La crisis como oportunidad alimentaria

La crisis como oportunidad alimentaria

El miedo a la escasez de alimentos que ha ido recorriendo al mundo en medio de la pandemia comienza a expresarse. Sin embargo, podemos darle la vuelta

Por: Gabriel Pacheco
abril 06, 2020
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La crisis como oportunidad alimentaria

En medio de los centenares de noticias que el coronavirus genera cada día, es posible que muchos no hayan advertido una de las más importantes: en un inusual comunicado común los dirigentes de tres organizaciones multilaterales encargadas de alimentación, comercio y salud (FAO, OMC y OMS) advirtieron sobre el riesgo de una crisis alimentaria provocada por la pandemia del nuevo coronavirus. Para que tres personalidades mundialmente representativas de la salud, el comercio y la alimentación adviertan del peligro de una crisis alimentaria, es porque, en efecto, el riesgo es inminente.

Los tres líderes expresaron su preocupación por perturbaciones derivadas de la COVID-19 en el comercio internacional y las cadenas de suministro. "Las incertidumbres generadas sobre la disponibilidad de alimentos pueden desencadenar una oleada de restricciones a la exportación", que a su vez causarían una "penuria en el mercado mundial", aseguran. Según estos escenarios, algunos países exportadores de cereales de base podrían retener sus cosechas por temor a escaseces, mientras que en el otro extremo de la cadena alimentaria globalizada otros países más frágiles corren el riesgo de padecer graves penurias. (AFP)

La sensación de miedo a la escasez de alimentos que ha ido recorriendo al mundo en medio de la pandemia comienza a expresarse en decisiones de países, en lo que el medio público alemán, Deutsche Welle, ha llamado “una ola de nacionalismo alimentario”. Por ejemplo, Rusia, el mayor exportador de trigo del mundo ya se propone limitar el volumen de exportaciones del grano para proteger sus suministros, Ucrania ha estado enfrentando demandas de panaderos y molineros para frenar las exportaciones de granos y evitar que los precios del pan se disparen; Kazajstán ha prohibido las exportaciones de harina de trigo, azúcar, aceite de girasol y algunas hortalizas; Vietnam por su parte suspendió temporalmente los nuevos contratos de exportación de arroz y Serbia ha prohibido la exportación de aceite de girasol. ¿Se esparcirá por los demás continentes esta tendencia proteccionista de retener la producción nacional en un planeta que vive el mayor pico de intercambio comercial de alimentos de su historia? Hoy es probable.

Esta nueva dinámica es peligrosa para países del llamado tercer mundo que llevan tres décadas de apertura de sus mercados y de debilitamiento de sus agriculturas locales. Por ejemplo, hoy Colombia importa el 85% del maíz que consume (Fenalce, 2017), el 83% del arroz (DANE, 2019), más del 80% del trigo (Fenalce, 2019) y no produce lentejas ¿Qué pasaría si la crisis del coronavirus obliga al gobierno norteamericano a decirle a las compañías productoras de maíz de Iowa que comprará sus exportaciones de maíz para reservarlas? Al quedarse sin el 80% del maíz, arroz y trigo, Colombia debería volver a cultivar pero estas cosechas no darán frutos sino en 60 o 90 días.

A lo anterior hay que sumar que pese que el país tiene una clara vocación agrícola con 22 millones de hectáreas aptas para el cultivo, apenas siembra 8,5 millones ya que muchas de ellas se usan como pastos para ganados, (33 millones de hectáreas en total). Finalmente, un estudio de la Fundación CESPAZ de la cual hace parte el investigador Darío Fajardo, reveló en 2017 que de las 8,5 millones de hectáreas que el país cultiva, apenas 1,4 millones se dedican a cultivos de consumo interno, mucho menos que las 5 millones de hectáreas que el país usa para hacer gran minería (Agencia Nacional Minera, 2015).

Finalmente, el problema alimentario producto de la pandemia puede llegar a extremos como el cierre de fronteras no solo nacionales sino regionales incluso al transito de alimentos, obligando a ciudades enteras a alimentarse de lo que producen sus propios campesinos, si es que los tienen. Esto que hace un mes era ciencia ficción, hoy es una posibilidad que no se puede negar.

Pese a lo sombrío del panorama, en la Fundación ACUA, desde nuestra experiencia de años trabajando proyectos alimentarios basados en el acervo cultural de comunidades rurales de diversos países de Latinoamérica, preferimos apostar porque el mundo que comienza a padecer la pandemia vaya ganando en sensibilidad al valor de la producción alimentaria de los pequeños productores.

Somos optimistas, creemos que pese a lo complicado de este momento histórico y a la inminencia de una “penuria alimentaria” por la pandemia, mucha gente que daba por hecho la existencia de alimentos y ni siquiera pensaba en su procedencia al tomarlos en el supermercado, comenzará a valorar la importancia de las comunidades rurales que los producen, la necesidad de frenar el desperdicio de alimentos, la producción sostenible, el consumo responsable, el valor cultural de la alimentación y en fortalecer la producción local. En la Fundación ACUA vemos en esta crisis la oportunidad para que gobiernos, organizaciones no gubernamentales, sociales y ciudadanía, cambien el paradigma de consumo y vuelvan su mirada hacia la alimentación no solo como la forma de suplir una necesidad nutricional sino también como un acto cultural y de responsabilidad social y ambiental.

"Los alimentos son nuestra necesidad más básica, y debemos defender nuestros sistemas alimentarios y las personas que trabajan en ellos. Hemos visto historias sobre los heroicos trabajadores en supermercados que mantienen los estantes abastecidos poniendo en riesgo su propia salud, para que las poblaciones confinadas puedan continuar alimentándose. Lo que no vemos son los productores de pequeña escala trabajando en sitios remotos, lejos de las cámaras, quienes continúan cultivando alimentos críticos para la seguridad alimentaria de los países en desarrollo”: Fondo Internacional para el Desarrollo Rural, FIDA.

Sin rechazar la internacionalización de la economía, creemos que esta no debe llevar a la homogenización de los alimentos, ni a la estandarización de la semillas, ni a la desaparición de las variedades locales, ni a la pérdida de las prácticas ancestrales que son parte esencial de la identidad cultural no solo de las comunidades rurales sino de naciones enteras. Estamos convencidos de que la internacionalización de la economía no debe llevar a la explotación desenfrenada de los mares, a los vergonzosos índices de desperdicio de alimentos, ni a la existencia de megaindustrias de alimentos, por ejemplo los de procesados azucarados, cuyos dividendos en buena parte son responsables de otra pandemia silenciosa que genera 300 mil muertes al año solo en Latinoamérica, la obesidad (OMS 2019). Creemos también que algo funciona muy mal en nuestro planeta para que en el momento de mayor producción de alimentos de la historia, cada noche 800 millones de personas se acuesten sin comer (FAO 2019).

De manera respetuosa pero vehemente, hacemos un llamado a toda la sociedad para comenzar a incluir cada vez más en nuestros hábitos de consumo la producción de alimentos de pequeños productores locales y de comunidades étnicas rurales. Es la mejor manera de apoyarlos y de fortalecer nuestra seguridad y soberanía alimentaria. Invitamos a gobiernos, empresas públicas, privadas, instituciones y ciudadanía, a que enfoquen recursos y esfuerzos hacia el empoderamiento económico de comunidades rurales productoras de alimentos, muchas de ellas hoy en la pobreza. Ellas no solo cuentan con una capacidad productiva latente, sostenible y responsable, que en varios países alimenta a buena parte de la población, sino que también son una rica reserva cultural que preserva identidad no solo de las naciones sino de la humanidad.

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