De la firma en Cartagena a la firma en el Teatro Colón

De la firma en Cartagena a la firma en el Teatro Colón

"El posplebiscito despertó el potencial dormido de esas fuerzas, que si toman conciencia de su capacidad decisoria, podrían continuar marcando la pauta en la coyuntura electoral inmediata"

Por: Campo Elías Galindo Alvarez
noviembre 25, 2016
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De la firma en Cartagena a la firma en el Teatro Colón

No es que perder sea ganar un poco ni que no haya mal que por bien no venga. Otra cosa es, que en la política como en todas las competencias, los buenos guerreros son los que racionalizan con rapidez las experiencias, y así las derrotas más duras las convierten en transitorias, para derivar nuevas oportunidades sin perder los nortes.

Una cosa es aceptar lo fácil: los resultados electorales; pero cosa distinta es entender, asimilar y dimensionar los efectos políticos de los propios reveses. Cuando perdemos, como cuando el triunfo nos sonríe, el mundo no puede seguir siendo el mismo; las derrotas por lo tanto, deben ser analizadas y entendidas. Perder no es ganar un poco. Los que piensan de esa manera, esperan que ganando de a poquitos van construyendo su  gran triunfo, en un proceso acumulativo signado por la paciencia y la perseverancia, pues creen que el futuro está sentado esperándolos.

El acuerdo de La Habana, solemnemente firmado el 26 de septiembre en Cartagena, no podía quedar intacto después de los resultados del plebiscito del 2 de octubre, como algunos malos perdedores seguían reclamando o añorando. Todo en el juego democrático reclama su trámite y no estamos ante una excepción. El actual momento político bien puede entenderse como la necesaria tramitación de los resultados del plebiscito. El triunfo del NO en ese evento cogió fuera de base hasta a los más entendidos; el propio Uribe se había retirado a su cuartel de invierno en Rionegro y debió cambiarse la piyama para salir a dar sus primeras declaraciones triunfales. Pero más sorpresivo y más impredecible que el resultado, ha sido la cadena de acontecimientos que han sobrevenido luego. El posplebiscito se constituye en una de las coyunturas más apasionantes de nuestra historia reciente: un ejército guerrillero parqueado, izando bandera blanca y esperando que la sociedad se ponga de acuerdo para acogerlo; los jóvenes en calles y plazas reclamando paz y reconciliación; un gobierno antipopular pero legitimado nacional e internacionalmente para refrendar e implementar los nuevos acuerdos; y en la orilla opuesta un grupo de líderes atravesados, armados de mentiras, defendiendo como gatos patas arriba sus propias impunidades y las de unos despojadores de tierras que sienten pasos de animal grande en los acuerdos de La Habana. Entre tanto, las fuerzas que algunos llaman “oscuras” para no tener que nombrarlas, arrecian el exterminio de líderes campesinos y comunitarios para amedrentar a sus representados y de paso, advertir sobre los efectos de la implementación de lo acordado.

El expresidente Uribe tuvo dos cuatrenios para hacer la paz pero los quemó instigando y tolerando la guerra sucia a sus contradictores de dentro y fuera del Estado. Aún así, torpedea los esfuerzos ajenos para poner fin al conflicto armado y cuando el partido se le acaba, exige tiempo suplementario, “alarguis” que llaman, para meter los goles que desperdició durante todo el cotejo. Sus objeciones al acuerdo de La Habana fueron escuchadas, leídas cuando las puso por escrito y luego llevadas a la mesa de negociación, resultado de lo cual se ha pactado un nuevo texto entre quienes podían hacerlo: las dos partes sentadas en la mesa, el gobierno y la insurgencia.

Era un secreto a voces; lo sabía el mundo político y hasta el propio Centro Democrático: el expresidente Uribe y sus acólitos iban a rechazar cualquier nuevo acuerdo entre el gobierno y las FARC. Sus declaraciones aparentemente desconcertadas luego de que se hizo tal anuncio desde La Habana, no sorprenden a nadie. Salió a pedir que el nuevo acuerdo fuera provisional mientras su partido lo revisara y le hiciera observaciones, arrogándose una atribución refrendatoria que no tiene, o una condición de parte negociadora que tampoco.

