La Puta Diabla de Fito Paez

La Puta Diabla de Fito Paez

El cantante argentino debuta en la literatura con esta polémica novela

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enero 23, 2016
La Puta Diabla de Fito Paez
Foto: pagina12.com.ar

El presente fragmento hace parte de la novela «La Puta Diabla», publicada por Mansalva. Colección Poesía y Ficción Latinoamericana, 2013. 264 pp

 

La primera noche de Félix sin Casimira fue una larga noche que duró diez años entrando y saliendo de bares, cárceles, hospitales, comisarías, loqueros, juzgados y casas de amigos.

–¿Qué hacés? –su hijo le curaba el rostro todo magullado de heridas con un algodón y agua esterilizada– ¡Pero si no tengo nada, salí! –se irguió Félix sobre el sofá del living del departamento de su hijo con la clara actitud de aquí no ha pasado nada. –Estamos en casa papá. No te muevas que ya termino.

Daba la sensación que Félix perdía contacto con la realidad y volvía muchas veces sobre lo mismo. Entonces repitió la misma pregunta que su hijo le hubo contestado varias veces en el transcurso de las últimas horas.

–¿Tu vieja sabe algo?

–No te preocupes. Está de viaje.

Pablo, ya era un muchachón fornido de casi dos metros de alto. De porte esbelto y dos ojazos negros de mirada penetrante y alegre. Solo inspiraba confianza y seguridad. Había desarrollado un espíritu noble. Eso había resultado bien. Félix lo sabía y era el orgullo de su vida. Había ido a sacar a su padre de la comisaría décima del barrio de Boedo, después de una gresca en la barra de un bar. Después de andar deambulando por la ciudad, subiendo y bajando de colectivos habiendo bebido mucha ginebra, Félix había llegado hasta un tugurio de la avenida La Plata donde se vendía cocaína mala y se bailaba milonga. Recostado en la barra con la mirada perdida, sus ojos recalaron en una preciosa morocha y el efecto aquel volvió a cobrar vida.

–Sos una puta, siempre lo supe. ¿Estás con este gorila ahora?

El hombre tampoco dudó. Después de unos segundos de desconcierto por lo que acababa de escuchar y sin dejar de mirar a su mujer a los ojos tomó a Félix de las solapas de su saco y antes de que este pueda reaccionar le dio un golpe certero en la quijada que lo tiró al piso haciéndole volar dos dientes por el aire, revoleando sangre a trochi y mochi en todas las direcciones. Se arrodilló y comenzó a golpearlo con furia mientras Félix reía igual que un loco, mientras gritaba:

–Es mía, mía. ¿No te contó cómo me la cogía?

–¡Negro, te juro que no sé quién es! –la mujer intentaba frenar a su novio que estaba fuera de sí y no paraba de golpearlo por todo el cuerpo. Con una mano lo tenía del cuello y con la otra le daba duro en los riñones y el estómago. Cuando lo tomaron por detrás para pararlo, en un instante pudo liberar su brazo derecho y le pegó cinco golpes certeros en la boca, la nariz y los ojos. Intervinieron los mozos, algunos clientes y así lograron separarlos y evitar una tragedia. Félix quedó inconsciente en el piso mientras entre varios forcejeaban con el negro Hulk en la pista de baile para intentar detenerlo. Llegó la policía y se los llevaron detenidos. Ya en la seccional liberaron al novio ofendido y llamaron a Pablo, que fue quien retiró a su padre. Félix tenía el ojo izquierdo morado y cerrado, la boca sin los dientes de adelante y la nariz rota.

–Gato, no hagas más quilombo… la próxima vamos a tener que hablar con el juzgado –le dijo Miralles, el oficial de guardia, a Félix, que se quitaba sangre de los labios.

 

–¡Botón!

–Cuidalo pibe… llevalo a la guardia del Argerich, que ahí lo conocen –le dijo Miralles a Pablo.

Salieron de ahí en el medio de la noche. Subieron al auto de Pablo y se mantuvieron unas cuadras en silencio, hasta que se detuvieron en el primer semáforo.

–Era Casimira, era ella –repetía Félix como un mantra, a través de las calles de una Buenos Aires, para él, cada vez más ajena.

