La democracia es femenina y la autocracia masculina

La democracia es femenina y la autocracia masculina

Opinión del profesor Javier Loaiza

Por: Javier Loaiza
abril 15, 2016
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La democracia es femenina y la autocracia masculina
Foto: huffpost.com

 

La historia política ha sido el desa­rrollo de una fuerte competencia por el poder entre los varones. El modelo verticalista, competitivo, la búsqueda de la dominación del otro especial­mente basado en la violencia, son rasgos esenciales en el manejo de lo público a través de la historia.

Es un mundo centrado en un varón que se cree superhombre, especie de clon de dios, obsesionado por el poder y la dominación sobre el resto, en vez de integrarse con los suyos y los ajenos y, por supuesto con el entorno.

En Occidente nos aferramos a la tradición judaico-cristiana que nos muestra como seres individuales, irrepetibles y únicos, incluso, como reyes con capacidad de someter a todo y a todos:

“El señor formó de tierra al hombre(…) y le ha dado poder sobre todo lo que hay en la tierra. Le dio autoridad semejante a la suya. ¡Lo hizo a su propia imagen! Hizo que todas las criaturas le temieran, y le dio dominio sobre fieras y aves. (Ecleasiástico 17, 1-13).

La democracia es cooperación, la autocracia es obediencia. La relación de poder surge en la obediencia y el sometimiento. Si no hay obediencia, no hay relación de poder. Si yo quiero que los otros se comporten como a mí me parece, provoco una tiranía, léase Hitler o Chávez, entre otros.

El científico chileno Humberto Maturana relata lo que podríamos llamar la Parábola del Lobo para describir cómo ha podido surgir el modelo patriarcal.

Aparece en Asia quince o veinte mil años atrás, en familias humanas que trashumaban cazando los animales que migraban con las esta­ciones. Detrás de esas familias iban también los lobos. Las familias vivían de los renos a los que seguían en sus migraciones. El lobo los sigue, ani­mal depredador como los humanos.

En algún momento estas familias de cazadores le comienzan a impedir a los lobos el acceso a sus presas, pro­bablemente por un crudo invierno que hubiera reducido las manadas de renos; persigue al lobo para no compartir el disminuido alimento.

Luego, esa exclu­sión deja de ser ocasional y se vuelve sistemática, se repite de generación en generación. Surge entonces el pastoreo, y con ello la apropiación, la exclusión del otro. El patriarcado aparece como un acto de negación del lobo. Se mata al lobo y el instru­mento de caza con el que se le mata, pasa a ser un arma y con las armas, surge la guerra. Se genera un modo de convivir completamente distinto, aparecen las jerarquías, la dominación y el sometimiento como dimensio­nes centrales de la convivencia.

El modelo patriarcal de gobierno, autoritario, está centrado en la guerra, la amenaza, el miedo, la jerarquía, el sometimiento y control de la sexualidad, donde la mujer depende de los hombres y es fre­cuente el uso de las armas y sím­bolos de fuerza como decorado.

Hace seis o siete mil años, llegan de Asia esos pastores trayendo los rasgos de la cultura patriarcal, hay apro­piaciones de las tierras y se pro­duce un encuentro violento con la cultura matrística o matricial en la Europa Central y Asia Menor.

La autocracia, incluido el culto a la personalidad y los altos componentes de megalomanía de dirigentes políticos es abiertamente masculina. Los más crueles y abusivos gobernantes en todas las latitudes han sido hombres. Y en tiempos moder­nos lo siguen haciendo basados en el populismo, el engaño, la manipula­ción, el sometimiento. Algunos déspo­tas electorales en América Latina pre­tenden convertir a los ciudadanos en súbditos, así sea en nombre del pueblo y de sus necesidades materiales.

