La pequeña finca del Valle que cultiva pinos naturales para Navidad y vende casi mil unidades por temporada

Pinos Farallones, fundada hace 25 años, produce 2.500 árboles por hectárea en las montañas de Cali, sus árboles llegan a Medellín, Bogotá y otras ciudades

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diciembre 14, 2025
La pequeña finca del Valle que cultiva pinos naturales para Navidad y vende casi mil unidades por temporada

A cuarenta y cinco minutos de Cali, la carretera empieza a trepar hacia Pichindé y el paisaje cambia. El ruido urbano se disuelve entre montañas húmedas, y de a poco aparece una finca que, desde hace un cuarto de siglo, vive del tiempo lento: Pinos Farallones. Allí, donde el clima es más fresco y el aire huele a tierra mojada, una pequeña empresa se dedicó a cultivar árboles que duran apenas una temporada en las salas de los hogares, pero que requieren años de trabajo paciente para alcanzar su forma.

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La historia no comenzó como un proyecto grande ni calculado. Nació con la intuición de un hombre que regresó al país después de pasar una temporada en Estados Unidos, donde vio cómo la tradición del árbol natural para Navidad movía familias, rutas comerciales y paisajes enteros. Había trabajado en viveros y conocía los ritmos de los cultivos forestales. Pensó que en Colombia, donde casi todo el país compra árboles artificiales que se guardan durante años, podía haber un espacio pequeño para algo diferente. Un cultivo vivo, local, que creciera en montaña fría y ofreciera una experiencia cercana en una época dominada por lo sintético.

Así empezó Pinos Farallones, con un terreno modesto, herramientas prestadas y un puñado de árboles que no eran del todo lo que necesitaban. El primer desafío fue encontrar la especie adecuada. Pasaron por varias, algunas demasiado sensibles a la humedad, otras de crecimiento lento o forma irregular. Hasta que dieron con el ciprés aromático, un pino que logró adaptarse bien al clima de Pichindé y mantener una silueta densa, uniforme, capaz de sostener luces y adornos sin perder equilibrio. Con ese hallazgo quedó definido el camino: dos hectáreas dedicadas exclusivamente a esa especie, sin mezclas ni experimentos paralelos.

El cultivo se organiza con precisión. En cada hectárea pueden crecer hasta 2.500 árboles y todos siguen un calendario que no perdona descuidos. Un pino de Navidad necesita entre tres años y medio y cuatro para alcanzar la altura comercial. Durante ese tiempo, la finca nunca se detiene. Entre enero y septiembre se hacen podas de formación para corregir ramas rebeldes, se aplica abono cuando la tierra lo pide y se riega según el clima marque su ritmo. El trabajo es manual casi en su totalidad. Cada árbol pasa varias veces por las manos del equipo que lo cuida, porque de la regularidad de esa rutina depende que llegue a diciembre con la forma que buscan los compradores.

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La empresa opera bajo registro y supervisión del Instituto Colombiano Agropecuario, que exige prácticas sostenibles. En Pinos Farallones nunca se extrae un árbol con raíz. Lo cortan del tallo y, junto a ese hueco, siembran otro. La secuencia es estable: por cada pino que se vende, nace uno nuevo. Esa disciplina evita la degradación del suelo, mantiene la humedad natural de la ladera y asegura una renovación constante del cultivo. Además, todo lo que se poda o se descarta termina convertido en compost. La finca funciona como un ciclo continuo donde cada residuo regresa convertido en abono, una forma de mantener activo el suelo sin depender de fertilizantes externos.

Aunque la empresa vive del movimiento que trae la temporada, el trabajo fuerte se concentra en los últimos meses del año. En octubre llegan las primeras visitas, familias que suben a Pichindé para escoger el árbol que llevarán semanas después. Ese recorrido se ha vuelto parte del ritual. En noviembre comienza el despacho y, hasta el 15 de diciembre, la finca recibe a quienes prefieren retirar su árbol personalmente. La cifra final se repite casi siempre: cerca de mil personas suben en esos meses, pero no todas compran. Entre ventas en finca y envíos a Medellín y Bogotá, la empresa coloca alrededor de ochocientos pinos cada año.

Los precios dependen de la altura y siguen una escala precisa. Los árboles más pequeños, de metro y medio, se venden por alrededor de ciento noventa mil pesos. Los más altos, que llegan a los cuatro metros con treinta, pueden costar seiscientos ochenta mil. Son cifras que reflejan los años de trabajo detrás de cada unidad, pero también el carácter limitado del mercado natural en Colombia. La mayoría de hogares conserva pinos sintéticos que solo se reemplazan cada ocho o diez años. Por eso la empresa se sostiene con un segmento puntual, uno que prefiere la idea del árbol vivo, el olor a resina fresca y la experiencia de escoger cada diciembre un pino distinto.

Hoy, Pinos Farallones piensa en crecer. Planea ampliar el terreno de dos a cinco hectáreas, lo que permitiría triplicar la producción y asegurar disponibilidad para nuevos compradores sin afectar la atención a quienes han sido clientes por años. El plan incluye abrir otra hectárea en el corto plazo y seguir la misma lógica de renovación que ha sostenido el cultivo desde su origen.

En la finca, sin embargo, los planes siempre avanzan al ritmo del árbol. Nada ocurre rápido. Mientras el país cambia, mientras la Navidad se transforma y se llena de luces de colores que antes no existían, los pinos siguen creciendo centímetro a centímetro durante meses silenciosos. Y aun así, cada diciembre, cuando los camiones bajan por la carretera de Pichindé cargados de verdes simétricos, parece que todo hubiera ocurrido de un día para otro.

Esa es la paradoja del negocio: un producto que dura apenas una temporada y un trabajo que dura todo el año. Una empresa pequeña que funciona con lógica de granja y disciplina de vivero industrial. Pero sobre todo, un oficio que ha logrado sostenerse durante veinticinco años cultivando paciencia en un país que casi siempre corre más rápido de lo que crecen los árboles.

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