–Papá…

–Era ella.

Después de diez años Casimira seguía siendo una interminable pesadilla. Su obsesión. Félix vivía en un loft en la esquina de avenida Caseros y Bolívar, en el barrio de San Telmo. Era el aguantadero del lumpenaje más repulsivo de la ciudad. Escritores, chorros, dealers, músicos, publicistas y hasta algún tercera o cuarta línea de cámara de diputados. Félix pesaba cincuenta y seis kilos. Consumía todo tipo de sustancias estimulantes. Desde las últimas drogas de diseño de bajísima calidad a puro paco.

Desde pasta base a cocaína culera de mula. Lo que se pudiera pagar. Había que eliminar el mundo porque el mundo era Casimira, y el mundo sin Casimira era insoportable. Ya no escribía ni hacía música ni cine ni teatro ni nada. Y el dinero se esfumaba. Vivía de lo que le quedaba de sus derechos de autor, que diligente y amorosamente regenteaba Genoveva. Algunos de sus conocidos asistieron a casi todo el proceso de degradación. Sus amigos se mantuvieron al margen, entendiendo que cualquier persona inteligente decide qué hacer con su vida. Nunca fueron comemierdas. Lamentaban que no se pegara un balazo o se arrojara de un piso veinte. Después de las advertencias de rigor a través de los años se abrieron y esperaron. Solo lo veían ocasionalmente para algún cumpleaños o lo llamaban con ciertos recaudos ya que inevitablemente sabían que él iba a pedirles cantidades de dinero que no poseían. Su hijo Pablo aún vivía con su madre. Todos los días llamaban a Félix para ver si necesitaba alguna cosa. El los atendía en el medio de límbicos estados de vigilia y ya sea con euforia o con la lengua arrastrada, en soledad o en compañía, informaba como podía sobre el cuadro de situación. Siempre mentía. «Estoy con unos colegas pensando un proyecto sobre…», lo que sea que nunca era. O «aquí seguimos preparando la revolución para las mariquitas progres», o «hace tres semanas que estoy limpio, creeme». Genoveva tenía la secreta esperanza de recuperar a Félix, aunque su actitud hacia él fuera delicada en extremo. Sabía que entrometerse nunca daba buenos resultados, sobre todo si nadie se lo pedía. Sentía pena por él pero a la vez sabía de su extrema lucidez y la decisión de destruirse por la ausencia de Casimira le generaba un cocktail de celos y piedad.

Pablo no se resignaba a asistir al suicidio de su padre. Nadie sabía cómo tratarlo. Era otro hombre, nada parecido a aquel artista brillante que supo ser hasta hacía tan solo una década, cuando las personas buscaban alguna excusa para llamar su atención, estar a su lado y luego salir disparando a contárselo a alguien. ¿Quién no había querido compartir su mesa? ¿Quién no se había sentido privilegiado al ser objeto de su mirada? ¿Qué mujer no se vanagloriaba de haber pasado por su cama? ¿Cuántas noches en vela dando cátedra sobre materias que no conocía seduciendo o engatusando a más de un desprevenido? ¿Qué político no quería contar con su venia? ¿Cuántos diarios se disputaron por un texto suyo ante un hecho de relevancia nacional? ¿Quién no hubo deseado en aquellos años de juventud haber sido tocado por su vara mágica?

Hoy nadie lo reconocía por la calle. Había bajado veinte kilos, llevaba una barba larga y no se podía respirar a su alrededor por la diversidad de hedores que traía con él. Aún así, lucía las últimas hilachas de elegancia que le quedaban. Había sido un hombre atractivo. Portaba el refinamiento del aristócrata dejado. Su hijo lo buscaba cuando se perdía y siempre lo encontraba. Los primeros años de la adolescencia compartió el dolor de padecerlo junto a su madre. Después decidió que él se haría cargo de la tarea de acompañarlo hasta el final, e intentó dejarlo solo la menor cantidad de tiempo posible. Una tarde de domingo pasó a saludarlo por el departamento de avenida Caseros. Tocó el timbre insistentemente y al cabo de unos minutos su padre atendió el portero eléctrico.

