La infancia es la patria: otro prólogo a 'Memoria por correspondencia'

La infancia es la patria: otro prólogo a 'Memoria por correspondencia'

Cada tanto la literatura y el mundo editorial nos presentan alguna impactante historia con una atormentada niñez como protagonista

Por: Darío Sarago
septiembre 18, 2018
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La infancia es la patria: otro prólogo a 'Memoria por correspondencia'
Foto: Pixabay

A través de vicisitudes como las de Oliver Twist o Huckleberry Finn reconocidos y expertos escritores han sabido transmitir a lo largo de las generaciones los tormentos padecidos por muchos pequeños en distintas épocas y lugares. Por su parte, el cine se ha valido en mayor medida de este recurso y ha reflejado en la pantalla grande verdaderos infiernos de niños explotados de todas las formas posibles. Me vienen a la cabeza, por dar algunos ejemplos, Alemania, Año Cero (1948) y Slumdog Millionaire (2008).

La constante en estos casos, sin embargo, es una marcada inclinación por la ficción; incluso en nuestro entorno local o latinoamericano, pese a que los países de estas latitudes están colmados de historias reales sobre tratos crueles a menores. Para no ir muy lejos en un botón de muestra: La vendedora de rosas (1998) de Víctor Gaviria. Allí se funden las cruentas vivencias de un grupo de niños en Medellín (actores naturales y, lo peor, víctimas reales de las circunstancias), con la fantasía del cuento La vendedora de cerillas del danés Hans Christian Andersen.

Por este resquicio entre ficción y realidad que deja el arte se filtra Memoria por Correspondencia: un compendio de 23 cartas de la pintora y artista colombiana Emma Reyes, escritas entre 1969 y 1997 a su amigo y mentor Germán Arciniegas, y que hoy ven la luz por mediación de Gabriel García Márquez tras su infidente lectura. Aquí la autora narra al pie de la letra los episodios de su infancia, valiéndose de una estética que hace de la catarsis expuesta un emotivo testimonio, más que personal, humano. A decir verdad, demasiado humano, por retrotraer la mirada y voz fehacientes y puras de una chiquilla de no más de cinco años hasta entrada la adolescencia.

En una habitación oscura, sin ventanas y con una única puerta cerrada, de una calle marginal en un barrio popular de Bogotá en los años veinte del siglo pasado, tres pares de ojos de infantes se abren ante el mundo al inicio del relato. Lo que encuentran de primera es podredumbre y desamparo. Es decir, realidad. Y aunque a lo largo de las siguientes páginas el maltrato no cesa y el entorno hostil se mantiene, el lector también se topará enseguida con una ruta de escape trazada por el lenguaje de la inocencia y la infalible magia de las palabras. Estas cartas, una a una, pese a la dureza de los hechos, destilan poesía y belleza.

En ellas nos habla a un tiempo —y es así porque ante todo estas misivas cuentan con naturalidad más que referir fríamente y bajo una fórmula— una mujer de mundo con alma de niña recluida, también una chiquilla pobre enriquecida con sus recuerdos y, no menos importante, una menor de inmenso corazón, pero marchita por el dolor y la orfandad. La artista adulta y consagrada hace aquí literatura de la buena, pura y dura, con su infancia como material de creación. Por tanto, de ningún modo el tema central de Memoria por Correspondencia es el odio, ni el rencor, menos aún la lástima; su mayor virtud reside en el regocijo de la curiosidad, tanto en la de escudriñar en el pasado hasta lo más recóndito, pero también doloroso, como en la de experimentar con la escritura del presente al momento de fijar lo ocurrido.

Su ensayo memorístico y narrativo deriva en una serie de crudos pasajes (y por momentos completos paisajes, mérito de la frescura de su prosa) en los que, guiados por una descripción concisa despojada de resentimiento, acompañamos a la protagonista en sus desventuras por Bogotá, Guateque y Fusagasugá, bajo las órdenes —en este caso no se puede hablar de cuidado— de una tal señora María, presumible madre de Emma y su hermana Helena, hasta recalar en el abandono y la férrea clausura de un convento a las afueras de la capital.

A partir de entonces las cuitas por techo y comida dan paso en el texto a situaciones enmarcadas en la explotación laboral, los castigos, el encierro y la idea del pecado o el infierno como mecanismo de represión, cuando no de algún tipo de exclusión, ya sea por la falta del bautismo o siquiera un nombre y apellido.

A medida que corren los angustiantes “capítulos”, la niña Emma mantiene su candor y reconstruye en el papel los sentimientos de los primeros años, cuando la violencia se contrarresta mediante el antídoto de la imaginación y la ternura. El alto grado de ingenuidad logra que la historia nos parezca la bitácora de un presidio ubicado en la Tierra de Oz, una especie de purgatorio infantil en que no obstante resuenan tamañas lamentaciones de quienes han caído en desgracia: “Creo que en ese momento aprendí de un solo golpe lo que es injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. Ese día quedará sin duda como el más cruel de mi existencia”.

Es forzoso en este punto destacar además las virtudes literarias mostradas por Reyes, teniendo en cuenta que pasó analfabeta hasta más allá de su infancia, una vez culminada la etapa que acá revive. Entre sus allegados alcanzaron fama sus cartas, escritas por cientos y remitidas en tipos de “papeles sedosos de color pastel” (Piedad Bonnett). Estas, atesoradas por Germán Arciniegas, quien, al igual que muchos de los remitentes, supo ver su valor literario más allá de los errores ortográficos o la atropellada caligrafía, dan cuenta de la calidad que aflora de su pluma, en especial con pinceladas que dan color al dolor expuesto: “la noche era negra como una sotana nueva”; “me pusieron una especie de camisa larga, gruesa, de tela color tristeza”, entre otras.

También es cierto que por los vericuetos de lo narrado, Emma deja salir por momentos algo de su inseguridad y escasa formación, ejemplificadas en faltas al lenguaje (“nos dijo de tomar su ejemplo”; “alpargates”), escabullidas abruptas o frías despedidas. Todo, por suerte, no resta sino que añade credibilidad a su íntima declaración.

Las múltiples lecturas que permiten autobiografías, diarios o memorias, en este caso incluye perspectivas como la intriga que despierta el origen de Emma (se sospecha que fue nieta del Presidente Rafael Reyes) o la mirada, paradógicamente el de una bizca, al modelo social, religioso o monacal de principios del siglo XX en Colombia. Igualmente, resulta inevitable crear una relación inmediata entre la habilidad para el bordado de la pequeña con su aptitud de adulta para el dibujo y la pintura, lo que le valió, antes de la escritura, su reconocimiento en el mundo del arte y que encuentra lugar entre estas páginas con 13 dibujos incluidos como un impulso vital.

El pasado plasmado se cierra con un anexo a cargo del mismo Arciniegas, en el que hace un esbozo del porvenir como trotamundos labrado por Emma tras escapar a la libertad, o mejor dicho, a la calle, en la que “no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro”.

Mucho más habría por decir de esta Memoria, pero mejor que sea la misma Emma quien a partir de ahora lleve las riendas de la lectura a través de la mesura de su estilo y el desenfado de su espíritu. Baudelaire aseguró que la infancia es la patria. En ese sentido Emma Reyes fue toda una exiliada. Acá la evidencia de ese destierro que tan bien se grabó en ella.

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