Las serias e inconclusas series de terror

Las serias e inconclusas series de terror

En este diario de cuarentena, un documentalista confinado hace un seguimiento del cubrimiento noticioso que la televisión hace de los grandes dramas sociales de estos días

Por: Diego García Moreno
mayo 19, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Las serias e inconclusas series de terror
Foto: Diego García Moreno

Nos vamos acostumbrando a las series de terror en la televisión colombiana. Algunas de ellas ya hacen parte del patrimonio universal de la infamia, otras son pura invención criolla con buenas perspectivas de ser postuladas al callejón de la fama en el bulevar del desconcierto. En la parrilla conviven la diáspora embera, la infierno de los presos de Villavicencio, la venganza de Analía, el complot de Bolsonaro , un bus para Venezuela, el futuro desencantado del país de Mr. Trump, la masacre inconclusa en el Cauca y la pandemia en el Amazonas.

En medio de la larga y confusa noche de las noches de esta cuarentena recuerdo el aporte que hizo a la trama de algunas de ellas el joven ministro de Vivienda: con aire de inexperto pero con actitud moldeada en clases de expresión frente a cámara por un asesor de imagen, el primero de abril dio una declaración enfática en el espacio diario que la presidencia impuso para informarnos sus políticas para enfrentar la pandemia y dar cuenta de cómo la contrarrestan, exitosamente según el guión del presidente. Dijo el muchacho de corbata como para echarle condimento al guión: ¡Ninguna persona puede ser expulsada de su residencia durante el período que dure la cuarentena y dos meses más! Al rato aparecieron en los noticieros las imágenes de varias docenas de indígenas de la comunidad embera que venían de ser desalojados de las habitaciones “pagadiario” donde pasaban las noches hacinados en el barrio Santafé. Sin peatones ni turistas en las calles no hay ventas de artesanías, entonces no hay con qué pagar los 30 mil pesos que vale por día cada una de las piezas en las que se acomodaban en promedio de a veintidós personas.

Lo interesante y escabroso de la reacción noticiosa, involuntaria por supuesto, a las declaraciones del ministro, fue que a los pocos minutos de expulsar a los emberas, de los mismos hoteluchos fueron botados a la misma calle un número indeterminado de venezolanos, de putas y personas trans. La esquina de la carrera 18 con calle 22 se convirtió de repente en la sede del carnaval de los maltratados. Rompiendo con el patrón de imágenes de calles vacías a las que estábamos acostumbrándonos, ese rincón del centro de Bogotá mostraba una agitación inusitada y era el set en el que revoloteaban los protagonistas de diversas series con sus vestuarios y escasa utilería al hombro. Un colchón, una plancha, un hornito eléctrico, algún cuadro y, por supuesto, unas maletas. Qué dirección de vestuario tan refinada. Cada miembro de cada comunidad era reconocible de inmediato.

No sé si fue alucinación, pero me pareció escuchar un coro de millones de televidentes de todo el país pronunciando el recitativo: ¿tienen tapabocas? ¿Cómo harán para lavarse las manos? ¿Están guardando la distancia social? …

La estética de la fotografía ya daba pistas del estilo que acompañaría la deriva de los indígenas desplazados del Chocó. Un filtro hacía ver borrosas a las madres niñas emberas con sus vestidos y collares de colores, sentadas en la acera, recostadas contra una pared mugrienta, con sus respectivos bebés envueltos en una tela-canguro que los mantiene aferrados a sus cuerpos, y ensartando chaquiras. Me sorprende que siempre las mujeres emberas, independientemente de la situación, estén en actitud laboral. Con esa representación difusa, los noticieros acataban las leyes que protegen contra la explotación de la imagen de los niños en los medios. Y como había infantes venezolanos correteando entre el tumulto, mataron dos pájaros de una. Los hijos de las trabajadoras sexuales no figuraban entre los extras; como tampoco es pertinente delatar la identidad de estas mujeres y mucho menos la de las personas de la comunidad trans, todo quedaba en orden. Presentí que era un punto de partida fuertísimo para las series. Una potente célula madre narrativa. Cuántas preguntas se colocaban al unísono sobre la mesa. ¿Seguirán juntos? ¿Qué camino tomará cada grupo?¿El estado reaccionará y les proporcionará techo, alimento y abrigo? ¿Los diezmará el coronavirus?

