La Navidad del rencor

La Navidad del rencor

El 24 de diciembre de 1822, Pasto vivió uno de los episodios más violentos de su historia, uno que partió su historia en dos

Por: Guillermo Segovia Mora
diciembre 23, 2022
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
La Navidad del rencor

“Simón Bolívar, asesino del pueblo pastuso”, gritaba un grafiti en las paredes de Pasto por los días de las celebraciones del Bicentenario del Grito de Independencia en la Nueva Granada (20 de julio de 1810). Eso mismo es lo que opinan algunos historiadores nativos sobre los hechos acaecidos el 24 de diciembre de 1822 en Pasto: con reprobable sevicia, las tropas del ejército patriota comandadas por el Mariscal Antonio José de Sucre, con el temible Batallón Rifles en la vanguardia, retomaron la ciudad por orden del Libertador para reducir la enconada resistencia de una sociedad que en lealtad a la corona española se había opuesto una y otra vez, con triunfos, retiradas y derrotas, a ser parte de la causa republicana. 

Como tantas cosas de la historia centralista, épica y heroica construida sobre nuestro pasado, ese hecho doloroso es desconocido o distorsionado y generó en un sector de la comunidad pastusa un resentimiento hacia una institucionalidad centralista impuesta, a la que con disgusto se fue adaptando con los años. En el centro del país (al norte) popularizó incomprensión y sorna contra los pastusos que apenas empiezan a superarse, gracias a aproximaciones explicativas que intentan profundizar en las causas, las relaciones y las emociones que motivaron esas posiciones, actitudes, comportamientos y el desencuentro entre Colombia y Pasto. 

El afecto a la monarquía por los pastusos, sin embargo, no estuvo exento de rebeldía, al punto que el primer pronunciamiento contra la Corona en la América española salió de la garganta del prócer Gonzalo Rodríguez, “el precursor de precursores”, muy pronto. En el siglo XVI, violentas asonadas indígenas, duramente reprimidas, contemporáneas del sonado levantamiento comunero del Socorro, echaron para atrás diezmos, alcabalas y estancos en Pasto, Túquerres y Tumaco. La primera batalla por la independencia en el continente se libró en Funes. Las primeras heroínas de la causa libertaria fueron damas pastusas fusiladas por su apoyo a las huestes patriotas. Y, por si fuera poco, el pueblo de Pasto, a través de su cabildo, suscribió una declaración de adscripción a la emancipación y tuvo un gobierno republicano en cabeza del caleño Caycedo y Cuero durante diez meses, en 1812. 

En adelante, los desacuerdos con los propósitos reformistas del liderazgo patriota, que arriesgaban la autonomía comarcal derivada de una insularidad entre riscos mas no aislada, una economía de supervivencia e intercambio, una vida austera sin sobresaltos, un vasallaje fiel simbólicamente recompensado con tacañería, grandes haciendas y tierras comunales en un mismo régimen y un apego religioso fanático de indios, mestizos pobres y élite acaudalada, generaron una amarga época de cruentos enfrentamientos. 

Las tropas patriotas, desde la proclama de Independencia, en su afán de avanzar y expandir la enseña libertaria al sur se toparon con una geografía intransitable y mortal, desde los demenciales calores del Patía, el vértigo del agreste cañón del Juanambú y un paso cundido de precipicios y esfuerzos inhumanos en la escalada en las proximidades de Pasto —“las Termópilas de América”, describió el General Santander—. También tuvieron que lidiar con un pueblo bravío, fiel y obstinado que durante varios años defendió hasta con las uñas su realismo. 

Milicias y tropa monárquica derrotaron a las fuerzas independentistas quiteñas en Funes en 1809 y Pasto en 1811. Derrocaron al breve gobierno republicano de Caycedo y Cuero y repelieron las arremetidas, amenazas y actos que consideraron felonía del gringo Macauly —quien, ante el rechazo, ofreció reducir a Pasto a cenizas—, hechos que culminaron con el fusilamiento de estos personajes y decenas de oficiales patriotas. En mayo de 1813, las tropas de Antonio Nariño no pudieron llegar a “comer el pan que lo hacen del bueno” que les ofreció, pues fueron contenidas en las goteras de la villa, con la captura y destierro del precursor, en cuyo honor se levantó, en el siglo XX, una estatua en la plaza principal, en un acto de reconciliación y nobleza de su gente. La ciudad fue centro de operaciones y apoyó con pie de fuerza la resistencia a la Primera República, la Reconquista de Morillo y los últimos esfuerzos realistas por frenar la Independencia. 

