, ollas y cazuelas de barro, cucharas de palo, rodillos, cocas, yoyos, zurriagos, canastos, hamacas, mochilas, sombreros, ponchos, el inventario es bien grande».

«De la iglesia salí casada un domingo y el lunes ya estábamos trabajando, y aquí ya llevo más de cincuenta años. Mi Mireyita está al frente de los negocios. Ella es una hormiguita desde que inicia la jornada a las ocho y treinta de la mañana, hasta las seis de la tarde que se cierra. Mis dos hijos varones, uno es ingeniero electrónico y el otro es graduado en telecomunicaciones. La historia del Pasaje Rivas también es la historia de mi vida, hasta que Dios lo permita», subraya doña María del Carmen.

Trabajo bendito

En el mostrador del local 111, propiedad de doña Nohora Mora viuda de Gutiérrez, hay una biblia abierta en el apartado de los salmos. Al lado, un ejemplar del periódico El Tiempo.

De sus 71 años de edad, doña Nohora lleva 50 en el Pasaje Rivas. Madre de dos hijos: Fernando y Diana, frutos de su unión con don Audelino Gutiérrez Sánchez (fallecido). Fernando, comunicador social y galerista, y Diana, sicóloga al servicio de las fuerzas militares.

Doña Nohora manifiesta que pese a la cultura patriarcal de la época, contó con la suerte de un buen marido, respetuoso y dedicado al trabajo y a la familia, con quien hizo empresa y sacó sus hijos profesionales.

«Las mujeres, si queremos avanzar, lo logramos, pero si nos ensimismamos en la tristeza y el abandono, nos hundimos. El trabajo dignifica a la persona. Y ese es el ejemplo que les hemos dado a nuestros hijos».

-Doña Nohora, y ¿don Audelino se tomaba sus cervezas en La Pepita o en El Maracaibo?

«Sí, claro, en cualquiera de los dos restaurantes, con los vecinos del pasaje, clientes, amigos, proveedores. Bueno, a veces se entusiasmaba y había que mandar a los muchachos para recordarle el cierre y retornar a casa. Pero mi esposo fue un hombre responsable y trabajador».

Doña Nohora aún conserva algo del inventario de época, pero dice que hoy por hoy los productos de mayor demanda son hamacas, ruanas, sombreros de distintas regiones: aguadeños, vueltiaos, sanjacinteros y tolimenses.

De temple

A sus 85 años, sorprende la energía, el carácter y la vitalidad de doña Dora Acosta, quien en 2023 sumó 73 años de estar en el corredor del Paul, apéndice del Pasaje Rivas. Criada en el antiguo barrio Eduardo Santos, doña Dora llegó de 11 años al almacén de don Ubaldo Acosta, su padre, quien surtía las estanterías de baúles, colchones, esteras, alpargatas, ruanas, y que luego se dedicó a la mueblería fina.

Cuenta la señora que se dio el lujo de estudiar primaria y bachillerato en los colegios María Auxiliadora y El Rosario, y aunque no terminó las carreras, por su dedicación a los negocios, cursó administración de  empresas en la Javeriana, e inglés en el Instituto Colombo Americano.

Hoy, sus dos locales de herencia, están atiborrados de típicos y  artesanías de la pluriculturidad criolla, y de muebles y cestería. Muebles de bambú, armarios, mesas de noche, repisas, escaparates, baúles en mimbre, canastas guardarropa, cortinas en fique y semillas de eucalipto.

A su edad, manifiesta que no tiene inconveniente en subirse a una butaca a bajar mercancía, que va "todos los sagrados días" a atender sus locales; que le gusta estar de pie para vigilar y "repasar inventario a ojímetro", y que su temperamento, vocación laboral y disciplina, no solo lo ha aplicado con sus negocios sino en la crianza de sus hijos, que tienen por costumbre invitarla los domingos a almorzar a Chía.

 

-¿Se duele de algo, doña Dora?

«La última vez que me examinó el médico, dijo que me veía muy bien, que mi salud es envidiable, gracias a Dios».