El distrito propuso una pronta solución para la comunidad embera: “trasladarlos a la fundación Hogar Salud Mariana donde se hospedarán hasta cuando culmine esta emergencia sanitaria, e Integración Social les brindará la alimentación”. Un mes después, el 7 de mayo, vuelvo a verlos en un capítulo de los noticieros siendo acusados de invadir un predio en Arborizadora Alta en el sur de la capital. La administración distrital dice que les ha dado ayudas individuales, pero ellos quieren un refugio para todos. Se insinúa en el reporte que hubo enfrentamiento con “fuerzas del orden”.

Dando saltos en los archivos digitales de la prensa escrita encontré huellas del on the road recorrido por la comunidad en el último mes: el 2 de abril estaban instalados 50 emberas frente al edificio de Avianca en la séptima; el 7 abril durmieron en el parque TransMilenio; el 16 de abril “más de 200 personas pertenecientes a la comunidad indígena Embera son vistas en la plaza de Bolívar. Los embera que se encuentran sin hogar, sin ningún tipo de ayuda gubernamental, luchan por sobrevivir durante la cuarentena contra el COVID-19 que continúa en la capital colombiana!”.

La larga noche de las frías noches de la cuarentena bogotana le ha proporcionado el suspenso a esta serie de terror y ha puesto a tiritar los cuerpos de sus desprotegidos protagonistas en unos sets que parecieran haber seleccionados en una guía turística de la capital. Vaya a saberse si el silencio que la cuarentena le ha regalado a la ciudad ha permitido que la comunidad escuche, desde su cambuche improvisado sobre el cemento, los ecos de la selva que la guerra les obligó a abandonar; si la claridad en el aire que ha traído el cese de los motores le ha permitido ver signos de esperanza en el mapa estelar que se ha vuelto a instalar sobre la cúpula de la noche.
No conozco el nombre de ningún embera. Desde mi refugio privilegiado, no he escuchado el llanto de ningún niño ni una sola queja de una madre en estos días de cuarentena. No he escuchado las declaraciones de un líder de la comunidad. No sé nada de ellos. Tan solo una imagen borrosa, pero muy insinuante. A lo mejor para ellos esta ruta a la deriva empezada hace cinco siglos ya es la normalidad y no imaginan que para alguien como yo, un simple espectador de la televisión, todo esto no es más que una serie de terror transmitida “al aire” con el propósito de entretenernos y en cierta forma menguar la incertidumbre que nos da el encierro. La información entretenimiento.

Como lo de las series es en serio, vuelvo al punto de partida. Y concentro la mirada en los venezolanos y venezolanas y venezolanitos y venezolanitas que parecieran mirar hacia el oriente. Mientras las mujeres emberas fijan su vista en sus chaquiras, las venezolanas miran hacia atrás. Los emberas están en “su” país. Su territorio ya cambió de nombre, fue el Darién, fue el Atrato, fueron las laderas selváticas de la cordillera occidental mirando hacia el pacífico, fueron las laderas colonizadas mirando al Cauca, fue el bus que los fue alejando de las lluvias cotidianas, fue el pavimento recorrido hasta esta acera donde sobreviven las pepitas que reunidas forman estrellas, arcos, geometrías que representan sus visiones cosmogónicas, su sabiduría, sus secretos, su lugar en el universo. Los venezolanos no tienen donde fijar la vista sino en su pasado oriente; el transmilenio ya no admite sus cantos, la séptima no acepta sus simulaciones, no hay restaurantes para barrer ni lavar platos, no hay trasteos, no hay espacios para mendigos ni rincones para la esperanza.

