La importancia de no cambiar jamás

La importancia de no cambiar jamás

La nostalgia de lo viejo genera trampas que son identificadas en este texto por el escritor Fernando Fernández

Por:
febrero 17, 2019
La importancia de no cambiar jamás

“En tiempos de cambio, quienes estén abiertos al aprendizaje se adueñarán del futuro,

mientras que aquellos que creen saberlo todo

estarán bien equipados para un mundo que ya no existe."

Eric Hoffer

 

Una añoranza obsesiva acompaña a algunos en un afán de perdurar viejos, desgastados y añejos modelos de sociedad con sus anticuadas normas, y por traer de regreso aquellos “estándares” que ya la historia y la ciencia, por sus inútiles o inapropiados resultados, han condenado a desaparecer.

Ejemplos muchos podrían citarse a propósito de estas rancias nostalgias, tales como: el comunismo; el nazismo; los totalitarismos; los populismos; el caudillismo; la religión como modelo ejemplar de sociedad moral y forma superior de gobierno; la obstaculización para discurrir sobre nuevas ideas y esquemas de sociedad; la monarquía; el enriquecimiento a ultranza y sin importar los medios; el espiritismo; las artes adivinatorias; la astrología; el racismo; la xenofobia; la discriminación de género; la noción tradicional de familia.

Otros “modelos” aparecen como consecuencia del anhelo de revivir el pasado y establecer nuevas originalidades que nacen vetustas: El socialismo del siglo XXI, un eufemismo sofístico del comunismo tradicional; las extremas derechas políticas que con otros nombres, emulan sin decirlo, los nazismos y fascismos de antaño; las religiones de estilo “renovado” que con jerarcas y palabras nuevas continúan descalificando y vedando dogmáticamente la diversidad de expresión sexual, imponiendo el celibato entre sus sacerdotes, discriminado a la mujer en su jerarquía, impidiendo la interrupción voluntaria del embarazo aun en casos de riesgo de muerte de la madre, obstruyendo el legítimo debate sobre la eutanasia; las iglesias remozadas con enchapes medievalescos; los salvíficos y numerosos templos de oración que son nidos de intolerancia, sexismo y homofobia al amparo de dioses y doctrinas; las formas limitadas y únicas de entretenimiento (ie. el fútbol y la televisión); las leyes mordaza que imponen los regímenes dictatoriales para acabar con la libertad de expresión, en particular en los medios de comunicación. La lista es amplia y de complicada enumeración exhaustiva, en la medida que afloran “ideas” con nombres atractivos, pero cuyo contenido revive semánticas pretéritas; sólo cambia el “envoltorio”.

Una característica de la especie humana es su gran “resistencia al cambio”; hay, a priori, un rechazo a reemplazar lo que por tiempos se ha venido haciendo, a variar hábitos, forma de vivir y actuar. La inercia suele ser más atractiva que la innovación. Y cuando de ideas se trata la cuestión se torna más reacia, incluso insuperable para algunos que hasta darían sus vidas por conservar lo aprendido, lo practicado desde siempre, lo que la tradición les impuso, por perpetuar el statu quo. Nos establecemos en zonas de confort material, de costumbre e ideología, que son difíciles abandonar o siquiera modificar. Ay, los viejos zapatos que cómodos son; ah, las viejas ideas que nos mantienen en un letargo confortable, sin cuestionamientos ni molestas dubitaciones.

En el ámbito religioso, sobre el cual nos extenderemos más en este escrito, algunos se dedican a perpetuar credos y convicciones; se entregan con comodidad intelectual (léase, desidia mental) a los ritos y a la escucha pasiva de prédicas, y para una mayor reafirmación se dan algunos a una asidua y única lectura: la Biblia, el Corán, la Tora (y libros similares) que consideran sagrados e infalibles porque se los atribuyen a un dios que los fabricó o dictó; tan fantasiosa es esta creencia de la inspiración divina como la existencia de la entelequia a quien atribuyen el dictado. Esta comodona actitud no les deja lugar para cambios ni incita a dudas ni a cuestionamientos, a contrario, asegura que no haya “perturbaciones” en las ideas, ni revoluciones mentales.

Para afianzarse más en sus ideas y difundirlas mejor, algunos crean o consolidan iglesias desde cuyos púlpitos perpetúan recalcitrantes doctrinas y dogmas; numerosos son sus seguidores a quienes les es más fácil inmovilizarse en lo aprendido que explorar nuevas posibilidades. Los unos construyen templos y mantienen ideas, los otros acatan y siguen: una sinergia que funciona.

El caso judeocristiano que con sus numerosas sectas se multiplica es interesante y preocupante: se escoge un pastor de almas que lidera la mentalidad y a quien se le endosa el dictamen de lo bueno y lo malo en función de la lectura y relectura que de la Biblia hace este redomado “exégeta”, al mejor estilo de los oráculos antiguos. Permanentemente este sapiente escogido extrae del sacrosanto libro premisas sencillas sobre las cuales construye un discurso de fácil comprensión y sobre el que no necesita atizar en demasía la neurona de su feligresía ni la suya propia. Cuando aparece alguna duda sobre los dogmas en los cuales basa sus simplistas peroratas acude a la fe como supremo recurso auxiliador y encubridor de la racionalidad que debería imperar; ya con ello queda cubierta la dosis de análisis y debido proceso mental.

Debería uno –observador externo– contentarse con una contemplación impávida y limitarse a compadecer esta penuria mental, sin embargo, a la luz de un corto examen resulta imposible, puesto que tras de todo esto se vehiculan mensajes que atontan a la sociedad en general, que impide a muchos perezosos mentales o pobres de espíritu el entrar en debates más amplios, libres, sin barreras bíblicas. Peor aún es ver a esta incauta clientela ingresar fanática e inconscientemente a partidos políticos (de facto o instituidos) que luego por el ejercicio democrático electoral e influidos por el proselitismo insuflado en las permanentes prédicas, llevan al poder a personajillos cuya función es atentar contra la laicidad, imponiendo ideas al resto de sociedad que no comulga con sus retardatarias ideas; y así vemos concejales, congresistas y otros altos funcionarios públicos entregados a esta “noble” tarea.

Tocará desempolvar la tan manida discusión que por décadas se tuvo en Europa occidental y de la que ya ni se habla por considerarse materia superada: “¿Debe la democracia soportar todo tipo de ideas y personas, incluso esas que atentan contra ella?”.

Otros, muchos, anhelamos cambios radicales en la mentalidad social, añoramos la Ilustración, la libertad sexual del mundo precristiano, los debates filosóficos de la antigüedad, el imperio de la razón. Un esfuerzo volitivo ha de hacerse porque estas transformaciones no vienen naturalmente, ni por generación espontánea. Ojalá el previsible cambio no sorprenda abruptamente a algunos, imbuidos en sus paradigmas, sin haber tenido el tiempo, la paciencia y la tolerancia para estudiarlo, entenderlo e integrarlo. A colación, y a guisa de colofón, la conocida frase de Charles Darwin: “No es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la que responde mejor al cambio”.

 

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