La falsedad del "cuando madruga, Dios le ayuda"

La falsedad del "cuando madruga, Dios le ayuda"

"La multitud que espera en la estación camina de un lado a otro, mira al letrero sobre la puerta a ver si el que están esperando es apropiado"

Por: luisalejandrodiaz
octubre 13, 2017
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La falsedad del
Foto: Guillermo Torres / Semana

Lo importante es que la esperanza nunca se pierda, dicen quienes todos los días salen a trabajar a las cinco o seis de la mañana después de levantarse a las tres, enseguida de un cauto sueño de 2 horas, para cocer el almuerzo a hijos, esposo y para sí misma. También, alistar loncheras, bañarlos, si la edad lo amerita, luego vestirlos, sacarlos a ruta —si es que tiene el dinero para costearse ese lujo— o simplemente si es que el cónyuge la apoya en estas hazañas –si no es madre cabeza de familia—.

Después del ajetreo por casa desde las tres, con angustia en los ojos y también sudorosa pero complacida, se dirige a la ducha. Al ingresar se da un toque positivo mental al decir que tres minutos son suficientes para bajarse el olor a cebollas, ajos y demás condimentos naturales aplicados a los alimentos, mientras escucha su canción preferida como un susurro bajo la ducha.

Se viste y mira al espejo sutilmente, mientras se aplica un poco de pestañina, se desenreda el cabello haciéndose una cola alta amarrada con un caucho mientras llega al trabajo y allí mejorar la estampa, como es el dicho predilecto. Se escuchan despedidas como también besos sonoros en la distancia, y una puerta cerrándose, mientras ella se coloca medias y pantalón que la hacen ver hermosa.

Lista para salir, revuelve y remueve cuanta cosa tiene dentro del bolso, en busca de la tarjeta de TransMilenio que la conducirá a su destino. La coloca frente al celular para conocer cuánto dinero le ha quedado del día anterior y así medir del dinero que tiene, cuánto puede abonar; si dos o tres pasajes más para poder regresar a casa.

Llega al paradero del alimentador, donde hay una gran multitud de personas que se conocen, esperando un bus que se demora dilatando el tiempo de quienes trabajan desde la madrugada, porque todos los días con sus tardes son las mismas, con el mismo trajín, con las mismas incertidumbres, con las mismas esperanzas de un mañana mejor y tal vez, algunos buscando un trabajo que le supla en la medida de la paga, un pequeño bienestar para sus hijos así como también de su pareja.

Al fin hace su aparición el borrador, palabras de sus habitantes, nada más por la enormidad que para pavor y rabia de la espera de quienes llevan rato acariciando el tiempo y retorciendo las teclas del celular, mientras otros miran al cielo, caminan o simplemente prenden fuego a un cigarro, ven cómo las puertas no se pueden cerrar, más esa lentitud del gran vagón verde que a cualquiera le hace subir la bilirrubina.

Algunos se bajan y nuestra madre condescendiente aplica motor a sus pies y se estaciona frente a la gran puerta, esperando que la persona que está buscando la tarjeta dentro del bolso la encuentre, seguidamente tomar la rienda de la suya y esperar que el verde haga su arribo al fuelle rojo, que si miramos va hasta el conductor parado.

La multitud que espera en la estación camina de un lado a otro, mira al letrero sobre la puerta a ver si el que están esperando es apropiado, algunos con cara de angustia y aburrición se sientan al piso, mientras las puertas de la parada abiertas de par en par, se mueven al paso del azote del viento que dejan los grandes armatrostes rojos, poniendo en peligro la vida de quienes en multitud se encuentran sobre el estribo amarillo que dice no pararse.

Murmuran del mal servicio, otros callados como estatuas pasan saliva amarga y sacan el celular para escuchar algún programa, que se percibe por su gran volumen. Es todo un desastre este servicio dice alguien, otro acolita las palabras, hasta que por fin, arriba el monstruo con cantantes y vendedores incorporados.

Pero la verdad muchos de quienes utilizan la ruta, empujan y no dejan salir a quienes se quedan. Palabras soeces, tocadas de nalga y otros improperios en contra de quienes parados miran despavoridos la incapacidad del cuerpo para desdoblarse y poder ingresar en la caja que parece más bien una prisión de alta seguridad, que un transporte.

Ya en camino, el sube y baja de clientes, el mal estado de las vías, vendedores que se posicionan por segmentos y en cada uno la misma historia: "salí de la cárcel ayer, es mi único trabajo, soy desplazado, me apuñalaron la tripa". Estas entorpecen más la bilirrubina de quienes escuchan tales pronunciamientos, que para sacarlos rápido del juego entre escuchas y voceadores, rebuscan hasta las monedas de cincuenta entregándolas. Alguien murmura bajito al vecino, cuando me subo ya me acondicioné a echarme algunas monedas para darles, de lo contrario puede uno salir con una colilla de cigarro en la nuca. Otro dice, se suben vendedores porque se acostumbraron a que todos dan, si no fuese así, creo que nunca volverían a incomodar.

Con incomodidades, sobresaltos y penurias, llega cada cual a laborar, unos tarde y tarjeta en mano, otros, molestos por el cansancio y tal como mi vecina, en la tarde es otra tragicomedia colosal, tal vez más que en la mañana. Y así seguimos dice ella, dos horas de sueño, el timbre del reloj y a seguir con lo mismo. ¡Todo por la pobreza media en que vivimos! Mientras les trabajamos a los ricos para que sean más ricos. ¡Bueno, pero tengo trabajo por el momento!

 

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