Tras el triunfo de Boyacá y la liberación del centro de la Nueva Granada, la estela victoriosa del ejército patriota se estrelló con la milicia pastusa en la Batalla de Genoy, el 2 de febrero de 1821, parando en seco la orden de Bolívar a Manuel Valdés de someter a Pasto. Dosis similar le propinaron meses después, el 12 de septiembre, a los destacamentos del General Sucre, en la localidad de Huachi, cerca de Ambato, Ecuador. Con la victoria patriota en Pichincha, el 24 de mayo de 1822, se revirtió la situación. El armisticio pactado con el ejército realista incluyó a Pasto, pero sus habitantes se resistieron airadamente. 

El 7 de abril de 1822, en Bomboná, el ejército republicano al mando del Libertador confronta a los realistas en una agotadora y desgastante jornada que termina en tablas con la anécdota de los comandantes adversarios (Bolívar y García) procurando mostrar su preminencia. Durante semanas los enemigos se rondaron dándose tiempo. El comandante español Basilio García conocía del armisticio y maniobró para sacar ventaja de un trato con Bolívar, quien ignoraba las noticias provenientes de Quito. 

Finalmente, el 6 de junio, se firma la capitulación de los reductos monarquistas. Bolívar concede a los pastusos un tránsito sin vindictas al régimen republicano, respeto de la propiedad, y exención de tributos a los indios. A día siguiente, entra a Pasto con el avenimiento de las autoridades y personas de la élite, entre ellos el obispo de Popayán, Salvador Jiménez de Enciso, quien, tras años de denostar y maldecir al “mismo demonio” y ofrecer a los antibolivarianos que de morir por la causa “entrarían con derechura al cielo”, en un cambio de bando digno de los tiempos actuales, y estimulado por el propio Libertador, para atemperar la iracundia popular, lo recibió con bendiciones. 

Desde el Ecuador, algunos mandos realistas en desbandada retornan a Pasto para intentar recuperar la ciudad, objetivo en el que instigan al levantamiento liderado por el militar José Benito Boves, Agustín Agualongo, Estanislao Mercanchano y otros indígenas, mestizos y negros enmontados, que, en nombre del rey, “traicionado con la rendición”, mantuvieron en tensión la ciudad por varios años. El 28 de octubre de 1822 estalla la ofensiva antirrepublicana con la toma de Pasto y el nombramiento de Mercanchano como gobernador. 

Sucre y Córdova, prestos para atacar al Perú, objetivo final de Bolívar para desterrar el imperio español, avanzan desde el Ecuador para sortear el escollo y son repelidos por Boves y su gente en el 22 de noviembre en Taindala, en el cañón del río Guaitara, cerca de Túquerres. Tras tormentosos esfuerzos, un mes después, la tropa patriota despoja a los insurrectos de esa ubicación, no sin antes padecer de nuevo las descargas de fusil y piedra de los indios parapetados en lo alto de la montaña, lo que excitó el rencor y ánimo de venganza por el inhumano sacrificio de combatir peña arriba en desventaja. Benito Boves y su gente corrieron en desbandada, Agualongo y Mercanchano se escondieron, dejando a la inerme población de Pasto a su suerte. 

La ira acumulada por los patriotas tras años de derrotas en “el país de los pastusos”; las bajas, deserciones y padecimientos en una ruta de espanto; la terquedad de los pobladores de no aceptar la nueva situación; el rompimiento inexcusable de una tregua que suponía el fin de la confrontación; la angustia de Bolívar al ver a Pasto convertida en burladero a su ambición de gloria que sería coronada con una victoria patriota en el Perú —“...es la puerta del sur y si no la tenemos expedita, estaremos cortados por siempre; por consiguiente es de necesidad que no haya un solo enemigo nuestro en esa garganta”—, fueron factores que rebosaron la copa y la cordura. Antecedentes que explican, más no eximen ni justifican la responsabilidad del mando patriota en la noche aciaga del 24 de diciembre de 1822. 

Vencidos los obstáculos de acceso y poseída por la rabia incontrolable, la tropa al mando de Sucre se dio a la comisión de todo tipo de excesos, actos aberrantes, robos, violaciones y una matanza demencial. El General José María Obando, que mutó de realista a patriota y en el inicio de la era republicana sería polémico protagonista de la historia de Pasto y el país, consignó en sus memorias: “No sé cómo pudo caber en un hombre tan moral, humano como Sucre el entregar a aquella ciudad a muchos saqueos, de asesinatos y de cuanta iniquidad es capaz la licencia humana”. La cifra de muertos, entre ellos ancianos, niños y mujeres, se calcula en cerca de 300, un genocidio en una ciudad que no superaba para entonces los 7 mil habitantes.

