En Colombia ha llovido persistentemente en estos días. La humedad se intensifica, y las aguas, con su música propia, fluyen sobre los suelos erosionando montañas, anegando valles e inundando ciudades. Algunos dicen que los canales se han desbordado, pero lo que realmente ocurre es que los ríos —esos que fueron entubados y ocultados por un urbanismo depredador— han vuelto. Regresan por la fuerza de las lluvias, retomando sus antiguos cauces, arrasando con muros, vehículos, árboles y postes, sin pedir permiso a la infraestructura.
Lo que para muchos es solo una calamidad urbana, es también una advertencia. Las lluvias exponen con claridad brutal los problemas históricos de nuestras ciudades: su mal diseño, su expansión desmedida, su indiferencia ante los territorios y su mal trato de los ecosistemas. Aunque los aguaceros no discriminan, su impacto sí lo hace. La segregación socioespacial se evidencia en los barrios populares que, con menos infraestructura, sufren las consecuencias más graves. Sin embargo, el agua no distingue entre una calle sin pavimentar y una gran avenida: lo inunda todo por igual. Y en ese sentido, nos pone frente a una pregunta ineludible: ¿qué clase de ciudades hemos construido?
Las lluvias exponen con claridad brutal los problemas de nuestras ciudades: su mal diseño, su expansión desmedida, su indiferencia ante los territorios
Muchas de nuestras urbes fueron fundadas entre montañas, valles y cuencas, aprovechando sus aguas y tierras fértiles. Pero con el tiempo, los asentamientos crecieron sin control, apropiándose de laderas, cañadas y ríos, y transformándolos en zonas edificables, preferiblemente en altura, con cemento, asfalto y autos como símbolos de progreso. Todo se volvió construcción y consumo. Las ciudades, tal como las hemos concebido, son artefactos culturales que intentan ordenar la “naturaleza” según nuestros deseos. Creímos que podíamos encerrarla, dominarla, volverla segura, y a cambio nos desconectamos del territorio. Así, canalizamos y contaminamos ríos, secamos humedales y erosionamos montañas, como si fueran cosas para usar u obstáculos a eliminar y no sistemas vivos con los que necesitamos convivir.
Hoy, bajo los efectos del cambio climático, las lluvias se intensifican y las sequías se agudizan. Y nuestras instituciones - desarrollistas, enamoradas del cemento -, apenas alcanzan a decir que faltan recursos para modernizar acueductos, alcantarillados y plantas de tratamiento. Mientras tanto, las aglomeraciones urbanas crecen como si no hubiera límites. Surgen entonces las preguntas incómodas: ¿De dónde sacaremos el agua si hemos destruido las cuencas?, ¿Seguiremos viendo el territorio como una propiedad que se explota, en lugar de un tejido vivo que exige respeto y adaptación?, ¿Podemos seguir aceptando una industria constructiva que, al expandirse, elimina la vida y agudiza las crisis ambientales?
Las lluvias son, en el fondo, bienvenidas. Lo urgente es que dejemos de verlas como un enemigo y empecemos a repensar nuestras ciudades. Superar la lógica del monocultivo urbano, entender los relieves donde vivimos y adaptarnos al territorio es una necesidad, no una opción. Tal vez, si aprendemos a escuchar lo que las lluvias nos dicen, encontremos nuevas formas - más sensatas, más vivas -, de habitar nuestros entornos.