–Ahí voy –dijo Félix. Se puso el saco y bajó las escaleras a toda velocidad como si tuviera veinte años. Abrazó a su hijo algo agitado.

–¿No parezco un infante de marina norteamericano?…

–¿La verdad?

–La verdad no la quiere nadie, Pablo. No aprendés más. Decime que sí, boludo.

–Ok… no… ¡parecés un linyera!

–¡Ah, viniste filoso hoy! –le pegó un cachetazo en la cabeza y lo tomó entre sus brazos, ahogándolo suavemente, como cuando era niño. Jugaban, nunca habían dejado de jugar. En el infortunio, en las noches de resaca despertando en los hospitales, en el medio de algunas peleas con Genoveva, en sus ataques de furia, Pablo era la única persona en el mundo que seguía a su lado. Jugando. Incondicional. Siempre lo escuchaba y no se hablaba más de Casimira. Caminaron unos instantes en silencio entre las calles cercanas a la plaza Dorrego.

–Estoy escribiendo…

–Qué bien, ya era hora.

–¡Otro!

–¿Cómo otro?

–¿No sabés que hay cosas que llevan años? ¿Que no es soplar y hacer botellas? ¿Que no todo es Broadway y calle Corrientes? ¡Evangelistas de la moral productiva occidental!

–Papá, está buenísimo.

Félix bufa porque sabe que no tiene nada y no tolera la más mínima posibilidad de que alguien se dé cuenta de que está mintiendo o ponga en duda sus palabras. Este mecanismo que él conocía tan bien de las personas y que le había servido para explicar los comportamientos de algunos de sus personajes a través de tantos años, lo había atrapado y eso le resultaba insoportable. La debilidad y la falla no habían sido inventadas para él. Ahora él era parte del truco. Se detuvieron a comprar cigarrillos.

 

–¿Tu madre? ¿Sigue con el pavote ese? Particulares 30, por favor –dirigiéndose al kiosquero.

–Está contenta

–Me debés veinte pesos de la semana pasada –le dijo a Félix el kioskero.

–Bien por ella entonces. –Y al kioskero–: dale Rubiola, aguantame hasta mañana que cobro una platita.

Pablo saca de su billetera dos billetes de veinte pesos, le deja el vuelto al kiosquero y se lleva a su padre del brazo como a un niño.

–¡Te voy a cobrar el vuelto, Rubiola! Veinte menos un Particulares 30, me debés ocho pesos, yo no me olvido de la gente que me debe, ¡miserable!

Bajaron por Bolívar hasta la cortada Finochietto. Y ahora fue Félix quien tomó a su hijo del brazo y cruzó la calle a toda velocidad, alejándose de un cartel de publicidad de una veterinaria donde se veía a una mujer muy parecida a su madre, con un cachorrito en sus brazos dándole la mamadera.

–¡Uy mi vieja, rajemos, la puta que los parió!

–Papá no es la abuela y en todo caso ya está muerta.

–¿Y quién te dijo que está muerta, salame?

–Es una publicidad de alimentos para perros, viejo.

Fui a verla al cementerio la semana pasada…

–¿Y cómo estaba? ¿Muertita o había salido en una de sus rondas nocturnas a seguir cagándome la vida? Vos vas a ser, si no sos ya, de esa clase de gente que dice o peor, piensa «si no lo veo, no lo creo».

–¿Vos no te acordás de las clases de marxismo que nos dabas a mí y a mis amigos que solo queríamos ver pendejas en Internet?

–Ese era otro.

–El que fuera era mi papá, o sea, vos.

–Era otra época…

–Fue hace cuatro años y siempre es otra época, viejo.

–¡Viejos los trapos, che!

Félix intentó pegarle un coscorrón en la cabeza, pero Pablo salió corriendo unos metros adelante cuando su padre tropezó con una baldosa salida de la vereda. Cayó al piso y se pegó un golpe.

–Ya, ya, no me hice nada.

 

–Tenés sangre papá. Ahora sí Félix le pega un coscorrón, se toma del brazo de su hijo y se reincorpora.

 

Para ver el texto completo: http://www.revistacronopio.com/?p=17325

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