La sociedad actual va rumbo al cadalso en virtud de esa competencia desfigurada entre producción, eficacia y rendimiento, dando margen a lo que se ha llamado el “replantear la obsesión moderna por el rendimiento”, sacrificando el buen vivir, ya que creemos que cada minuto que pasa debe ser productivo o, al menos, que se vea un resultado tangible. Es un modo de vida acelerado que, de acuerdo con las tendencias, tiene que ir cambiando.
Estamos en esa era conocida como “la sociedad del cansancio”, en donde se nos invita a replantear el sentido de la vida y sus consecuencias. Y es que somos la generación más desinformada, en palabras de Suzana Valença, una portuguesa que resalta cómo el ser humano pierde el tiempo frente a las pantallas, consumiendo medios en virtud de esa viabilidad del acceso a la información. La cantidad no siempre significa calidad: aunque ello ayuda a una comunicación más variable, al mismo tiempo la dificulta por aquello de los gustos digitales.
Ahora hay que mirar críticamente este modelo de vida en donde “deberíamos jugar más y trabajar menos, entonces produciríamos más”, según Byung-Chul Han en su obra La sociedad del cansancio. No es elogiar la pereza, sino, por el contrario, una autoexigencia para no llegar al límite. Venimos de una sociedad en donde se priorizaba lo negativo al punto del “no puedes” o “no debes”, unas prisiones mentales que ponían límite a la existencia del individuo y en las que el poder se usaba para reprimir esa libertad. Pero ahora vemos cómo ese panorama cambió: buscamos una positividad en todo lo que hacemos, hasta el punto de que se vuelve tóxica. Variamos el “no” por el “tú puedes” o “nada es imposible”. Para algunos, la autoayuda está mandada a recoger debido a la malinterpretación de la forma en que debe ser utilizada.
Pero entonces el ser humano se encuentra con un problema aún mayor, y es esa necesidad de mantenerse al día con los acontecimientos locales, nacionales e internacionales. Antes era un hábito; ahora se hace “entre momentos de ocio, en medio de las prisas o el aburrimiento” (E. Patterson). Esto lleva a una conclusión lógica, pero dura: estamos conectados digitalmente, pero no sabemos bien qué es lo que sucede. Esa inmediatez de la información —a medias, muchas veces— ha degenerado en esa falta de acceso lógico. Es decir, podemos acceder a una gran cantidad de medios de comunicación y a opciones mayores de entretenimiento, pero no tenemos el suficiente interés en el material que se muestra, generando desinformación y, al mismo tiempo, ese ocio improductivo.
Hasta dónde pensar en que se desarrolle la idea de que somos nuestros propios amos, pero al mismo tiempo nuestros propios esclavos. Ya no tenemos una autoridad externa, pero queda la interna, y muchas veces nos convierte en ciegos por aquello de no poder “ver más allá de lo evidente”. Operamos de manera reactiva frente al enfoque de la producción, la multitarea y la superficialidad del material, que aunque nuevo, no deja nada productivo.
Tal vez el “no hacer nada” sea la solución: dejar que la vida pase y podamos descansar mentalmente, desarrollando esa cultura contemplativa en la que los japoneses nos llevan ventaja. Aunque algunos preferirán una “inactividad activa”, como pasear, caminar, optar por la música o inclusive mirar por la ventana; otros por “programar el aburrimiento”, no hacer nada durante determinado espacio de tiempo o estar en silencio sencillamente. Algunos dirán que es mejor olvidarse de la “productividad” y disfrutar de actos y cosas por placer: fomentar un hobby o tal vez pintar, leer y escribir.
Creamos una nueva forma de enfrentar el mundo, buscando una verdadera creatividad que engendre momentos de ideas volantes, de trabajos improductivos o negándose a esa autoexigencia constante, en donde el aburrimiento, en vez de ser un problema, se convierta en esa herramienta que permita desplegar todo el potencial humano.
El ser humano está hecho para comunicarse, para desplegar conexiones humanas, pues hasta allí nos ha llevado la evolución del cerebro. Somos animales sociales, parecidos a la tribu de la que habla Mario Vargas Llosa. Aunque nuestras conexiones son complejas, construimos vínculos profundos con el otro, confiamos, cuidamos el corazón y nos apoyamos mutuamente buscando conexiones significativas: aquellas que generen colaboración más profunda, evadiendo la vulnerabilidad, pues el cerebro está cableado para mejorar la salud mental, reducir el estrés y, en últimas, lograr la longevidad como vínculo afectivo.
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