La sociedad de los perros

La sociedad de los perros

Los canes en Europa viven mejor que los niños africanos y de otras partes de América Latina. Una crónica desde Suecia donde estas mascotas son los verdaderos compañeros de muchas vidas solitarias.

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octubre 26, 2014
La sociedad de los perros

En vista de que el día era uno de los más lindos que el otoño traía, quieto y de cielo abierto, me prepararé para salir a la calle y observar un poco sobre la vida que llevan los canes en Europa y de paso darle o no la razón al popular José Mujica. Mientras buscaba la cámara fotográfica, lápiz y papel para tomar notas, una anécdota perruna visitó mi mente. Hace ya poco más de un lustro se puso de moda, entre mis compañeros de trabajo, adquirir perros. Dos de mis colegas, la una cristiana militante y el otro radical comunista, optaron por comprar, de la misma camada, una pareja de cachorros a los cuales llamaron Frida y Frasse. Con el paso de los años, la cachorra, o mejor dicho, lo que era la cachorra, entró en uno de sus últimos ardores. Entonces su piadosa dueña algo preocupada por haberle siempre negado el derecho a la maternidad, decidió aprovechar la última coyuntura que tenía para cargarla. Llamó a varias empresas especializadas en fecundar perras pero el costo era demasiado elevado y sin garantía de que Frida quedará preñada. Así que sin más ni menos a la mañana siguiente, tan pronto como llegó al trabajo, le preguntó en mi presencia al dueño de Frasse si lo podría prestar para el ligamiento. Al fin y al cabo los galgos eran familiares y por el momento no había una ley que prohibiera la relación incestuosa entre perros.

Perro de compañía

Perro de compañía

―Jamás ―respondió el colega―, mi Frasse nunca ha montado canina alguna y si dejo que ahora lo haga entonces le quedará gustando y cuando lo saque a caminar se le tirará a cuanta perra encuentre.

Ante esas dificultades entré a terciar. Le recordé al dueño del gozque que la ciencia aún no había demostrado que tal afirmación fuera cierta. Que era de fascistas negarle el gustico al animal. Que uno no debería ser insolidario con los colegas y menos con Frida que ardía de pasión. El caso es que nuestro compañero de trabajo accedió, después de pensarlo un poco, con la condición de que el apareamiento debería llevarse a cabo al aire libre, en una zona campestre apropiada. Como sea, ese mismo día por la tarde, los tres nos fuimos con el par de perros a un lugar apacible cuya vista al extenso lago incitaba al romanticismo. Allí Frasse después de un precalentamiento lúdico, excitado por los aromas de la parte noble de Frida se entregó a los placeres que hasta entonces le habían sido negados.

Frida & Frasse en las suyas. Foto: Eva Edin

Frida & Frasse en las suyas. Foto: Eva Edin

 

Pero volvamos al propósito del paseo callejero. Con la cámara fotográfica en la mano y la libreta en la gabardina, abandoné el apartamento. Tomé el elevador y un piso más abajo subió una señora, que nunca antes había visto, con su pekinés alzado. El perro y yo nos saludamos. Seguimos bajando pero en la próxima parada apareció el maloliente joven punk con su chihuahua al pecho. Al vernos dio media vuelta y entró de espaldas al ascensor. Presumo que actuó de esa manera para que los galgos no gruñeran entre sí. Ya en el primer piso cada quien tomó un rumbo diferente. Como es de suponer, una vez en la calle los perros sí pudieron caminar. Por mi parte pensé que era mejor empezar mi recorrido por el final. Así que después de caminar unos quince minutos me acerqué al bosque donde está el cementerio de perros.

 

Cementerio de perros. Foto: Víctor Rojas

Cementerio de perros. Foto: Víctor Rojas

En el lugar de las tumbas observé a una mujer de mediana edad, postrada de rodillas ante el sepulcro de quien seguro fue su fiel amigo. No sé por qué en ese instante me acordé de uno de los cuentos citadinos de Gabo donde una señora entrena a su gozque para que vaya a visitarla al camposanto después de muerta. La escena que yo veía en ese instante era todo lo contrario. Me pregunté si no había sido el perrito interfecto que en las postrimerías de su vida enseñó a su ama a visitar sus restos. O sus cenizas, tampoco lo sé ya que no me atreví a preguntar si el animal había sido cremado. En ese caso me imagino que haberlo horneado pudo haber costado más que un entierro de chucho pobre. O sea, algo aproximado al millón de pesos. Moneda colombiana. En fin.