La aversión al empeño bolivariano se acrecentó con las estrictas medidas ordenadas por el Libertador para asegurar la plaza, al entrar a la ciudad amedrentada en el despuntar el año nuevo de 1823, deshaciendo las promesas de buen trato suscritas en las capitulaciones. Destierros, alistamiento forzado en la tropa tras engañar a los varones con ofertas de salvoconductos, confiscaciones y expropiaciones a favor de mandos castrenses y horrorosas ejecuciones, fueron las sanciones aplicadas con saña por el inclemente Salom y otros oficiales designados por Bolívar, que así acicatearon la insubordinación en los sectores populares, ya que las élites avalaron el nuevo poder. No obstante, rasos alistados a la fuerza y oficiales pastusos fueron fundamentales en la Batalla de Ayacucho, que selló la Independencia sudamericana. Se dice que las notas del bambuco La Guaneña y el inspirador grito “¡paso de vencedores!”, del coronel José María Córdova, fueron determinantes en la victoria comandada por el Mariscal Sucre en el Condorcurca. 

Durante un tiempo, una insoportable inestabilidad, en medio de asaltos y emboscadas, se convirtió en muralla impertinente para rematar la epopeya libertadora hacia el sur. La historiadora Marcela Echeverry, sostiene que uno de los objetivos de los levantamientos “A no dudarlo, era impedir el encuentro de Bolívar con San Martín en Guayaquil”, que definiría los pasos a seguir para emancipar a Perú y consolidar la Independencia de la América de sur de la dominación española. Pero más allá de ese propósito acorde con la lógica de una rebelión en defensa del sistema imperante, a estas alturas también era indudable que en los realistas pastusos bullía un ánimo de venganza y supervivencia al saberse ante una amenaza de destrucción, dado que la consigna de los patriotas era imponerse sin concesión y a cualquier costo. 

En Junio de 1823, los rebeldes realistas derrotan a Juan José Flores, toman Pasto, imponen su mando e intentan expandir la guerra al Ecuador; el 17 de julio, Bolívar vapulea cruentamente a Agualongo y su gente en Ibarra; el 18 de agosto, el adalid vuelve sobre Pasto y obliga la retirada de Salom y sus hombres; en diciembre, el general Mires desaloja con superioridad a los realistas; Agualongo, reducido, se dirige a Barbacoas en busca de recursos y un supuesto respaldo del ejército español desde el Perú, para ser finalmente derrotado, capturado y enviado a Popayán, donde fue fusilado, el 13 de junio de 1824, tras pedir no ser vendado y gritar a todo pulmón “¡viva el rey!” 

Desde bien temprano en las aspiraciones emancipadoras de la Nueva Granada, surgió la malquerencia de los mandos y autoridades republicanas hacia los pastusos, firmes en la defensa de la monarquía, sus creencias atávicas y las relaciones sociales imperantes. A los llamados patriotas a sumarse a su causa, los notables pastusos, y luego los irreductibles guerrilleros, respondieron con vehemencia que no era su propósito “mudar de sistema”, que las promesas eran engaños y que los dejaran tranquilos como habían vivido. 

A las conminaciones, respondieron con ardentía y orgullo: ¡Aquí los esperamos! Posición que, junto con una tenaz resistencia con pocos rifles y muchos machetes, palos, lanzas y guijarros, los colocó en el bando de los peores enemigos. Con Numancia comparó Bolívar su templanza. Los intercambios epistolares sostenidos con intermitencia durante tres lustros dan cuenta del escalamiento de las tensiones en un ciclo continuado de llamados, amenazas, rechazos, combates y pausas, cortas o largas, de nerviosa expectación. 

Hastiado con las respuestas de la contraparte, en comunicación del 6 de abril de 1814, Antonio Nariño advertía al Cabildo de Pasto adverso y contestatario: “… y por última vez digo a Usía muy ilustre, que si me hace un solo tiro, fiados en la indulgencia que he usado en todos los pueblos de mi tránsito, Pasto queda destruida hasta en sus fundamentos… Es preciso que antes de romper fuego, se decida abiertamente a hacer causa común con nosotros o a quedar destruida, y destruida de un modo que jamás pueda volver a ser habitada”. 

