La cultura del rebusque
Opinión

La cultura del rebusque

¿Dónde está la frontera entre el afán de servicio y el afán de lucro? ¿Hasta dónde se considera legal aprovecharse de cualquier resquicio de poder para usufructuarlo a como dé lugar?

Por:
agosto 15, 2017
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En su girar incesante, la siniestra rueda de la tragedia decidió esta vez detenerse a las puertas de nuestra familia. Implacable, impersonal, la muerte nos pagó una visita inesperada, no bienvenida por cierto. Dadas sus particulares circunstancias, debimos recurrir a las autoridades competentes, quienes se apersonaron en nuestra casa, muy profesionales, muy respetuosos; muy sabedores de su poco agradable oficio.

En los momentos en los que el aturdimiento por la pérdida de un ser querido debía abrirle paso a sentimientos como el dolor y la tristeza, nos enfrentamos a una situación que, por absurda, no deja de ser un retrato del  espeso lodazal al que hemos descendido como sociedad y como personas.

Luego de las duras horas de la diligencia de levantamiento de un cuerpo amado, hecho por personas con respeto profesional pero sin sentimientos de ninguna clase hacia la persona, como debe ser; llegó el momento de los trámites, esa larga cantidad de papeles, declaraciones, firmas, huellas digitales, comparación con otros documentos, todo realizado en una ceremonia de gusto medieval, segura herencia de nuestros conquistadores españoles y que tanto arraigo encontró en la cultura criolla.

 

El amable y respetuoso funcionario que tan diligentemente anotaba en planillas
toda la data de la muerte, de repente se convirtió en el comisionista del dolor,
en el representante de la sala de velación X

 

Hasta ese punto todo iba bien. Que el Estado quiera conocer detalles para fines estadísticos es algo positivo. Para lo que no estábamos preparados era para lo que siguió: el amable y respetuoso funcionario que tan diligentemente anotaba en planillas y papeles toda la data de la muerte, de repente se convirtió en el comisionista del dolor, en el representante de la sala de velación X, cuyo personal, decía él, puede ayudarle a agilizar todos los trámites para la entrega del cuerpo de su ser querido. Es más, agregaba el funcionario vestido ahora de empresario de pompas fúnebres, usted no se preocupe ni siquiera de llamarlos. Ellos se comunicarán con usted.

Ahora comprendía por qué, aún en medio del aturdimiento causado por la muerte de quien amo, no había entendido la insistencia del funcionario oficial por anotar bien y en repetidas oportunidades el número de mi teléfono celular. Este personaje, abusando insensiblemente no solo de mi dolor sino de la información que se supone es confidencial, le entregó mis datos personales a su otro patrón, quien en menos de cinco minutos comenzó a importunarme con decenas de llamadas ofreciendo sus servicios, asumiendo y queriendo que yo también asumiera como un hecho que los iba a contratar a ellos; generando supongo una buena participación económica para el empleado estatal que anteriormente me había recomendado con ellos.

Pero ahí no paró la pesadilla. Al día siguiente tuvimos que enfrentarnos al mismo escenario, cuando nos vimos obligados a lidiar con otro intermediario para poder traspasar las puertas de la sede de Medicina Legal, cuyo portero también se ofreció a contactarnos con alguien que podría ayudarnos a “agilizar nuestro trámite para el reclamo del cuerpo de su ser querido”.

No tuve problemas en declinar esta otra oferta y en desembarazarme de tan cínico personaje. Con lo que tengo realmente un enorme conflicto es con nuestra raza humana. ¿Dónde quedaron la solidaridad y el respeto por el dolor ajeno? ¿Dónde está el límite, la frontera entre el afán de servicio y el afán de lucro? ¿Hasta dónde se considera ético, legal, justificable aprovecharse de cualquier resquicio de poder, de autoridad delegada para usufructuarla a como dé lugar?

 

Este suplicio lo vive el taxista que debe pagar para estar en una zona de afluencia de clientes,
el vendedor ambulante de dulces, el equilibrista del semáforo;
el preso que debe pagar a su guardia por el derecho a hacer una llamada, a  un colchón

 

Este suplicio lo vive el taxista que debe pagar para estacionarse en una zona de afluencia de clientes, el vendedor ambulante de dulces, el equilibrista del semáforo; el preso que debe pagar a su guardia por el derecho a hacer una llamada, a pasarse de patio, a tener un colchón. Es el mismo afán de lucro que hace que se deba pagar peaje para cualquier trámite, pese a los miles de millones que los cínicos burócratas de más arriba se gastan en contratos con sus amigotes para imprimir carteles y propaganda invitando a la transparencia que ellos mismos no practican.

La corrupción no se va a acabar desde afuera. Pueden los politiqueros llenar kilómetros de hojas de papel con firmas para acabarla, para condenarla; para hacerse elegir en su nombre. La corrupción, la que duele, la invencible, está en el alma de las personas que hace rato dejaron de sentir como semejantes a quienes comparten el país, el barrio, el dolor.

El día en que redescubramos esa barrera interna que nos impide sacar provecho indebido de los demás; el día en que el respeto por nosotros mismos sea nuestra guía moral, ese día habremos comenzado a cambiar nuestra sociedad.

Lo demás es demagogia barata.

 

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