La Matríztica

La cultura matríztica pre-patriarcal europea, a juzgar por los restos arqueo­lógicos encontrados en la zona del Danubio, los Balcanes y área Egea, debe haber estado definida por una red de con­versaciones, vivieron entre hace nueve y siete mil años, practicaban la agricultura y la recolección, no fortificaban sus poblados, no tenían diferencias jerárquicas entre las tum­bas de los hombres y las mujeres.

Tampoco usaban armas como adornos, y los ceremoniales místicos estaban centrados en lo sagrado de la vida cotidiana, en un mundo penetrado por la armonía. Mujeres y hombres vestían de manera muy similar a los vestidos que vemos en las pin­turas murales minoicas de Creta.

Según Maturana, a partir de esta mane­ra de vivir la red de conversaciones que definía a la cultura matrística no puede haber consistido en conversaciones de guerra, lucha, negación mutua en la competencia, exclusión y apropia­ción, autoridad y obediencia, poder y control, bueno y malo, tolerancia e intolerancia, y justificación racional de la agresión y el abuso.

Al contrario, las conversaciones de dicha red tie­nen que haber sido conversaciones de participación, inclusión, colaboración, comprensión, acuerdo, respeto y confianza, palabras en nuestra cultura reservamos para ocasiones especiales.

“Lo matríztico se conserva en la rela­ción materno infantil (...) y en el jardín infantil es una continua invitación a la colaboración, a la participación, a resolver los conflictos en la conversa­ción, a la no apropiación. (...) La vida adulta, en cambio es de competencia, de lucha, de defensa de intereses, las discrepancias son conflictos, los argu­mentos son armas. (...) Nuestros niños tienen otra dificultad fundamental que es la adolescencia. La adolescencia es el tránsito cultural de pasar de una cultura matrística a otra patriarcal. Las culturas matrística y patriarcal son completamente opuestas: se crece dentro de ciertas pautas de colabo­ración, de respeto, de participación, y luego se pasa a vivir en la compe­tencia, en la negación, en la lucha.”

El origen de la democracia

La democracia surgió hace 2.500 años en el Ágora, el mercado, la plaza donde se encontra­ban y se sentaban los ciudadanos a conversar de todo. Conversan como iguales sobre lo que les interesa y afecta a todos. Así surge la cosa pública, lo público, lo político.

Cuando hablan de lo que les interesa a todos, los temas se vuelven públicos, accesibles a cual­quier ciudadano para mirarlos, reflexio­nar, condenarlos y actuar.

La democracia surge como espacio de conversaciones, deci­siones, acciones sobre los asuntos de todos. Lo que permite este cambio es el espacio público, el ágora, la plaza, por contrario a la acrópolis, construida en la cima desde se dominaba la ciudad y estaba asentado el gobernante.

Cuando aparece lo público, por princi­pio, los monarcas se hacen superfluos, sus atribuciones son negadas y se vuelven una decoración, bastan­te costosa e ineficiente por cierto.

La monarquía y el ejercicio autocrático del poder niegan en su esencia lo público, pues está confinado a los salones y pasillos del gobernante y los únicos que debaten sobre ello son sus círculos más inmediatos. Luis XIV llegó a afirmar en Francia: “Yo soy la ley, Yo soy el Estado”.

Lo público, lo de todos, no es de todos, se vuelve privado, es patrimonio de un indi­viduo y su pequeño círculo. En la cul­tura patriarcal los temas de la familia son propiedad del patriarca, quien en últimas toma las decisiones.

La conversación entre iguales es posi­ble porque nuestra infancia matrística ha permitido la experiencia de cola­boración, de igualdad, participación, espacio similar a aquel en el que nació la democracia. Sólo habiendo tenido la emoción de la igualdad matrízti­ca, es posible revivir la emoción de la experiencia posible en democra­cia, como un modo de convivencia neomatríztico, sostiene Maturana.

Surgida la democracia aparece la tensión entre dos polos, que aún se mantiene: de una parte la presión patriarcal, autocrática, para su supervivencia y la apropiación excluyente sobre los temas de la comu­nidad y, de otro lado, los intentos por expandir la ciudadanía.