Amenaza a la que el Cabildo a su vez ripostó: “Sería impertinente preguntar a Usía con que autoridad viene a invadir a un pueblo que halla su conveniencia en vivir bajo las sabías y equitativas leyes del Gobierno español, porque por lo mismo se trata de invasión… puede Usía escoger a lo largo del Juanambú, el punto que le parezca más a propósito para terminar nuestras diferencias. En todos ellos encontrará Usía pastusos y encontrará víctimas generosas decididas a ser inmoladas sobre los altares de la patria…” 

Una década después, ante el levantamiento popular realista que rompió el armisticio logrado luego de la Batalla de Bombona, Bolívar, encolerizado, el 28 de junio de 1823 lanza una proclama virulenta: “La infame Pasto ha vuelto a levantar su odiosa cabeza de sedición… Esta vez será la última de la vida de Pasto: Desaparecerá del catálogo de los pueblos si sus viles moradores no rinden sus armas”. Y para no quedar en palabras, en Ibarra, enfrentó iracundo (se rumora que alicorado) la montonera de Agualongo, que vio caer a cerca de ochocientos de sus paisanos. 

Ni las catastróficas derrotas, ni la evidente superioridad militar de los republicanos amilanaron o hicieron claudicar a los pastusos. Las ofertas pacificadoras del General Santander, encargado del gobierno, y de Bolívar, al mando general de la tropa patriota en la cruzada libertaria del sur, consternados con el cruel empecinamiento y estorbo a los planes libertarios, eran rechazadas en forma delirante, pero cargada de dignidad y fidelidad. 

Una propuesta de Santander del 6 de noviembre de 1923, en tal sentido, recibió la contestación estrambótica de Mercanchano: “No entraré en otra negociación, no siendo en la que Colombia rinda las armas y vuelva al rebaño donde se descarrió desgraciadamente, cual es la España y sus leyes; de lo contrario tendrán sus hijos la gloria de morir por defender los sagrados derechos de la religión, la obediencia al rey, su señor natural, primero que obedecer a los lobos carniceros e irreligiosos de Colombia”. 

En los estertores de la resistencia realista y consolidada la Independencia, desde Bolivia, el Libertador, aun precavido, obsesionado y consciente de los sufrimientos causados en su campaña, escribió a Santander, el 21 de octubre de 1825: “Los pastusos deben ser aniquilados, y sus mujeres e hijos transportados a otra parte, dando aquel país a una colonia militar. De otro modo, Colombia se acordará de los pastusos cuando haya el menor alboroto o embarazo, aun cuando sea de aquí a cien años, porque jamás se olvidarán de nuestros estragos”. 

Sentencia que recogería tras sucesivas estancias en la ciudad, entre 1826 y 1830, al comprobar el despoblamiento y la miseria en que la guerra había dejado esa comarca y la melancólica tranquilidad de sus diezmados habitantes, comprometiéndose a procurar mermar tales padecimientos. Pero su orden de que Pasto debía ser “destruida hasta en sus elementos” y la referencia "los pastusos son los demonios más demonios que han salido de los infiernos", grabadas en la memoria de generaciones, contrario al culto en otros lugares de América, dejaron, en muchos pastusos, resentimiento y odio al “más tirano de los intrusos”. 

El repudiable episodio de la Navidad sangrienta, como tantos otros que degradan al ser humano en medio de la bestialidad de las guerras, ha servido en Pasto para fundamentar hasta el presente en el imaginario de algunos publicistas y jóvenes rebeldes, ávidos de héroes y mitos fundacionales propios, un contradictorio y obcecado antibolivarismo, a veces extremado con nostálgicas evocaciones monarquistas, y la exaltación fantasiosa de las hazañas de Agustín Agualongo. 

En la trampa antinómica cayó la regional sur de la guerrilla bolivariana Movimiento 19 de Abril, al sustraer de la Iglesia de San Juan Bautista los supuestos restos del valiente, leal e intransigente líder realista para reivindicar su rebeldía, en un operativo similar a la “recuperación” de la Espada de Bolívar en Bogotá con la que se dio a conocer en 1974. Estos elementos antagónicos en su significado fueron devueltos por el M-19 al gobierno con la firma de la paz en 1989. 

