La triste y dolorosa vida de Claudia, la Pitufa de TransMilenio

La triste y dolorosa vida de Claudia, la Pitufa de TransMilenio

Fue abandonada recién nacida en El Cartucho. Ha vivido entre la calle y la cárcel. Sufre de cáncer y, a sus 50 años, cuenta su historia por unas monedas. Pide ayuda

Por: Ricardo Rondón Chamorro
mayo 27, 2022
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La triste y dolorosa vida de Claudia, la Pitufa de TransMilenio
Fotos: Ricardo Rondón Chamorro

Claudia Gamboa, la Pitufa, nació hace 50 años en el Cartucho, eso supone ella, porque es una información recaudada de oídas, y llora y putea de rabia con esa tortuosa incertidumbre de no saber quién la trajo “a esta mierda de mundo”, cuando la mujer que la parió abandonó su cuerpecito indefenso entre arrumes de papeles y cartones, a escasos días de nacida.

“Pues eso fue lo que me contó de niña José Gil Gamboa, el señor que me recogió, que fue mi padre, el que me salvó de que muriera de frío y de hambre, porque el padre que me engendró seguramente también era un vicioso igual que mi mamá, y como El Cartucho era un nido de zombies, nadie sabía quién era ni cómo se llamaba ni de dónde venía ni para dónde iba”, relata la Pitufa, próxima a abordar el articulado B14 de TransMilenio en el portal Las Américas.

“José (Gil Gamboa) era reciclador y tenía una carreta que también era dormitorio, y fue vicioso como todos los viciosos del Cartucho, pero fue responsable y amoroso conmigo hasta los siete años, porque un día amaneció muerto. Fue el único padre que conocí”.

Memorias del subsuelo

Siete años en el inframundo. Criada entre la inmundicia y las alimañas de la ruina: chinches, pulgas, ácaros, piojos, roedores, cucarachas; a medio comer de sobras y a la intemperie, en medio del deambular sonámbulo a toda hora de seres entregados al consumo sin treguas del “chirumbo”, como llamaban al basuco, y al pegante, sople que sople, y esa hedentina de cuerpos  enfermos y heridos, embutidos en harapos curtidos de sudor acre y suciedad de días, meses y años sin saber de una barra de jabón y una ducha, menos de una muda de ropa limpia.

¿Qué futuro avizoraba una niña de siete años que desde el vientre de su madre estaba signada por el no futuro? La calle, con todos sus riesgos y peligros.

La calle, como la escuela del crimen: o pasas o te rajas o te hundes o te mueres en el intento. Claudia, la Pitufa, asumió esa suerte, primero a expensas de la caridad, escarbando en canecas, durmiendo en andenes, debajo de puentes y canales, en cualquier nicho donde la venciera el hambre y el cansancio de recorrer sin rumbo la jungla de cemento, que  empezando a vivir (¿a vivir?) la orientó por el camino del delito.

La Pitufa hizo el curso completo: desde robarse un pollo en un asadero, que fue su debut ilícito a los ocho años, pasando por raponear relojes y cadenas, atracar, ‘cosquillear’ en los buses, entre carteras, morrales y bolsillos; abrir un automóvil con un gancho de pelo, y en cuestión de segundos desmontar un radio-pasacintas y arrasar con lo que encontrara de valor hasta integrar bandas organizadas para desocupar apartamentos y perpetrar asaltos a establecimientos comerciales.

Uno de esos que no coronaron porque les cayó la policía: el robo a un concesionario de la antigua marca Comcel, en el barrio San Carlos, por el que pagó 12 años en el Buen Pastor, la condena más larga de su prontuario.

“Yo vine a conocer una cama para dormir a los ocho años, cuando nos robamos un billete con unos manes en Corabastos y pagué una pieza en un inquilinato de prostitutas en la calle 20 con carrera 13.

Hasta esa noche supe que existían los angelitos porque me los soñé. Imagínese el sueño de una niña por primera vez en una cama, entre sábanas y cobijas, después de haber dormido mi infancia sin techo en una carreta de reciclaje, agarrada a una muñeca tuerta, entre el basural”, cuenta la Pitufa, que tiene una historia como para Netflix.

El Cristo de espaldas

“La primera tragedia en esta vida dura del delito fue a los catorce años, cuando en la calle 22 con carrera décima le bajé una cadena gruesa de oro con un cristo a un man que iba manejando severo automóvil.

‘Trabajaba’ con mi socio Giovanni, un muchacho de mi edad, que era el que despistaba al paciente cuando se les hacía las 'vueltas' a los carros.

Pero este man, el de la cadena, saca tremenda pistola, mata a mi socio, y a mí me pega cuatro tiros: uno en la rodilla, otro en la cadera, otro cerca de la ingle y el cuarto en la pierna izquierda.

Lloré como nunca la muerte de 'Guío' (Guiovani). Él me bautizó como la Pitufa. Es el único bautizo que tengo”.

