La vida como un disfraz

La vida como un disfraz

Desde la antigüedad, disfrazarse ha sido una práctica común; los romanos, por ejemplo, lo hacían durante tres días continuos para olvidarse del orden establecido

Por: Eduardo Menco González
noviembre 02, 2021
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La vida como un disfraz
Foto: Pixabay

La celebración tradicional del día de las brujitas, noche de los disfraces o del Halloween (para sentirnos más del norte), se posiciona cada año como una de las fiestas más esperadas por niños y, últimamente, por adultos; fiesta que rompe con la rutina y la fatigosa costumbre de hacer siempre lo mismo: una oportunidad para la “gracia”, la creatividad y también para el olvido. Es la esencia de la fiesta: sacarnos del día a día y permitirnos experimentar otras cosas que normalmente no hacemos; saber que nuestro destino está escrito (al parecer vivimos una condena que termina con la muerte) no nos impide desde la imaginación crear alternativas desde las cuales asumimos la existencia de una forma un poco más llevadera.

Desde la antigüedad, “disfrazarse” se ha constituido en una práctica común; los romanos, por ejemplo, lo hacían durante un lapso de tres días continuos; para, según ellos, olvidarse del orden establecido, de lo que (diríamos hoy) el sistema nos impone. Las Saturnales (fiesta romana) servía de pretexto perfecto para mofarse de aquello que en el día a día les perturbaba como “estado de cosas” que terminaban asumiendo con poca libertad. Disfrazarse entonces para el mundo romano se constituyó en una especie de mofa o burla, pasajera pero real, al fin y al cabo.

Antes de los romanos, los griegos practicaban la costumbre de colocarse atuendos sobre sí; al punto que cuando lo hacían era difícil que los demás se dieran cuenta de quién se trataba; es el verdadero espíritu del disfraz: camuflarse para ser otro, engañar en última instancia. Los griegos se disfrazaban de los antiguos vivos, es decir de los muertos, como una forma de no perder el contacto con ellos; en este sentido, para el mundo helénico el disfrazarse se constituía en una especie de arte que les permitía mantener una relación entre vida y muerte, algo así como si la muerte adquiriera un gran valor. Si no fuera así, ¿entonces qué sentido tendría recordar a los muertos?

Tanto de griegos como de romanos aparentemente hemos heredado la idea de que ser otros, de ser diferentes mediante máscaras y vestuarios que permiten hacer de nosotros seres distintos; en realidad no. De lo que debemos hacer conciencia es de que por aquellas prácticas antiguas podemos aprender a ser nosotros mismos en realidad; aquel disfraz romano que se burlaba del sistema representa nuestro deseo de profunda libertad, de reconocer que nada ni nadie puede imponer desde sus ideologías unos principios que van en contra de nuestra condición y dignidad humanas. Aprender a disfrazarnos como romanos (como lo hacemos cada año) es una invitación a despertar en cada uno la rebeldía propia para burlarnos de la opresión de un sistema que sirve solo a unos pocos.

Pero de los griegos también debemos aprender. Ese mismo disfraz que anhelamos usar fecha tras fecha termina por evidenciar que la vida no es más que una realidad pasajera, como pasajero es el hecho mismo de disfrazarnos para mantener vivo el recuerdo de que el tiempo de la muerte es mayor que el de la vida, y que esta no es más que un simple suspiro que tenemos que asumir con el mayor ímpetu posible.

La comprensión del disfraz griego reconoce que los vivos no superamos la idea de estar lejos de aquellos que han partido. Por eso, al disfrazarnos como muertos lo que hacemos es radicalizar la idea del destino que nos espera; es mantener latente el aparente castigo que nos ha endilgado la historia y, sobre todo, reconocer que nada (absolutamente nada) podemos hacer para evitarlo. Mientras ese momento llega no nos queda otra cosa que vivir como si mantuviéramos disfrazados, ya sea para burlarnos por un momento de los poderosos o ya sea para nunca olvidar lo que en realidad nos espera.

 

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