La responsabilidad de estar insatisfechos

La responsabilidad de estar insatisfechos

"Hay que poner sobre la mesa la idea de la justa medida, hacer evidente la necesidad de la prudencia y encaminar cada movimiento hacia el desencaje de lo establecido"

Por: Álvaro Claro
septiembre 09, 2020
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La responsabilidad de estar insatisfechos
Foto: Pexels

Hace falta mirarnos al espejo. Procedamos entonces a este ejercicio, pese a lo cruel que pueda resultarnos. Esta necesidad, que se basa en definir cada día, ante los demás, los límites de la razón y la necesidad de cada acto, entraña un gran peligro. A la búsqueda de lo más elevado, se acostumbra uno a criticar lo más bajo y, a veces, incluso lo que no está tan arriba. En otras palabras, se adopta la imagen detestable de un juez, de un maestro de ceremonia o un previsor del futuro. De este riesgo a la contradicción, o a la tontería, no hay más que un paso.

Lo ideal sería no haberlo dado, o no darlo tan seguido. No obstante, la contemporaneidad nos ha vuelto propensos a creer que poseemos el don de la clarividencia y la egolatría del que jamás se confunde. Insistamos en no dar ese paso hacia la deformación de la crítica, al empobrecimiento del análisis con certezas absolutas. Hoy día la crítica implica la noción de distanciamiento. El hombre debe distanciarse del orden de lo dado para poder establecer su libre juicio sobre él. Porque la realidad, lo fáctico, nos abruma, nos envuelve con sus mil tentáculos y no hay posibilidad alguna para la resistencia. La crítica resulta, en este sentido, una ruptura con el orden de lo dado, un punto por fuera del círculo. Persistamos, entonces, en el honesto impulso de construir una acción común nacida de formas del pensamiento de las que la opinión pública hasta ahora no ha hecho uso.

Esta ambición, ineludiblemente, debe marcar ciertos límites entre algunos pensamientos y acciones cotidianas, e incluso desapercibidas, para reflejar sus antípodas y salir airosos del museo eternamente abierto de lo absurdo hacia una más amplia comprensión de la naturaleza, de la función que cumple la mujer y el hombre dentro de ella.

Aunque el presente es inquisidor y pretende dar valor incluso a lo detestable: se propugna la igualdad entre la ética y el moralismo, se adjetiva vanamente la distancia entre las palabras y los sentidos y la mirada se disloca en defensa de algunos ideales. Por fortuna, por cansancio o por olvido, toda certeza termina por franquearse, por romper alguna de sus costuras.

¿Es posible esquivar este peligro? Quizá la ironía, usada como filtro, pueda derretir el acero y abrir alguna ventana. Por otra parte, no estamos para ironías en esta época. El aire que nos refresca es el de la indignación. No se puede empezar de cero porque el saldo ya está en negativo. Procuremos por justicia guardar, aunque llueva y relampaguee, el sentido de la crítica y algo podrá salvarse.

Preparémonos, sin embargo, para que durante una celebración se cometa otro suicidio. Sabiendo lo que cuesta tener un motivo para celebrar en estos días. Basta una palabra para avivar una masacre. Mas, al mismo tiempo, no existe una cadena para volcarnos tan forzosamente sin escrúpulos. Ningún desvío personal acarrea el perjuicio inevitable del otro. La verdad y el apoyo mutuo pueden cerrar sus fauces sin fondo de sangre.

Todo esto es difícil. El sentido común o la importancia de lo incierto, la posibilidad de enfrentarse a la duda, es una idea y un incendio en el pecho. Su fuego eleva la ceniza de lo humano, es una terrible abstracción que ha levantado tantas lápidas. De allí que la ironía no nos abandone y lo que se alcanza a tomar en serio no es más que una prueba de la formidable ventura que nos acecha: hasta ser solidarios resulta enojoso por la pequeñez de su impacto. Aprender a discernir este fracaso dará su medida y su relatividad a cada esfuerzo que insistimos en hacer pese a las circunstancias.

Concebir el mundo que se nos presenta como un jeroglífico, una adivinanza similar a un problema de álgebra cuyo enigma tendríamos que penetrar o cuya fórmula deberíamos deducir. Repasar todo lo que se ha dicho, practicar otras formas de habitar el lenguaje y mantener alerta, zumbando y caliente como un panal el pensamiento. Poner sobre la mesa la idea de la justa medida, hacer evidente la necesidad de la prudencia —la llamada frónesis de los antiguos— y encaminar cada movimiento hacia el desencaje de lo establecido… son algunas de las acciones a realizar de inmediato.

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