“Me llevaron a la Clínica San Rafael. Allí me salvaron la vida, pero me dijeron que no volvería a caminar por mis propios medios, porque el tendón de la pierna había quedado destruido.

Me tocó en silla de ruedas.

Al principio fue una tortura porque, como no tenía quien me ayudara, hacía mis necesidades ahí, sin poder ir al baño; hasta que le fui cogiendo el tiro, y volví a la calle a rebuscarme, a sobrevivir, a lo mío, a ladronear.

Me metía a un almacén de lo que fuera y algo me llevaba, y como en ese tiempo no había cámaras, pues una pasaba de agache”.

“Así coja, me daba mañanas para seguir robando. Dejé la silla de ruedas y me apoyé en un bastón, y eso cuando ‘coronábamos un brinco’ (un delito), yo era la primera que salía disparada, corriendo en una pata.

¡¿Qué se hizo la Pitufa?!, allá ‘voltió’ la esquina, porque cuando uno está en ese “embale”, y si va con ‘chirumbo’ o ‘capucha’ (marihuana) en la cabeza, con lo que sea, a uno ‘paniquiado’ le salen del alma fuerzas desconocidas, la madre que sí.

Pero no todas las corona, y por eso una de delincuente se pasa la vida entre la calle y las rejas; una es carne de presidiario, y en la cárcel una se daña más, se vuelve más gonorrea”.

A voz en cuello

Así narra Claudia Gamboa, la Pitufa, como aparece en la cédula, y como se presenta en los articulados de TransMilenio, cuando echa a rodar en su estilo, a voz en cuello, con ácido humor y sin reproductores de sonido, su cinematográfica historia de vida.

Porque en pos de las propinas que le ofrecen pasajeros y pasajeras, y lo que logra hacer con el reciclaje, es de lo que ha vivido en los últimos trece años, cuando juró por sus hijos gemelos (hoy de diecisiete), renunciar al delito y resarcirse de su oscuro y oprobioso pasado, que solo le ha dejado cicatrices físicas y del alma, estas últimas, según ella, las más difíciles de cicatrizar.

“El que se enamora, pierde —avanza la Pitufa en su discurso ante el público expectante del vagón resortado—. Y en este mundo del delinque una descubre el amor con uno semejante a lo que uno ha sido (sic): un vicioso, un ladrón... porque no va a ser un doctor, o un magistrado, o uno de esos del Congreso que se roban la plata del pueblo.

Dónde están esos setenta mil millones que dicen que les robaron a los niños. Una se habrá robado un pollo, una cartera, unos aretes, un celular, pero es que esas gonorreas son muy descaradas.

¿Robarles a los niños? Y a esos sí no les pasa nada. Una madre, por hambre, por necesidad, entra a un supermercado, se mete una libra de arroz debajo de la ruana, la pillan y le dan mínimo tres años de ‘cana’. Esa es la injusticia de este país”.

“Como les decía, a mí en el amor también me fue como a los perros: mal, pero remal. El primero que tuve, me salió enfermo de los celos, un enloquecido. Una noche llegó y me arrojó una botella de cocinol y me prendió.

Vea lo que me quedó: todas estas quemaduras en hombros, brazos y pecho. Si no me cubro la cara, imagínese cómo estaría. Con el padre de mis hijos la vuelta no fue tan agresiva, pero como también delinquía, le dieron cana en El Barne, donde murió de tuberculosis”.

“Por eso juré ante un Dios que no volvería a reincidir en el delito, porque a los hijos hay que respetarlos, hay que darles el amor que yo nunca tuve. A mí encanaron cuando mis gemelos tenían dieciséis días de nacidos.

Quedaron protegidos por Bienestar Familiar. Eso entre rejas es como si a uno le despellejaran la vida. Cuatro años, ocho meses y diez días sin verlos (rompe en lágrimas).

Por eso, cuando me da la depre, me da rabia y dolor, y lloro y maldigo cuando me pregunto, cómo será de hijueputa el vicio para que una madre abandone a su hija en un basural, como me pasó a mí”.

A Claudia, la Pitufa, se le atragantan las palabras, porque a sus cincuenta maltratados años dice que lo único que la amarra a la vida son sus dos pelados, “que gracias a Dios salieron buenos muchachos.

Acabo de recibir los boletines del colegio, y se me aguaron los ojos de ver que salieron chimba, que los profesores lo feliciten a una de madre, esa es una bendición, una alegría en medio de todos los sufrimientos y necesidades.

Por eso, mujeres, quieran a sus hijos, luchen por ellos, que es lo único que tiene sentido en la vida. Se los dice Claudia, la Pitufa, que no conoció madre. Y a los padres, no vayan a ser tan malparidos de abandonarlos”.