En el nuevo acuerdo, la mayoría de los cambios introducidos son aclaraciones, precisiones o ajustes jurídicamente irrelevantes. Los acuerdos iniciales para nada afectaban la propiedad privada, ni el modelo económico extractivista, ni la majestad de la justicia, ni la soberanía del Estado, ni mencionaban siquiera la tal “ideología de género”. Contemplaban sí, y siguen contemplando, unos cambios institucionales que suponen reformas a la Constitución, pero que se tramitarán conforme a las normas y procedimientos que la propia Carta política establece. De suerte que la mayor parte de los agregados hechos, son reiteraciones que buscan salirle al paso a las mentiras propaladas por las distintas campañas del no.

Otro grupo de cambios son reales y disminuyen el alcance de los acuerdos iniciales, poniendo límites o estableciendo restricciones sobre diversos asuntos como el catastro y el impuesto predial, el auxilio económico para la futura organización política, la composición del tribunal de la Jurisdicción Especial de paz, la participación de las FARC en alguna instancia de seguimiento a lo acordado, y las características de las penas para responsables de delitos no amnistiables.

La modificación realmente preocupante al acuerdo inicial, es el debilitamiento al blindaje jurídico de lo acordado, pues ya no es la totalidad del texto sino los puntos relativos a derechos humanos y derecho internacional humanitario, los que subirán al bloque de constitucionalidad. Esta afectación a la seguridad jurídica, podría balancearse con un blindaje político fuerte, que se esfumó en el torbellino de las urgencias, al descartarse la repetición del plebiscito como mecanismo de refrendación popular y directa del acuerdo, para reemplazarla por un sí mayoritario del Congreso. La defensa del acuerdo y su implementación, de esta manera, se ha convertido en un reto mayor para los jóvenes y las ciudadanías que se han movilizado para rescatarlo, después de que todo parecía consumado con el triunfo del no el 2 de octubre.

Las modificaciones al texto inicial, no resultaron tan cosméticas como lo hacían prever los resultados del plebiscito. A la luz del escaso 0.4% que marcó la mayoría del “no” sobre el “sí”, los cambios introducidos al texto original aparecen desproporcionados, más aún cuando la opinión nacional conoció la entrevista-confesión del jefe de campaña del Centro Democrático, alardeando de las manipulaciones que hizo para obtener el triunfo. Muy rápidamente quedó claro que una alta proporción del voto ganador, acudió a las urnas engañado y atemorizado con falacias.

A pesar de la generosidad del nuevo acuerdo, el expresidente sigue diciendo que no, que no es suficiente, que aún quedan reclamos desatendidos, con lo cual destapa sus cartas ante otros jugadores que antes engañaba. Muchos ciudadanos fueron a las urnas el 2 de octubre a votar no, porque lejos de aceptar la violencia política, sinceramente objetaban algunos puntos acordados con las FARC, pero ahora que sus objeciones fueron recogidas o sus equívocos aclarados, no podrán entender que sus dirigentes se sigan revolcando en el pantano de la intransigencia.

El juego de la extrema derecha ha quedado al descubierto. La búsqueda de una renegociación de un mejor acuerdo, era una mentira más, pero la más grande. Su búsqueda seguirá siendo otra: desarmar a las insurgencias mediante una derrota militar para evitar una negociación, conservar de esa manera sus privilegios y, seguirse manteniendo fuera del alcance de una justicia transicional especializada e independiente. Solo de esa manera, los despojadores podrán mantener su botín y no habrá jueces lo suficientemente empoderados que los obliguen a comparecer. Ese proyecto desde luego, requiere cuatro pasos que el uribismo ya tiene en su agenda: alargar al máximo los procesos de refrendación e implementación de los acuerdos, restarles toda la legitimidad que sea posible, adelantar una campaña electoral para Congreso y presidencia prometiendo su desmonte, y finalmente instalarse en 2018 en la Casa de Nariño para terminar el bloqueo de la implementación. Sabe que el contexto internacional favorece ampliamente sus propósitos, sobre todo después del 20 de enero, cuando el nuevo habitante de la Casa Blanca suelte otra vez los halcones sobre América Latina.