Ojos desconcertados buscan algún asidero en cualquier vértice de los cuatro puntos cardinales pero irremediablemente la aguja de la brújula los obliga a mirar hacia el oriente. Entonces, miran irremediablemente hacia su tierra recién perdida. Sienten que lo que creyeron poder conseguir aquí, con un golpe de escoba se deshizo. Y que lo único que les queda, la vida, está pendiente de un hilo de aire. Pero el aire que exhalan los cuerpos de aquí puede estar contaminado. El aire que exhalan los cuerpos de allá también podría estar contaminado, el aire que exhalan todos los cuerpos humanos en cualquier parte del planeta presumiblemente está contaminado. Incluso, su propio aire puede estar contaminado. Decir pandemia es decir global. Pero qué vergüenza morir a causa de una peste en un territorio ajeno. Está prohibido estar en la calle. ¿Y si no tenemos casa dónde vamos a estar? Tantos que llegaron por la calle, que destrozaron la suela de sus zapatos recorriendo centenas de kilómetros con la esperanza de arribar a un territorio que fuese posada, refugio, a un lugar que les permitiera trabajar y conseguir el sustento para la comida, que les permitiera ver un asomo de la palabra futuro, pero hoy solo ven una posibilidad: la marcha atrás, el devuélvase, allá por lo menos está mi país. Ya no importa quién gobierne mi país, ya no importa si hay hambre en mi país, ya no importa si la peste también baila en mi país.

¿Aguantarán las ruedas de la maleta el roce con el pavimento en el retorno? La tele muestra los venezolanos expulsados de su paga-diarios en el barrio Santa Fé, pero también muestra los de Cali, y los de Popayán y los de Ipiales y los que tratan de pasar la frontera del Ecuador por las trochas. Los que han reembobinado el hilo desde los confines de Chile y Argentina. No es solo Bogotá la tierra inhóspita. El continente entero parece haberse puesto de acuerdo para negarles el refugio. Escucho el clamor por un bus. El clamor por un bus que ahorre la fatiga; el sueño de unas ruedas que transporten el cuerpo mientras ronca y sueña, el sueño que sueña recuperar el sueño. Un sueño que ahorre la pesadilla del retorno.

Reviso en internet los posibles capítulos de la serie:

- El de 31 marzo en El Espectador cuentan que " al menos 200 venezolanos, que permanecía en el refugio para migrantes del Distrito Maloka, han sido desalojados debido a las condiciones de la cuarentena, para prevenir mayores contagios del covid 19 estipulan que no debe haber aglomeraciones de más de 50 personas en un mismo lugar... la alcaldía entregó subsidios para que busque una nueva vivienda, pero los afectados aseguran que en este momento es muy difícil una nueva vivienda.

- El 4 de abril, el mismo periódico relataba que “cientos de personas emprendieron un largo viaje de regreso a su país en medio de la cuarentena en Colombia. La mayoría de estas personas trabajaba de manera informal y por cuenta del aislamiento se les ha hecho difícil reunir dinero para pagar sus arriendos y comida"...

- El 20 de abril encontramos en El Tiempo: “ La falta de dinero para vivir el día a día, la expulsión de los inquilinatos por no pagar arriendo y el no conseguir dinero para enviar a sus familiares son las razones por las que miles de ciudadanos venezolanos han decidido abandonar Colombia y los países vecinos para regresar a su país en plena pandemia".

- El 27 de abril Infobae publicaba: “Las restricciones para estar en las calles, expulsiones de los inquilinatos y dificultades para acceder al sistema de salud hace que muchos intenten al menos regresar con su familia. El viaje es casi imposible hoy y apenas lo logran unos 500 por día, que encima se encuentran con nuevas vejaciones por parte del régimen de Nicolás Maduro”.

- El 30 de abril, en alguna parte leí: “unos 500 migrantes y una docena de autobuses quedaron estacionados cerca de las cabinas de peaje que marcan la frontera norte de Bogotá, después de que las autoridades de migración les impidieron continuar en medio de las restricciones de paso en la frontera…”.

Hoy es 13 de mayo.

Retorno en mi imaginación a la esquina de la carrera 18 x 22. Cemento, paredes ajadas, mugre olvidado, una moto de rappi cruza veloz, un taxi lento, dos o tres pepitas de color olvidadas en la cuneta, algunas siluetas osadas e insinuantes ofrecen un rato de reposo a los deseos de un transeúnte con tapabocas en un catre de un cuarto que ha recuperado sus costumbres. El viejo propietario que expulsó a todo el mundo, al verse solo y sin ninguna entrada, tuvo que transar con algún viejo amigo trans y dos prostitutas que conoce desde hace veinte años. No quedaron fantasmas. Todos los demás se fueron. Seguramente volverán cuando vuelva la normalidad y los clientes lo exijan.

