La infernal travesía para ir de Villavicencio a Bogotá

La infernal travesía para ir de Villavicencio a Bogotá

Hay al menos cinco modos de hacer este recorrido. Óscar escogió la ruta de los galpones. Entre varios transbordos y largas caminatas logró llegar a su destino. Crónica

Por: Oscar Fernando Ardila Rincón
agosto 06, 2019
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La infernal travesía para ir de Villavicencio a Bogotá
Foto: Pixabay

Mucho se ha dicho de los trastornos que ha generado el derrumbe de la vía Bogotá-Villavicencio y de los perjuicios para los metenses en términos de la disminución del turismo y del incremento de los gastos para transportar sus productos hacia el interior del país. Para nadie es desconocido que los habitantes de esta región tienen que seguir un periplo riesgoso, incómodo y costoso para poder llegar a Bogotá a cumplir con tratamientos y citas médicas, entre otros compromisos.

En la actualidad existen cuatro posibles rutas para la aventura de visitar Bogotá, bueno, cinco contando la trocha de la cual quiero compartir la siguiente crónica. Entre las rutas frecuentes se encuentran: la vía alterna por Sogamoso que demora 12 horas y que lleva al pasajero a recorrer un buen tramo de la geografía casanareña y boyacense; luego, con igual afluencia de personal, es posible tomar la vía por Guateque, que demora 8 horas en condiciones ideales; si el pasajero quiere disfrutar de paisajes extremos se puede ir por Gutiérrez y demorarse alrededor de 6 horas de intensas sacudidas en un campero; si usted no sufre de mareos por la cantidad de curvas puede tomar la carretera por Medina, siendo esta posibilidad otra muestra de la negligencia del Estado para mantener al día la infraestructura del país. Pero ahora sí a lo nuestro, hablemos de la travesía que tuve la fortuna de llevar a cabo.

Son las 7:00 de la mañana, suena mi despertador, está lloviendo, como es usual en Villavicencio desde febrero hasta diciembre. La humedad es alta y el clima invita a seguir durmiendo, no obstante recuerdo que mis hijos me esperan, así que no queda otro remedio. "¿Por cuál ruta nos iremos hoy?", me pregunto. Cojo el celular, llamo a Guillermo y le pregunto: "¿panita, cómo amaneció la ruta de los galpones?". "Todo bien, Osquitar, se puede, se puede, pero ¡tiene que salir ya!", me responde.

Ese “ya” significa que no se sabe en cuánto tiempo se cerrará el portal místico por la caída de piedras. La vaina se va calentando al nivel de las Crónicas de Narnia. Empaco un par de cosas en un maletín que me pongo a la espalda, liviano para poder caminar. Me dispongo a dirigirme al primer transporte. Ese campero me transporta cerca a Pipiral. Ahí conozco a Gladys y Hernando, que se convertirán en mis compañeros de viaje. Una ligera brisa llanera nos acompañará en adelante.

Llegamos a Pipiral, una estrecha calle que separa dos hileras de casas y al fondo una estructura que semeja un antiguo peaje. Allí, de forma muy organizada, se van llenando los colectivos que llevan a la gente por módicos 3.000 pesos a la siguiente estación. El tramo demora unos quince minutos, un poco más, un poco menos. En algunos momentos miro los paisajes hermosos, las nubes que coronan las montañas, el rostro de los campesinos y la sonrisa de los niños que viajarán a Bogotá por la pared, así le llaman a la trocha. La pared es eso, una trocha cuesta arriba que rodea el derrumbe de aproximadamente 180.000 metros cúbicos de tierra y piedra que cayeron del volcán. Es importante tener en cuenta ese detalle: la gente de la región dice que en esa zona hay un volcán. No hay científico que les pueda decir lo contrario.

En Guayabetal desayunamos en la plaza de mercado. La pareja de ancianos me mira. A esa altura ya me hacían chiste. "Desayune para que tenga fuerza", me dicen. Al mercado entraba y salía policía, me observaban, indagaban qué tanta gente se preparaba para salir. Como reportero que no mira a los ojos si no es necesario me concentro en el café endulzado con aguadepanela. Se une a mi grupo un señor delgado, de facciones rústicas, con una maleta pesada. Ese guerrero sube la pared a paso lento.

Arrancamos a caminar por detrás del mercado, siguiendo un sendero que comunica esa parte del pueblo de Guayabetal con el puente de Perdices. En ese lugar vi el túnel falso y al final de este el arrume de roca, barro y desidia. En buen español se puede decir que esta vía es una colección de chapuzas. Iniciamos el ascenso a buen paso. Los baquianos me cuentan que esta trocha no existía, que se fue haciendo muy rápido con las pisadas de los habitantes de la región, de los curiosos, de los aventureros y de los que se resisten a tener que ir al extremo del Casanare para entrar por Tunja. Esta es la ruta de los rebeldes, aunque a veces la rebeldía salga cara, como le pasó al tipo que se cayó por un lado de la montaña. Ni ese hecho ha logrado que se cierre este paso. Mejor dicho, vale la pena decir que el paso está cerrado, no existe oficialmente, pero en Colombia la banda amarilla de “peligro” no es suficiente. El colombiano es un guerrero al que le gustan los ascensos difíciles. No es casual que las etapas de montaña de las carreras de ciclismo nos deleiten.