-¿Pero no descansa?

“Pues lo necesario, cuando duermo. Qué más va a descansar uno. Dejar para cuando llegue el descanso eterno».

Sagrado corazón

Doña Rosita Robayo viuda de Mahecha, 68 años, 42 de ellos en el Pasaje Rivas, tres locales hechos a pulso con su finado esposo Abelardo y su hijo, el abogado y politólogo Juan Carlos Mahecha Robayo, tiene en lo alto de la puerta de su almacén un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús.

La imagen de Jesús con su miocardio en llamas, ha servido de custodio y "sismógrafo" en todos estos años de eventos telúricos. Unas veces se inclina a la derecha, otras a la izquierda, pero jamás se ha desprendido del puntillón de donde está clavado. Igual que un cuadro más pequeño de la última cena. «La fe nos salva, doña Rosita», le digo, y ella asiente: «Y que Jesucristo bendito nos cubra con su sangre y su manto».

Como sus vecinos, recuerda la mercancía que vio crecer el pasaje en su tránsito generacional, y la que en el momento es de mayor demanda: loza de barro, ollas, moyos, platos, bandejas y cazuelas para negocios típicos; sombreros, hamacas, alpargatas; mesas y silletería; artesanías por doquier.

Doña Rosita, robusta y de buen apetito, viaja en las delicias del pasado en El Maracaibo y la Pepita: la carne al carbón, el guiso de cola y los pescuezos de gallina, sus viandas preferidas. Y recuerda a 'Panzuto' y a 'Maravilla', dos personajes novelescos del acarreo que hicieron historia por los pasillos del Rivas, y que cuando se prendían con lúpulo y aguardiente, resultaban bailando en pareja bambucos, pasillos y torbellinos.

«Y aquí, hasta que Dios nos la preste», remata.

Típicos y artesanías

«Trabajar todos los días se vuelve una rutina que el cuerpo reclama», expresa doña Myriam Pascagaza Corredor, bogotana del barrio Bravo Páez, 70 años, con su hermana Rosa María, herederas de los locales que forjaron sus padres desde la juventud.

«Nosotras llegamos al Pasaje Rivas a trabajar y aprender en estos almacenes que por el poder de Dios y nuestro trabajo, nos ha dado para vivir y educar a nuestros hijos. Pero los negocios no son para todo el mundo. Mi hijo, por ejemplo, es diseñador gráfico, es muy bueno en su profesión, pero de negocios, nada», dice la señora Pascagaza, mientras atiende una señorita que pregunta por el precio de unas campanas de mimbre.

Doña Myriam rememora aquellos diciembres de su juventud despachando al por mayor canastas para anchetas, cuando el Tía y el Ley eran los almacenes de cadena de vanguardia.

Su galería, muy bien organizada, es un referente de típicos y artesanías donde se puede conseguir desde esteras de enea, pasando por repisas en pino de distintas figuras geométricas, centros de mesa, individuales y tapetes de fique, hasta materas, palas, cucharones, artesas y loza de Ráquira y de Chamba, entre una variedad de productos.

Concluye que seguirá al frente de su negocio, todos los días, hasta que el cuerpo aguante. Visualiza, que a futuro, tendrá que buscar un empresario o empresaria, que con responsabilidad y experiencia, de continuidad a un patrimonio familiar de toda una vida, como la mayoría en este complejo artesanal.

Matrona Rosalba

Doña Rosalba Gutiérrez viuda de Sosa, hermana de don Audelino Gutiérrez, frisa 83 años y cuenta 70 en el gran pabellón de la mercadería popular del centro capitalino. Empezó de ceros, trabajando con su hermano en el Rivas, al tiempo que cursaba bachillerato. También estudió enfermería en el Hospital San Juan de Dios. A los 20 años se casó con don Gonzalo Sosa (fallecido hace 22), a quien conoció en el mismo comercio, y entre los dos abrieron local propio en el Colonial.