A pesar de este probable falso final, considero que la intuición audiovisual no me falló. De ese vértice urbano partieron los guiones de unas series cargadas de terror y suspenso, impregnadas con la dosis de zozobra que la realidad regala cuando los humanos no logramos compartir el territorio y debemos recurrir a palabras como expulsión, desalojo, desplazamiento, intolerancia, exilio, destierro… En esta oportunidad todos, los que desalojan, los desalojados y quien cumple la vieja función de narrador, sentimos que la zozobra está propulsada por un viejo habitante del planeta, la peste, que acostumbra atacar inesperadamente, devastar y desaparecer misteriosamente hasta que adquiere una nueva forma o que las conjunciones azarosas o premeditadas de los astros, o del coqueteo entre humanos y otras especies inocentes provocan un nuevo ciclo, y entonces reaparece trayendo en sus hombros sus aplastantes ingredientes: temor colectivo, inseguridad colectiva, debilidad colectiva. Estos ingredientes llegaron hasta esta esquina bogotana con su nuevo atuendo y se instalaron en el vestuario de los emberas y las putas de los trans y los venezolanos. No respetaron edad ni etnia, ni historias, ni esperanzas ni miserias.

En las series que he avistado está trazado solamente el recorrido de dos comunidades durante algo más de un mes. En mi encierro, la ventana que me ha dado las pistas de esa ruta es el internet. Don Google, que todo lo sabe, me ha permitido navegar al azar entre noticias. Podría continuar buscando rastros del éxodo de la comunidad trans, y de las prostitutas, y, por qué no, ampliar el espectro a las series de terror que mencioné en un principio. Empatar esquinas y series como si fueran chaquiras hasta construir el collar que muestra la cosmogonía del pánico del planeta. Es que son tantas las esquinas en donde nacen las derivas. Podría continuar, haciendo el seguimiento del brote de coronavirus en la cárcel de Villavicencio, día por día, desde su nacimiento hasta la terrible epidemia que hoy la diezma, cuando se cuentan casi ochocientos infectados; podría construir la serie en forma de mapa de los asesinatos de líderes defensores de los derechos humanos en el Cauca; del incremento de la pandemia en el Amazonas y dar un salto sobre el gran río para caer en una fosa de Manaos donde los llantos se confunden con insultos al irresponsable Bolsonaro, o dar un salto acrobático a las puertas de una funeraria de Manhattan con el peligro de encontrarme las sínicas sonrisas de Trump, pero soy incapaz...

Me detengo, repentinamente me siento fatigado, es como si la errancia ajena se hubiera apoderado de mis ánimos. Siento como si hubiera estado peleando con un monstruo invisible y hubiese sentido por un instante que la derrota es inevitable. Me da miedo, siento terror, la debilidad hace que aleje las manos del teclado de letras y confiese que la serie de series se volvió una especie de inyección de dolor de especie. Siento una fatiga profunda, es como si todos los cansancios me hubieran atrapado.

La noche avanza y el noticiero ha terminado. A continuación La Venganza de Analía. Aparece la luz de la vida sin el coronavirus. Estamos invitados a saborear al placer de los odios familiares, de las ambiciones y luchas por el poder, de los asesinatos escondidos, de las trampas y los chantajes sentimentales y toda esa colección de ruindades reunida premeditadamente en un espacio para que los aburridos se amañen, nos amañemos, para que el espectador medio de prime-time disfrute a plenitud, todos los días, de una serie repleta de pasiones, de un rosario de aterradores terrores cotidianos. Qué jartera. Apago la tele.

Quizás, tú que has sido capaz de leer hasta aquí, te intereses en llevar a buen puerto esta tarea que he comenzado y que ahora siento que me sobrepasa. Tal vez tú te animes y logres continuar con este relato. Quizás tengas la fuerza y la curiosidad necesaria y la dosis de solidaridad requerida para investigar y contar. Discúlpame, voy a sentarme un rato en el piano. Quizás con cuatro acordes logre acompañar una canción reparadora.

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