Los dirigentes del “no” se convirtieron ahora en los jefes del nunca. Su proyecto quedó expuesto abruptamente. Quemaron todos sus cartuchos dilatorios, incluida una tardía propuesta de reunión con quienes siguen llamando “terroristas” y “narcotraficantes”. Se han derramado en declaraciones hostiles contra el gobierno y el Congreso, al que piden ahora revocar. Es en ese contexto que están lanzando su campaña electoral hacia 2018, inocultablemente direccionada a tumbar el  esfuerzo de seis años, el más largo, sostenido y complejo de todos para superar la guerra colombiana de más de medio siglo.

No fue posible una paz nacional consensuada. El Centro Democrático no podrá evadir sus responsabilidades ante la historia, luego de haber dejado a sus contradictores con la mano tendida y empecinarse en unas supuestas “líneas rojas” que se apresta a utilizar electoralmente. En esa misma línea de conducta, tampoco ha dicho “esta boca es mía” frente a la actual cadena de asesinatos contra líderes campesinos y comunitarios en los departamentos donde el conflicto ha castigado con más crudeza. Quisieron los uribistas convertir su inesperado triunfo del 2 de octubre en el golpe de gracia contra la paz negociada, pero se encontraron con que la otra mitad de los votantes, más los que han recapacitado, más los que tardíamente entendieron los acuerdos, o simplemente quedaron satisfechos con el nuevo texto, les estamos diciendo que Colombia sí merece una oportunidad para la paz, y que esa oportunidad es esta, no la que ellos quieran imponer.

Después de todo, es hora de reconocer que la pervivencia de un conflicto armado interno, anacrónico además, constituye un estado de cosas inconstitucional. Cerrar ese ciclo trágico mediante una negociación, única manera posible de hacerlo, significa simplemente poner en vigencia la Carta política de los colombianos, la que se firmó por y para hacer la paz, la que define a esta como un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento. Es una obligación constitucional del jefe del Estado, del gobierno y de todos los poderes públicos alcanzar la paz. Oponerse a la paz negociada es oponerse a la Constitución de 1991 en su letra y en su espíritu, Constitución que han jurado cumplir todos los gobiernos y autoridades públicas posteriores a ella.

Firmado el nuevo acuerdo entre el gobierno y las FARC el 24 de noviembre en el teatro Colón de Bogotá, y ya próximos a su refrendación e implementación, la “polarización” en el seno de las élites dominantes es más aguda y no se avizoran signos de reunificación en el futuro inmediato, aunque van a aparecer intentos en el curso de las campañas electorales hacia el 2018 que ya están prendiendo motores. Pero igual que en esta coyuntura, las batallas decisivas tendrán lugar en los contextos de la sociedad, la opinión pública y la ciudadanía organizada. El posplebiscito despertó el potencial dormido de esas fuerzas, que si toman conciencia de su capacidad decisoria, podrían continuar marcando la pauta en la coyuntura electoral inmediata y en la más mediata y dilatada de la implementación de los acuerdos de La Habana y la negociación con el ELN.

No podrá olvidarse que el verdadero triunfo del no a los acuerdos, duró en realidad tres escasos días. Durante ellos vivimos el “apagón” más grave de los tiempos recientes en Colombia. Pero pronto aparecieron las primeras luces: unos grupos de jóvenes en las ciudades capitales que no se resignaron y se les ocurrió que el que van a entregar a sus hijos, no puede ser el mismo país enlutado que heredaron de sus mayores.

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