De resaltar la vitalidad y la lucidez de esta venerable señora, madre de tres hijos: Gonzalo, psicólogo, quien trabaja para Naciones Unidas; y Martha y Luz Marina tras los mostradores de Artesanías de mi Tierra, local 103, con 58 años de existencia. Martha, contabilista, de ritmo acelerado y con una aguda visión para los negocios, madre de María Paula Moncada Sosa, futura médica de la Juan N. Corpas. Luz Marina, profesional de hotelería y turismo, dedicada al negocio familiar.

«Cuando llegué con mi hermano -relata doña Rosalba-, esto era una zaguán inmenso. Conserva la misma baldosa. En la reja, los campesinos parqueaban las bestias de carga. Vendían costales, lazos, enjalmas, canastos para la plaza que quedaba al frente, zurriagos, juncos, colchones de fique y de paja. En la esquina de la décima con décima, donde está el semáforo, era el paradero del tranvía. Al lado la iglesia de la Concepción. Más abajo la agencia de las flotas».

«Aquí en el Colonial funcionó la famosa Tipografía Prag, en donde decían, mandaban a timbrar papelería del gobierno. También me acuerdo del almacén de don Samuel Samacá, donde los campesinos compraban la camiseta salchichón, las alpargatas de fique y los pantaloncillos de amarrar al dedo gordo».

«Cuando llegué con Gonzalo, mi marido, a donde ahora estamos, nos tocó contratar muchos viajes de tierra para nivelar el piso, porque esto era un hueco. Venga le muestro -señala la doña en la pared-, lo que quedó de un aljibe. La de nosotros ha sido una labor dura y de largo camino, emparejada con el crecimiento de los hijos, de ahí su amor y compromiso por hacer empresa».

-¿Pero se ha dado gusto, doña Rosalba?

«Cómo que si qué... ¿A qué viene uno a este mundo? Yo digo que a educarse, comer bien, vestirse y viajar. Y eso sí que me gusta. Aquí donde me ve conozco Roma, la Ciudad Eterna, Egipto, Argentina, Chile, algo de Perú, Machu Picchu, México, Miami, y de Colombia, ni se diga. Para eso he trabajado toda mi vida, para darme gusto. ¿Qué se lleva uno al final?: la mudita de ropa y chao».

El fuerte en el comercio de Artesanías de mi Tierra son los trajes típicos para danza, de una variedad de regiones donde los bailes folclóricos, por fortuna, siguen dejando huella. A la par de los vestidos, un nutrido catálogo de sombreros, carrieles, ruanas, ponchos, mochilas, la wayú, que  llevan para hacer obras de arte con bordados, apliques y pedrería.

En octubre, doña Rosalba Gutiérrez viuda de Sosa completará 84 años, y espera celebrarlos con el mismo jolgorio del año anterior: mariachi a todo dar, buena comida, rodeada de sus hijos y nietos.

-¿Cuál es el secreto de su vitalidad, doña Rosalba?

«Una vida sana, tranquilidad de conciencia, el amor de mi familia, venir todos los días al almacén, sentirme útil y positiva todavía, y la protección y la bendición de los doce apóstoles, San Nicolás de Tolentino, la Virgen Santísima y el espíritu santo».

-Qué platos son de su predilección?

«Extraño la fritanga de La Pepita y el cordero al horno de El Maracaibo».

-¿Y todavía se toma su cervezas?

«Nunca tomo cerveza. De vez en cuando, para una ocasión especial, una champaña o un whisky».

Me inspira la poderosa energía que irradia matrona Rosalba. Cuadro las últimas fotos con ella, sus hijas y su nieta, y antes de despedirme le estrecho un abrazo y ella me concede su bendición.

Entre bregas

Doña María del Carmen Páez, oriunda de Gachetá, Cundinamarca, está próxima a cumplir 83 años y 63 en el corredor del Paul. A su edad, refleja el brío y la templanza de las mujeres que superan a pundonor los tropiezos, el infortunio y la fatalidad.