Subimos durante algo así como unos 45 minutos, literalmente agarrados de los troncos de los árboles y las ramas. A mitad de camino hay una especie de cambuche improvisado con tejas. Se nota que otrora fue un campamento porque en su interior encuentro restos: unas botas de caucho, lo que fuera una greca de tinto, una mesa en ruinas y hasta un gorro de lana. Esperamos al caminante de la maleta grande. Continuamos.

Hay un momento de la ruta en que caminamos muy pegados al río negro, ahora amarillo por el lodo que baja de la montaña; corre raudo y veloz abriéndose paso. El río se ve inofensivo pero ese caudal es poderoso y lleva fuerza. Arrastra lo que se le ponga enfrente.

Tan pronto se llega a la cima se avizora en la base, a lo lejos, el pueblo de Guayabetal y la parte de atrás del derrumbe. Detrás de mí llega el viajero de la maleta grande. Nos detenemos por un momento y me muestran el lugar por el que cayó hace muy poco un viajero poco experimentado. "Lo más peligroso de andar por una trocha, es no hacer caso", dice don Hernando. "A ese pobre lo recogieron 200 metros abajo, todo raspado", le dijo el hombre a su esposa y reanudaron su marcha. Yo, simplemente les sigo haciendo caso de para evitar sorpresas. Si hago caso, en el fondo no soy un rebelde.

—Ahí cerca están los galpones— comenta el baquiano.

—Lo siento en al aire— afirmo yo —huele a mierda de pollo.

—jajaja— ríe la anciana madre —ese olor es de gallinaza.

En esas instancias venimos lavados de pies a cabeza, yo soy el más empapado. En el camino de ascenso veo familias con niños pequeños que se mueven por la montaña con la agilidad de las lagartijas de tierra caliente. También veo trabajadores de la concesionaria con la cara manchada de sufrimiento. Me llama la atención ver caminantes provenientes de Bogotá, algunos con el atuendo pertinente, otros con sus zapatillas de marca vueltas una nada. Presiento que las transnacionales no fabrican sus artilugios para nuestras necesidades y por eso no igualan a las cotizas campesinas.

Después de pasar por un lado de los galpones salimos al camino veredal, ese sí en buen estado. Los galpones ocupan una buena parte de esa planicie, por encima de ellos las nubes, el cielo. "A pocos metros de la entrada lo bajan en moto, joven, por 5.000 pesos. Nosotros vamos a bajar a pie, porque queremos aprovechar las piernas", dice la señora. Empezamos el descenso, las piernas se aflojan. A la orilla del camino se pueden ver suspendidos en la alambrada de las cercas algunas chaquetas, restos de maletas y andrajos de una camiseta de “La vinotinto y oro” (a buen entendedor, pocas palabras). Fue más o menos un trecho de 20 minutos. Nos esperaban unas busetas pequeñas. De ese punto hasta el peaje El Naranjal” cobran 3.000 pesos, pero si quiere almuerzo se le arma el paquete en 10.000 pesos. En ese estado del recorrido ya éramos amigos de todos, los conductores de la ruta nos saludan con respeto, nos burlamos de la situación, del estado de la vía y de las excusas del Estado. Si el pasajero quiere comprar una capota para cubrirse de la lluvia le vale 5.000 pesos.

En Naranjal se toma una buseta un poco más moderna en 5.000 pesos hasta Cáqueza. La pareja de ancianos se baja en Puente Quetame. Les doy las gracias con la intención de transmitirles mi admiración por resistir, aunque en el fondo de mi ser siento rabia porque creo que los colombianos nos acostumbramos rápido al sufrimiento. Cuando la resistencia es prolongada y la situación no cambia, el corazón se endurece y la mente normaliza la realidad por más cruda que esta sea. Por eso no es difícil entender que podamos asumir como si nada el hecho de tener que pagar “solidariamente” un dineral a la mafia que ha demostrado su adocenamiento para solucionar el tema de una vía que lleva más de 20 años en construcción.

Reviso mis gastos y llego a una conclusión: es posible que la decisión de tomar este tipo de rutas obedezca a la falta de recursos de la gente que usa la trocha y de la cantidad exagerada de tiempo para trasladarse desde el interior del país por las vías habilitadas. Esa es una señal evidente de la falta de entendimiento de las necesidades de la Orinoquía. Dicha situación ya viene siendo denunciada hace mucho tiempo por los cronistas legendarios. En lo que respecta a quien les escribe, aprendí a través de este acercamiento que el sufrimiento tiene caras imperceptibles que es posible que estas letras no logren mostrar. Gracias a Gladys y Hernando. Ellos no lo saben, pero vivirán por siempre en mi corazón. Fin de la ruta. En total gasté 26.000 pesos hasta Bogotá contando el desayuno. En tiempo fueron 5 horas.

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