“Gracias a la doctora Jenny Morantes, directora del Buen Pastor, pude recuperar a mis niños. Antes de quedar en libertad, ella me dio la oportunidad de aprender a leer y a escribir; validé mi primaría, me prometí nunca más volver a caer en el delito y me dediqué a mis muchachos.

Ahí fue cuando empecé a subirme a los buses a repartir colombinas y a contar mi historia. Con lo que recogía, corría a llevarles de comer a mis chinos. Y así todos los días, hasta cuando me sentí mal, fui al médico, me mandaron a hacer unos exámenes y me descubrieron cáncer de seno.

Lo que faltaba, pues, pero yo no le paro bolas a eso, no quiero que mis hijos se queden huérfanos, no quiero que se repita lo mío, mi desgracia, todo lo que he sufrido y seguiré luchando por ellos. No me gusta hablar de la enfermedad porque me paniquea”.

Tinto con las comadres

La última parada en el “turno” (como Claudia llama al tránsito de su rebusque en TransMilenio) de esta mañana nublosa de final de mayo, es en estación avenida Jiménez.

¿Quiere echarse un tinto pa este frío aquí en San Victorino?, pregunta Claudia.

—Listo, Pitufa, ¿dónde?

—Donde la “Moñoña”, ella también tiene su historia, venga pa'que la conozca en su puesto de tintos y cigarrillos.

Allí arriman otras comadres como la "Agujas", que también trabaja en TransMilenio y que estuvo en un hospital psiquiátrico por drogadicta, y la Marlen, y la ‘Popocha’ y todo el combo de La Mariposa, porque aquí sí tiene de dónde contar sumercé y la pasa sabroso.

Porque aquí se 'empelicula'' cualquiera.

Tomamos tinto y hablamos un rato con las damas, y reanudamos a tomar otras fotos.

“Esta ha sido mi plaza de toda la vida”, destaca la Pitufa mientras posa al lado del carrito de los cartuchos de maíz para palomas.

Aquí conozco y me conoce todo el malandraje, del pasado, y de los que siguen reincidiendo. Son compañeros y compañeras, porque amistades no existen. El ser humano aparenta una cosa, pero en el fondo es perverso y traicionero.

Eso lo aprende uno en la escuela de la calle, y pregúntemelo a mí que nací en la calle, que soy como la basurita que lleva el aire, como la canción de Yolanda del Río”.

“Por eso a mí me gustaría que me dieran la oportunidad de contar mi vida en colegios, en universidades, para abrirles los ojos a los muchachos sobre el infierno del vicio, de todas las drogas, de las de antes, de las de ahora, que son muchas y terribles, para que no se tuerzan en el camino y aprovechen el estudio, el amor de su familia y las oportunidades que les da la vida. Se lo dice una vieja con mucha experiencia y con lo que he contado de mi vida”.

—Tiene 50 años, Pitufa, con una pesada carga a cuestas, y una enfermedad muy delicada como el cáncer, a la que debe cuanto antes ponerle atención. ¿Cómo se ve a futuro?

“Si es que nunca tuve futuro. Yo lo que más le he pedido a Dios es que me ayude con un ranchito para dejarle a mis hijos, y donde pueda morir tranquila.

Yo ahora vivo con ellos en una pieza por la que pago $380.000, fuera de servicios, en el barrio San Bernardino, de Bosa, que es un barrio sin pavimentar, que cuando llueve se inunda todo y se forman unos barriales espantosos que arrastran con muebles y enseres, y hasta con el perro y el gato, si se tienen”.

"Sumercé lo ha dicho. Yo ya tengo 50 años, y a pesar de todos mis males, saco fuerzas de donde no tenga para salir al rebusque diario. No me doy por vencida, pero el tiempo vuela, tiene razón.

A mí me serviría tener un puestico ambulante donde pudiera vender empanadas, refrescos, tinto, comestibles, y hay un sitio rechimba para ubicarlo, que es en el sector Parques de Bogotá, donde hay un colegio, un CAI y una URI, y pasa mucha gente”.

“Esa sería mi lotería pa dejar de patonear todo el día en los transmilenios, porque por más valor que uno saque, el esqueleto ya no responde como antes.

Le pido a mi Dios y a la Virgen santísima que por favor me haga ese milagro a través de la gente de buen corazón, antes de irme de este mundo. Lo hago por mis hijos, que es lo único que me ata a esta vida, y que diosito me perdone todas mis maldades".

Pasado el mediodía, Claudia la Pitufa se despide de regreso en la estación Avenida Jiménez.

Dice que va para su vivienda a prepararles algo de almuerzo a sus muchachos, “porque es la única comida del día, después de una aguadepanela con pan al desayuno.

A veces solo el almuerzo, un golpe diario, la dieta de Duque para adelgazar a la fuerza”, concluye la Pitufa, que se afianza en su bastón y a paso ligero aborda el articulado.

 

Las personas que quieran contribuir para remediar la precaria situación de Claudia, la Pitufa, pueden contactarla a su celular: 3133631686

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