En estas bregas de la vida está desde la adolescencia. Quería ser maestra de escuela, pero sus padres no contaban con recursos para darle educación. Cuando su abuelo materno la trajo a trabajar a Bogotá, lo único que traía, además del joto de ropa, era un taller de costuras que había cursado con las monjas de la comunidad Siervas de Cristo Sacerdote.

En una mueblería de Chapinero (63 con Caracas, de la Bogotá de principios de los 60) la recibieron para acordonar tela de colchones. Recuerda que doña Anita de Tenjo, su patrona, al ver la destreza de Carmencita, como la llamaba, la trasladó al almacén del Pasaje Rivas, que requería más trabajo.

Allí inició su carrera en el mundo de los negocios, primero como empleada a sueldo, y con el tiempo y la evolución de la mercancía, como emprendedora y propietaria de su marca: Típicos Almacén Carmenza, especializado en cestería, vasijas de arcilla y artesanías de fique y madera.

Madre cabeza de familia después de un matrimonio que duró dieciséis años, doña Carmenza ha visto por los ojos de sus cuatro hijos, uno que falleció de cáncer a temprana edad (el golpe más duro que ha sentido en su vida); una odontóloga, y dos que siguieron sus pasos en el comercio de las artesanías: Carmenza Elizabeth y Omar, al frente de sus propios locales. Curada de toda adversidad, la admirable dama rubrica su ejemplar testimonio con una tierna mirada y su dulce sonrisa.

130 años

Es sábado 18 de febrero de 2023, y el Pasaje Rivas se ha despertado con manojos de globos y serpentinas.

Del entramado de vigas y columnas de madera penden hermosas hamacas multicolores. También se ha dispuesto de una mesa de madera, mantel blanco, decorada con canastos y floreros de cerámica para que el padre Miguel Ángel Hernández, rector del templo de La Concepción, oficie la misa de celebración.

Al presbítero lo acompaña el abogado Juan Carlos Mahecha, y el coronel retirado de la Armada Nacional Horacio Zea Zuluaga, hijo de doña Tulia Zuluaga de Zea (95 años), propietaria del Pasaje Rivas.

El coronel está vestido para la ocasión. No con el elegante traje marcial de insignias, heráldicas y charreteras, sino a la usanza de los campesinos paramunos de la región andina: pantalón de dril color beige, camisa de algodón azul oscura, ruana de lana de chivo, sombrero y zurriago.

Antes de que inicie la eucaristía, le pregunto a Zea Zuluaga que representa para él esta celebración de los 130 años del emblemático Pasaje Rivas:

«Es motivo de orgullo y satisfacción celebrar esta fecha, y ser testigo del entusiasmo, la dedicación y el sentido de pertenecía de este grupo de comerciantes de muchos años, y de los más recientes, quienes han contribuido a que el Pasaje Rivas se mantenga firme como lo que ha sido siempre: un símbolo nacional de la cultura artesanal, del ingenio de las manos laboriosas de nuestro país, que se multiplica en cadena tanto por la producción como por la generación de empleo. De aquí viven muchas familias».

«Recordar que el Pasaje Rivas ha tenido momentos difíciles en su historia, como la violencia del 48, cuando la turba ebria y desquiciada intentó saquearlo e incendiario. El coraje de quienes estuvieron al frente de sus negocios, no lo permitieron. A ellos, y a los que han hecho parte de este conglomerado y ahora gozan de la vida eterna, nuestro sentido y respetuoso homenaje de gratitud».

Al final, con la bendición y el “podéis ir en paz”, vísperas de la fiesta de San José, patrono de los artesanos, la comunidad del Pasaje Rivas repartió buñuelos, colaciones, almojábanas, en fraterno acción de gracias por todo lo vivido y por los años venideros.

Es que el Pasaje Rivas tiene hasta ruta y paradero del SITP, como lo tuvo el tranvía en tiempo añejo. ¡Feliz 130 años, y que suenen ‘puercas’, campanitas, matracas y calabazos!

 

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