 

Tumba de un perro llamado Whiskey. Foto: Víctor Rojas

Tumba de un perro llamado Whiskey. Foto: Víctor Rojas

 

Aún no he podido entender por qué la mayoría de las tumbas de los gozques está adornada con cruces y no con piedras talladas como es costumbre ornamentar el pedazo de tierra donde sepultan a los ciudadanos suecos. Muy peculiar ese fenómeno dado que la única religión que profesan los perros es la lealtad. Al menos eso dicen en Boyacá.

 

La tumba del perro Torkel, muerto el 24 de agosto de 2001. Foto: Víctor Rojas

La tumba del perro Torkel, muerto el 24 de agosto de 2001. Foto: Víctor Rojas

 

Como sea, esperé que la señora se ausentara para tomar algunas fotos. Luego recogí mis pasos fotografiando las canecas, donde se arroja la caca de los perros. Porque es así, según las reglas, cada persona que salga a caminar con perros debe llevar una bolsita plástica para recoger la mierda de sus animales. No hacerlo, además de generar mala conciencia, acarrea una gran multa. Esa es una medida muy higiénica porque en los veranos a mucha gente le gusta caminar descalza. Cuando ya llevaba trece placas de canecas, divisé a un jubilado paseando con un perro sabueso, de raza enana.

 

Caneca para desechar heces de perro. Foto: Víctor Rojas

Caneca para desechar heces de perro. Foto: Víctor Rojas

 

Ahí está la foto que necesito, pensé, para demostrar que mientras haya perros no habrá soledad. Entusiasmado corrí a fotografiarlo pero el viejo al verme levantó su sabueso y lo aprisionó contra su pecho, como si hubiese creído que yo se lo iba a robar. Esa escena me hizo recordar lo que le pasó a una amiga mía, vallenata, para más señas, exiliada política de la Unión Patriota. Pues bien, mi paisana iba un día manejando y al llegar a un cruce de peatones frenó para darle paso a una mujer sueca que iba a cruzar al otro lado con un niño de parvulario y un perro lanetas. Para sorpresa de la vallenata, la sueca alzó al gozque y con él aprisionado contra su seno, protegiéndolo de todo peligro, cruzó la vía peatonal seguida, a un metro de distancia, de su pequeño hijo.

Como sea, en ese instante en que el jubilado apretujó al sabueso, comprendí que no solo el presidente José Mujica acierta en sus cábalas, sino también que el mundo gira al revés. Me explico. Es costumbre de los pobres en Colombia, sobre todo los del altiplano cundiboyacense, hacerse a un perro para que cuide la casa. Entre más bravo sea el chandoso mejor. Tan así es el asunto que hay personas que alimentan su galgo con pequeñas dosis de pólvora para que se vuelva valiente y mantenga lejos a los cacos. Lo sé por experiencia propia ya que mi padre acostumbraba a darle de comer pedazos de pan espolvoreados con pólvora negra a un chanda que teníamos. El perro embravecido pasaba toda la noche latiendo en la terraza. Pero aquí en Suecia los chuchos no le ladran ni a la luna. Tal vez cuando los dejan solos pegan dos lánguidos ladridos, como para no olvidar su voz, y no más. Sin duda alguna es por eso que ningún novelista sueco es capaz de imaginar ese enloquecedor ladrar de perros aldeanos como en el famoso cuento de Juan Rulfo.

Pero volvamos de nuevo al camino de esta investigación. Eso de que el perro es para que lo cuide a uno, no tiene cabida acá. Al contrario, los dueños tienen que estar pendientes de sus galgos a toda hora. Pero, como es natural, hay días en que por algún percance no es posible estar, como debe ser, al lado del perro. Son esas separaciones obligadas por el azar. ¿Qué hacer, entonces? Lo más sencillo es acudir a los hoteles de perrillos. El dueño deja su animal allá, a sabiendas de que estará bien cuidado. Le darán sus comidas a tiempo y lo consentirán. Si el perro es vegetariano le respetaran su ración de lechugas, zanahorias y nutrientes secos. Y si de pronto enferma, lo llevaran al veterinario sin pérdida de tiempo. Por esos servicios cobra el propietario del hotel alrededor de sesenta mil pesos por día. También moneda colombiana.

