La niña que no sabía sonreír, relato de guerra

La niña que no sabía sonreír, relato de guerra

Salud Hernández rescata relatos sorprendentes de la Colombia olvidada

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enero 23, 2015
La niña que no sabía sonreír, relato de guerra

Era una figurita esquelética, con el estómago hinchado y bracitos como alambres. No dejaba de llorar.

La encontramos en Nambua, comunidad indígena a orillas de un río cristalino. Estaba sola, al sol, en una casa sobre pilotes, sin paredes, con el piso de tablones de madera y el tejado de eternit, algo alejada del resto de la comuni- dad. Al principio no nos acercamos, creyendo que su mamá o un adulto aparecerían en cualquier momento, hasta que no pudimos ignorar la angustia de su llanto y fue evidente su completo abandono. Espantamos el enjambre de insectos que le rodeaba y cuando intentamos acariciarla, lloró con más fuerza.

No sabíamos qué hacer, no teníamos nada para dis- traerla y solo se nos ocurrió ofrecerle una botella de plástico a la que apenas le quedaba un dedo de agua. La bebió con tal avidez que le subimos otra que teníamos en la canoa. El agua logró calmarla.

Al observarla con más detenimiento, nos llamó la atención su dentadura porque habíamos creído que era una bebé de meses no solo por su raquítico tamaño sino por- que no podía pararse. Era evidente que sufría una alarmante desnutrición.

«Nos la llevamos», le anunciamos a Orlando Chamí, Jefe de los Asuntos Indígenas de la alcaldía de Bojayá, muni- cipio del Chocó al que pertenece Nambua. Nos dio la razón, también consideró que no la podíamos dejar en esas condi- ciones, que nadie se ocuparía de la criatura, y de inmediato convocó al único hombre que se encontraba esa tarde en la aldea y al pequeño grupo de mujeres alegres, vestidas con faldas coloridas, que nos habían recibido minutos antes con amabilidad, y que estaban rodeadas de niños.

La diminuta comunidad embera de Nambua, a unas tres horas en canoa de la cabecera municipal, al borde del río Uva, afluente del Bojayá que a su vez vierte sus aguas sobre el Atrato, tuvo que cambiar de enclave hace un año por un derrumbe. Nadie les ayudó a reconstruir el poblado en el lugar que ahora ocupan, más plano y seguro, ni a sortear la pobreza que siempre les acompaña y que agravó la catástro- fe natural. Por eso varias chozas no tienen aún paredes, ape- nas un suelo y un tejado para guarecerse de los constantes aguaceros. Es el eterno contraste entre la exuberancia natu- ral que les rodea, de ríos transparente y montañas boscosas, y la carencia de casi todo lo básico en el poblado.

Hablaban en embera y Orlando nos tradujo que el pa- dre se había ido de viaje esa mañana y no regresaría hasta la otra semana. No existía una mamá para atenderla, se fue hace tiempo, y la madrastra tenía sus propios infantes que alimentar.

Cuando les informé que nos la llevábamos, les pareció bien. «El papá dijo que de todas formas iba a morir», co- mentó el hombre. Orlando tuvo que discutir con la madras- tra para que le prestara un pantaloncito para la niña. Nos fuimos tranquilos, nadie se despidió de la pequeña. Parecían aliviados de que les quitáramos una carga.

«Por desgracia esto ocurre en nuestra comunidades algunas veces. Nosotros trabajamos para cambiar esa cultu- ra, les enseñamos que a los hijos los tienen que cuidar, que sean responsables, pero aunque la mayoría lo hace, no todos atienden», explicó Orlando.

La niña durmió todo el trayecto hasta Bellavista –nom- bre del casco urbano de Bojayá. Al llegar, quedó ingresada en el centro de Salud. El médico diagnosticó desnutrición, la remitió a Quibdó y la dejó toda la noche con suero. «Cómo debía estar que consumió enseguida dos bolsas», comentó una mujer.

La pequeña no pronunciaba palabra ni sabía sonreír. Solo hablaban sus ojazos cargados de tristeza y su mirada perdida.

Orlando fue a buscar a un tío de la menor que esta- ba en el pueblo porque necesitábamos papeles. El pariente apareció enseguida con el registro civil. Pero ni siquiera se asomó a la modesta sala de urgencias donde la pequeña re-posaba en la camilla; entregó el documento y desapareció. Supimos entonces que en junio cumplirá dos años.

A falta de Fiscalía, denunciamos al papá en la Estación de Policía por abandono, con la intención de que no devuel- van a la niña a lo que nunca fue su hogar. El Comisario de familia ofreció todo su apoyo, pero al entusiasta equipo médico de Bellavista, que suple con amor y dedicación la falta de recursos porque Caprecom se olvidó de ellos, le preocupaba que la niña no estuviera inscrita en ningún sistema de salud. Temían que pudieran rechazarla en Quibdó. «Llévenla ustedes que les harán más caso», nos dijeron a Álvaro y mí.

Para evitar contratiempos, llamamos a Bogotá y el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar se puso al fren- te enseguida. Al día siguiente por la mañana, con la ayuda de Or- lando y del Secretario de Salud de la alcaldía, obtuvimos un permiso por escrito del gobernador indígena autorizan- do el viaje de la niña. Le pedimos que castigara al papá y Orlando opinó que era necesario enviar un mensaje nítido a su comunidad.

En Quibdó, a tres horas por el Atrato, un equipo del icbf y la Defensoría del pueblo la recogieron en el mismo embarcadero. Al ingresarla en el Hospital San Francisco de Asís, la primera sorpresa fue que los médicos ya la conocían.

«¿Otra vez por acá?», preguntaron en tono cariñoso. Pero ella, como siempre, no sonrió. Al parecer, una tía la llevó con una infección de piel que aún no se le había curado.

La examinaron y confirmaron que padecía «desnutri- ción y desequilibrio hidroelectrolítico». Permaneció cuatro días internada, después pasó a manos de una madre sustitu- ta mientras le abrían un cupo en el Centro de Recuperación Nutricional del icbf. Me mandaron por celular una foto desde su nuevo ho- gar o, mejor, desde su primer hogar: en brazos de su mamá sustituta, con un vestidito rosa salpicado de nubes blancas, agarrada a una muñeca, el gesto serio y unos ojos grandes que empiezan a brillar.

 

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