Foto Japón fue durante años una especie de ritual urbano. La gente entraba a los locales con un rollo fotográfico en la mano y salía horas después con un sobre grueso, caliente todavía, lleno de imágenes recién reveladas. La empresa no empezó llamándose así, sino Foto Una Hora, un nombre que en 1983 prometía velocidad en un país donde casi nada lo era. Desde ese primer día, apostó por la inmediatez, por esa ilusión de atrapar el tiempo en papel y entregarlo sin esperar demasiado.
Detrás de esa idea había un grupo de socios que entendió el negocio con la intuición de quienes ven una oportunidad en lo cotidiano. Entre ellos aparecía el nombre de Víctor Maldonado, un empresario que años después terminaría asociado al desastre financiero de Interbolsa, aunque dentro de la compañía su participación fuera apenas una fracción del total. Los demás socios movían los hilos desde sociedades registradas en Panamá, Narita Investments y Nishima Investments, que controlaban la mayoría de acciones a través de su esposa María Inés Escobar, quien tiene el 45% de las acciones y su socio Juan Bernardo Sanint, quien tiene el otro 50%. La estructura era tan propia del empresariado de la época como la promesa del revelado rápido que los hizo conocidos.
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La expansión fue natural. Con el auge del consumo fotográfico en los noventa y comienzos de los dos mil, la empresa creció en Bogotá como si la ciudad hubiera estado esperándola. Instalaron puntos en centros comerciales, esquinas transitadas y barrios tradicionales. La gente iba no solo a revelar fotos; compraba rollos, pedía copias adicionales, encargaba ampliaciones, armaba álbumes familiares. Foto Una Hora pasó a llamarse Foto Japón, un nombre que nació de la fascinación de uno de los dueños por la estética y la tecnología del país asiático. El logo del gato de la suerte, inmóvil en la entrada, terminó convirtiéndose en un símbolo para varias generaciones.

En 2008, el negocio parecía sólido. Tenían más de doscientos puntos de venta. Pero la tecnología, silenciosa durante años, llegó con una fuerza que se llevó por delante lo que tardó décadas en construirse. Primero fueron las cámaras digitales, que redujeron la necesidad de revelar. Luego llegaron los computadores personales y las impresoras en casa. Y finalmente irrumpieron los smartphones, con cámaras cada vez mejores, que borraron de un plumazo la idea misma del rollo fotográfico. De un día para otro, cualquiera podía tomar, almacenar y compartir cientos de imágenes sin pasar por una tienda especializada.
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Ese cambio no fue una anécdota para Foto Japón, sino una sentencia. La empresa pasó de los 210 puntos en 2008 a la mitad en pocos años. El tráfico en sus locales se redujo. El negocio de los rollos se extinguió. El de las impresiones cayó de forma constante. La empresa intentó adaptarse. Cambió su oferta de productos, incorporó nuevo productos a su catálogo. Llegaron a la tienda audífonos, parlantes, cámaras profesionales, incluso electrodomésticos menores. Foto Japón intentó mantenerse relevante en un mercado que ya no giraba alrededor de la fotografía física. Sin embargo, el golpe tecnológico había sido demasiado profundo.
A esa transformación inevitable se sumó un problema que no venía del mercado, sino de los socios. El nombre de Víctor Maldonado, uno de los rostros del escándalo de Interbolsa, empezó a aparecer en investigaciones, artículos y expedientes. Aunque su participación directa en Foto Japón fuera pequeña, la sombra del descalabro financiero afectó la reputación de todas las empresas asociadas a él. Para una compañía que ya peleaba por sobrevivir, esa asociación resultó una carga más pesada que sus propios números.
Para 2013, la situación se volvió insostenible. La compañía, operada formalmente bajo Foto del Oriente Ltda., pidió acogerse a la ley de reorganización empresarial. Alegó que no podría seguir cumpliendo con las obligaciones financieras. Las cuentas que presentó mostraban activos superiores a los ciento treinta mil millones de pesos y deudas de más de sesenta mil millones, pero la Superintendencia de Sociedades empezó a revisar los números con desconfianza. Vio inconsistencias, valores inflados y una realidad menos sólida de la que los reportes intentaban mostrar. También descubrió que, de los más de cien locales donde operaba la marca, solo seis eran de propiedad de la empresa.
La solicitud de reorganización dejó al descubierto la fragilidad del negocio y la complejidad de su estructura. Bajo el paraguas de Foto del Oriente, había catorce firmas subordinadas, siete de las cuales ya estaban en liquidación. La mayoría tenía participación de los mismos socios y arrastraba dificultades similares. La pregunta para la Superintendencia dejó de ser únicamente si Foto Japón podía salvarse, y empezó a girar en torno a qué capacidad real tendría para responder a los afectados del caso Interbolsa.
Frente a ese panorama, los expertos hablaban de tres posibles caminos: operar bajo los mecanismos que estableciera el Gobierno, desligarse del nombre y vender la empresa para intentar un nuevo comienzo o, en el peor escenario, cerrar definitivamente. La marca seguía siendo recordada por generaciones enteras que crecieron visitando sus locales, pero el recuerdo no pagaba deudas ni revertía un mercado que había cambiado para siempre.
Hoy, Foto Japón se mantiene en pie, aunque muy lejos del gigante que alguna vez fue. Ofrece servicios de impresión sobre materiales más duraderos, lienzos y retablos que apelan a quienes todavía valoran tener una imagen en físico. También vende tecnología, cámaras avanzadas, celulares y accesorios. Sigue siendo reconocida, pero ya no es una referencia inevitable. Es una empresa que aprendió a sobrevivir en su mínima expresión, aferrándose a un legado que resiste, aun cuando el mundo decidió guardar sus recuerdos en pantallas y nubes digitales.
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