 

Hotel para perros. Foto: Víctor Rojas

Hotel para perros. Foto: Víctor Rojas

 

Sin embargo, hay ocasiones en que los hoteles están repletos. Eso le pasó a mi colega, la dueña de la perra caliente, que un día cualquiera tuvo que ausentarse por un par de días. En vista de que no encontró dónde hospedar a Frida, me pidió que le cuidara su mascota. No me negué. Al día siguiente por la mañana llegó a mi apartamento con Frida y todos los implementos necesarios para atender adecuadamente a su perrita. Un cepillo de dientes, la acolchonada cama circular, un gigantesco hueso sintético, los tres mejores juguetes, una cacerola de acero inoxidable para el agua, una bolsa de comida seca en forma de bolas, un cepillo para peinarle el pelaje, la correa para salir a caminar, el chaleco reflector y un rollo de bolsas plásticas para recoger la caca. Por supuesto que me enseñó cómo recogerla sin untarme. También me explicó cómo funciona la correa, si se quiere alargar o acortar. Al rato se despidió de la perra como si nunca más se fueran a ver. Luego se enrumbó a la calle pero enseguida dio media vuelta para informarme cuál era el número de seguro de vida de Frida y en cuál compañía aseguradora estaba registrada. Por si algo imprevisto sucedía. Nunca se sabe.

Como sea, la perra y yo nos acomodamos en el sofá a ver televisión. No debió haberle gustado el programa a Frida ya que de un momento a otro quedó dormida. La desperté pasado el mediodía para que me acompañara al almacén a comprar medio pollo asado para el almuerzo. Mientras yo me metí a la cocina a preparar la merienda, Frida se encaminó a su cama, tendida en medio de mi sala, y sin dar ninguna vuelta se echó a descansar. ¿A las cuántas vueltas se echa un perro?, solía mi padre preguntarnos cuando mis hermanos y yo éramos niños. En fin, cuando hube dado cuenta del medio pollo, recogí los huesos y los vertí en el plato de la mejor amiga de mi amiga. Frida se acercó, los olió y llena de desconfianza los probó. Pero no cabe ninguna duda que le gustaron porque en dos chasquidos acabó con ellos.

Al tercer día, cuando mi colega llegó a buscar su mascota, le conté lleno de contento que Frida se había portado muy bien y que había comido todo lo que yo le había servido. Le narré de lo mucho que le gustaron los huesos de pollo. ¡Vaya sorpresa!, mi amiga me miró como si hubiera visto al diablo, palideció, se arrojó contra Frida y con los dedos le repasó las encías en busca de astillas óseas. En medio de la angustia le examinó la barriga y me preguntó que si su animalito había defecado sin problemas. En ese instante comprendí que había sido un grave error darle a la perra los huesos de pollo y que la amistad con mi compañera de trabajo quedaba resquebrajada. Menos mal que mis azoradas respuestas la calmaron. Finalmente me perdonó pero me advirtió perentoriamente que a un perro nunca se le deben dar huesos de pollo porque se pueden lastimar, que para eso estaba la bolsa de comida seca, en forma de bolas.

Superado el impasse mi amiga recogió todos los implementos que había traído con Frida y se despidió de mí dando muestra de mucho agradecimiento. Yo las acompañé hasta la salida del primer piso. Por fortuna ningún vecino apareció con su gozque en el elevador. Una vez en la calle oteé cómo mi colega, con Frida de la correa, doblaba la esquina. A esa hora las primeras sombras de la noche otoñal caían. Entonces recordé mis días de estudiante de leyes en la Universidad Nacional de Bogotá cuando el ilustre profesor Esteban Bendec Olivella, en un examen oral de derecho penal, le disparó una de sus peculiares pregunta a una alumna.

—Si usted, señorita, sale un domingo a pasear por el Parque Nacional con su perrita, de pedigrí, recién bañada y de pronto aparece un gozque chandoso de la nada y se le echa encima y la remolca por la cola, ¿qué delito ha cometido el osado perro?

La alumna titubeó al responder, a pesar de que en esa época los perros aún carecían de derechos humanoss.

*Escritor colombiano residente en Suecia.
http://juegodeescorpiones.blogspot.se

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