Antonio Navarro, mando del grupo y luego constituyente, al parecer partícipe del mencionado “operativo”, en una iniciativa inexplicable, como alcalde de la ciudad propuso cambiar el nombre de la Plaza de Nariño (en honor al prócer traductor primigenio de los derechos del hombre y el ciudadano) para honrar al caudillo monarquista y, en 2010, conmemoración del Bicentenario de la Independencia Nacional, siendo gobernador, decretó el “Año Agualongo”, en cuyo acto central se rindió homenaje a la urna mortuoria, retirada de la iglesia —a donde Navarro la había regresado— y trasladada, en desfile encabezado por él, a la plaza en la que se realizó una programación artística y académica y una misa campal bajo la enseña “por nuestra tierra, ¡Agualongo vive!” 

Esa visión reivindicativa anacrónica de ribetes pasionales renace de cuando en cuando en el arte y la literatura, como es el caso de la novela La carroza de Bolívar de Evelio Rosero, publicada en 2012, en la que el escritor hermana al revolucionario Carlos Marx con el ultraconservador pastuso Rafael Sañudo —ambos autores de cuestionadas biografías por sus exageraciones y animadversión— para fundamentar la “desacralización” del patriota venezolano, desaprobar su causa, mermar su hazaña y cobrar cuenta de sus desafueros. 

La carroza “El Colorado” del artesano Carlos Riberth Insuasty, ganadora de los Carnavales de Blancos y Negros de 2015, apela al nombre de un barrio, supuestamente llamado así por el río de sangre derramada aquella Navidad, para nombrar un motivo plagado de referencias condenatorias a Sucre y Bolívar y sus subalternos, aunque para otros no es más que la referencia al color del suelo de origen volcánico en las laderas del Galeras. Algunas canciones del grupo folk Bambarabanda, como de otros conjuntos de música andina, son temas de protesta sobre la realidad actual, pero no dejan de reclamar a Agualongo como inspirador de su inconformidad. 

Desde la propia Pasto son ingentes los esfuerzos de intelectuales y académicos por orientar una apreciación que, más allá de los incidentes, a veces imposibles de eludir como la Navidad triste, valore la magnitud del empeño bolivariano por la libertad de las colonias americanas de España, sin dejar de censurar las tropelías de esa obsesión intransigente. Libertad que los pastusos de entonces identificaban con el derecho a proclamarse súbditos de la monarquía, y algunos hoy reclaman para fundamentar una beligerancia progresista. Un oxímoron en una historia patria plagada de falsedades. 

Una nueva corriente de historiadores profesionales envía otras señales. “Los indios de Pasto contra la República (1809-1824)” de Jairo Gutiérrez, Premio Alejandro Ángel Escobar de Ciencias Sociales en 2007, desentrañó las raíces de la subordinación y la resistencia, con relación a la propiedad y los arreglos sociales en torno a la explotación de la tierra, en donde la defensa del haber comunitario se mantiene hasta hoy. Marcela Echeverry, a partir de las negociaciones y acomodos al interior de las relaciones monarquía—súbditos, señala que la de los indios pastusos realistas “estaba lejos de ser una actitud “ingenua” y conservadora. Fue una opción política que los beneficiaba según sus posiciones de clase al interior de las comunidades”. De paso, refuta la historiografía patriótica que alimentó la escuela primaria de los colombianos, construida a partir de la discriminación y el supremacismo de la imposición republicana, basada en relatos de protagonistas parcializados como José Manuel Restrepo o José María Espinosa. 

Como sorpresa, en el bicentenario de la Navidad negra, la historiadora pastusa Isabel Arroyo, con “Pasto. Al borde de la Nación al centro de la historia (1822-1839)”, tesis doctoral y mención de honor 2020 del premio Alejandro Ángel Escobar, inscrita en las nuevas perspectivas de la historiografía, da un vuelco interpretativo a la interpretación tradicional del realismo pastuso y de la forma como la región, que abarca a la ciudad, en sus demandas propias o como escenario de las reyertas políticas caudillistas, se integró, desde la periferia y, en muchas ocasiones, como epicentro, a la historia nacional. 

Si se atienden bien los nuevos hallazgos, no tiene por qué extrañar que Pasto y el departamento de Nariño, tras un exasperante conservadurismo, sean en la última media centuria, y a pesar de los hondos conflictos que los atormentan, un importante bastión electoral de izquierda y progresista, cada vez más abierto al país y al mundo, desde la revalorización orgullosa de su idiosincrasia y valores. Es hora de aceptar que la Navidad sangrienta es un hecho del pasado. 

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