Con la expan­sión de la ciudadanía y la democracia especialmente en los mundos urbanos, las personas dejan de ser súbditos y se vuelven ciudadanos, sujetos de derechos, no sólo de obligaciones, especialmente la de obedecer al man­datario.

Seguimos en pleno siglo vein­tiuno entre quienes quieren continuar apropiándose de lo público y los procesos participativos y, el activismo democrá­tico por expandir la ciudadanía, las libertades, lo que explica los recientes movimientos de los Indignados en muchas partes del mundo.

La democracia no se agota en la las elecciones, ni siquiera en la rotación de representantes y gobernantes, cuando se logra. Los sis­temas electorales son instrumentos para la asunción transitoria de responsabi­lidades sobre lo público. La democra­cia está en el debate, el diálogo, en la convivencia, por la cual los ciudadanos acceden a las decisiones sobre lo público.

El poder entonces, en democracia, debe ser reconocido como una asignación o una concesión temporal y transitoria de funciones para que se haga cargo de orientar lo público, no como un instrumento para la negación y privatización de lo de todos, o apropiación de los beneficios mientras se hacen comunes las pérdidas.

Cuando un gobernante se lo apropia y lo administra como si fuera su patrimonio personal, cuando concentra el poder y determina a su antojo sobre lo divino y lo humano, estamos ante usos refinados de autocracia, despotismo, tiranía como negación del principio democrático, pues en vez de abrir lo público, lo niega trata de con­vertir a los ciudadanos en súbditos.

La democracia como colaboración, antítesis de la competencia y domi­nación del patriarcado, surge en un ambiente similar al de la cultura matríztica, nace en un espacio de diá­logo, escucha, respeto, de inclusión del otro.

La democracia es, en su esencia de carácter femenino, matricial. Se basa en ese espacio de confianza, de entrega y colaboración que ya hemos experi­mentado en la infancia, y que funciona.

Se trata por supuesto de la democracia de los antiguos, el arte del diálogo, del deba­te, de la búsqueda de consensos, no la democracia de los modernos como simple rito electoral y mecáni­co para determinar quién asume las tareas de gobierno o representación, quien se queda con todo.

¿Cómo pretendemos construir socie­dades democráticas integradas por per­sonas formadas en un modelo patriar­cal, verticalista, competitivo de domi­nación?

Si aprendemos a desempeñarnos en nuestra vida privada de manera autocrática, ¿cómo podremos ser capaces de remplazar ese modo de actuar autoritario, en piloto automático, para aplicar herramientas democráticas sobre lo público?

Ahí está la tarea esen­cial para construir, avanzar y preservar democracia: capacitar a los ciudadanos, los representantes, los gobernantes en las herramientas democráticas y pro­mover entre todos, la decisión de vivir en democracia antes que en autocracia.

Sólo cuando los ciudadanos determinen acabar con el culto a la personalidad de individuos que hacen ejercicio y demostración de fuerza para conservar el poder, con halagos a las multitudes dependientes y heterónomas, cuando los gobernantes no sean percibidos como especies de padres proveedores que determinan sobre lo público, como en la familia, estaremos avanzando realmente en la construcción de la democracia.

Entonces, para cambiar ese viejo y agotado modelo es claro que la sola elección de mujeres a cargos presidenciales, como gobernadoras o alcaldesas, no hará la diferencia. Sólo se empezará a notar la diferencia y empezaremos a dar el tránsito a una sociedad más equitativa, cuando tengamos una masa crítica de mujeres en los legislativos nacionales, estaduales-departamentales, o locales, con la fuerza suficiente para influir las decisiones sobre las reglas de juego de la sociedad.

En ese momento, entonces, las mujeres aportarán al debate y las decisiones no sólo los temas más álgidos que preocupan a la mujer, sino, más importante aún, su visión sobre todos los demás temas de la sociedad.

Ahí, entonces, tendremos verdadera democracia.

@javierloaiza

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