La enfermedad de la vergüenza
Opinión

La enfermedad de la vergüenza

Preferimos mirar hacia otro lugar que confirmar que los años y sus vicisitudes no nos son inofensivas

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septiembre 08, 2019
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Hace poco fui invitado a escribir una serie de reseñas sobre algunas obras de arte. Aunque pareciera un encargo común, no lo era. Los entusiastas creadores de las obras eran pacientes psiquiátricos. Mi interés fue seducido -sin esfuerzo- al constatar, en cada una de ellas, un ejercicio que rebasaba el simple experimento terapéutico y que sobre todo, en sí mismo, sugería una necesidad de expresión personal e íntima: la base primordial de cualquier obra contemporánea. La unicidad del individuo puesta de manifiesto en la aparente -solo aparente- arbitrariedad del trazo, la presencia de la forma preferida y la selección del color y sus combinaciones. Un reclamo de libertad e independencia amparado en la creatividad que rezuma en el ser humano cada vez que pretende elevar su espíritu inquieto e inconforme. Quizás el reto más importante -me dije a mí mismo y me dijeron- consistía en desmarcar la experiencia de la llana anécdota infantil de creación y asumirla como lo que realmente era: expresiones  adultas con sus complejidades, antecedentes  y predicciones.

Entusiasmado sugerí que me sería imposible dar inicio al encargo sin visitar el lugar donde nacieron cada una de las obras. “El primer cerco -y propulsor- de la obra es su entorno”, aclaré. A pesar de saber de antemano que se trataba de una clínica psiquiátrica, quise someterme a la feliz tortura de disipar mis prejuicios y prevenciones sobre este tipo de instituciones. El sábado siguiente, a media mañana, mientras el sol coronaba un cielo azul escaso de nubes, toqué el timbre de una casa alargada de paredes prolongadas y amarillas, que podría confundirse con facilidad con un conjunto residencial promedio, ubicado de uno de los otrora confines de Bogotá: el tercer puente. Un portero alegre y sonriente me preguntó mi nombre y con amabilidad me pidió esperar un segundo mientras confirmaba la veracidad de mi cita. Después de un chillido estridente, activado por un sistema magnético de seguridad, la puerta se abrió de par en par y fue allí donde me llevé la primera -y definitiva- sorpresa: ante mí se abría un amplio y colorido bosque.

 

Nos avergüenza el enfermo porque nos vemos reflejados en él
y lo percibimos como un augurio o una premonición fatal

 

Al dar un par de pasos e ingresar, mi mirada se fijó en las copas de algunos de los árboles del bosque conformado por eucaliptos, cerezos, sauces y arrayanes, entre otros. Dos pequeñas comunidades -de no más de veinte personas cada una- se reunían en uno de sus extremos y con concentración completaban tareas artísticas y lúdicas que parecían más propias de un típico retiro espiritual que de una clínica. Luego traté de buscar -con cierta inquietud- a los médicos y su directora; me fue imposible, en este lugar las batas -tan asépticas como fronterizas- habían sido proscritas. Al encontrarme finalmente con ellos, me propusieron hacer un pequeño recorrido por las instalaciones anejas al bosque. Un sencillo edificio de tres pisos, sin ninguna pretensión, contenía las habitaciones de los pacientes, los consultorios y las oficinas administrativas. Docenas de puertas a lado y lado habían sido objeto de una poética mutilación: jamás se cerrarían con llave. Funcionarios amistosos me dieron la bienvenida, mientras el inconfundible olor a cloro me hizo recordar que aún permanecía en un centro hospitalario.

En esta primera visita no quise conocer a cada uno de los miembros de la comunidad. Quería llevarme una primera impresión del proceso de creación y sus instancias espaciales. Sin embargo, me cruce en varias oportunidades con personajes -contemplativos y con cierta curiosidad- que con amabilidad me invitaban a seguir y se preguntaban entre ellos quién era yo. Comprendí entonces que a mi alrededor no se presentaba un catálogo de padecimientos psiquiátricos sino más bien aparecían personajes comunes y corrientes que comparten el anhelo de cualquiera de tener una vida mejor y superar los escollos que la vida va arrojando a su paso.

Esa tarde me quedé pensando en un par de textos de la filósofa Martha Nussbaum que concluyen que nuestra animadversión a la enfermedad, y por efecto, a los enfermos, se refiere más a nuestra caprichosa insistencia en evitar cualquier contacto con nuestra propia fragilidad; nos avergüenza el enfermo porque nos vemos reflejados en él y lo percibimos como un augurio o una premonición fatal; lo hacemos a un lado -y lo confinamos- porque preferimos mirar hacia otro lugar que confirmar que los años y sus vicisitudes no nos son inofensivas. Además, entre cavilaciones, recordé alguna teoría sobre el nacimiento prehistórico de la vocación artística humana concebida como una forma inusual de proyectarse y ubicarse en el tiempo; de inventarse y aferrarse a un incierto porvenir imaginario. De protegerse de la llamada del mundo y extender su mirada allende para escapar -fantaseando- de eso tan reducido y mortal que somos. En ese preciso instante todo cobró sentido.

@CamiloFidel

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