La amargura que viven los niños por culpa de las frustraciones de sus padres

La amargura que viven los niños por culpa de las frustraciones de sus padres

Cuando las responsabilidades de los adultos en la vida diaria no permiten el libre desarrollo de los niños, su formación se afecta viéndose en entornos tóxicos

Por: Paula Andrea Sheik
agosto 26, 2022
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La amargura que viven los niños por culpa de las frustraciones de sus padres
Imagen: Canva

Es evidente: las nuevas generaciones se mueven a pasos acelerados y se hace muy difícil seguirles el ritmo. Cada vez desde más pequeños, los niños y niñas manejan un nuevo lenguaje, viven en un mundo tecnológico y se consideran más independientes de los adultos que intentan acompañarlos en su crecimiento.

Pero, pese a estas marcadas diferencias, ¿podemos decir que, como mediadores, nos estamos “quedando cortos”? ¿Hemos olvidado la importancia de ser guía en el proceso de los más pequeños?

Si se cuentan todos los capítulos de esta historia se debe comenzar desde la concepción, donde el rol de la madre y la conexión con su hijo son el inicio que encamina la construcción emocional y física del pequeño. Cada aspecto que interviene en la salud y bienestar de ella, termina viéndose reflejado en el estado de su hijo próximo a nacer.

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Desde ese momento, el adulto inicia a interceder como mediador desde su rol de protección, intentando comunicarse con el pequeño de la manera más eficaz. Como menciona la psicóloga y terapeuta española Naiara Minto, este vínculo es innegable y está en la naturaleza humana:

Los seres humanos han sido entrenados a lo largo de la evolución para ser muy sensibles al llanto de un bebé y así atender inmediatamente a sus necesidades. Sin darnos cuenta, hablamos con los bebés de forma más lenta, simplificada y con entonación muy variada, lo que les ayuda a descifrar el lenguaje, una tarea importante y difícil en sus dos primeros años” .

Y es que, a lo largo de la vida, la intervención es tan constante (y determinante) que el carácter y visión de los niños se ve influenciada de forma casi innegable por las creencias, hábitos, costumbres y entorno que sus padres han decidido crear para él o ella.

De la mano con lo que menciona el ICBF en su texto de “Proceso promoción y prevención, guía de formación y acompañamiento a familias. Modalidad familiar”, se puede entender que los niños terminan siendo el reflejo emocional, social, económico y cultural de lo que sus cuidadores tienen a su alcance, conocen y quieren transmitirles.

Desde allí, es de vital importancia comenzar a establecer unas condiciones óptimas que ayuden a los niños a forjar su identidad y valores, a contar con entorno sano y con derechos que los cobijen, para que puedan desarrollarse social e individualmente de manera positiva.

Además de ser interventores en su proceso socioemocional, los adultos son también facilitadores para que el niño logre un buen desarrollo en áreas cognitivas, motoras y del lenguaje desde muy temprana edad.

El cuidador es la persona más inmediata en presenciar y auditar estos procesos, por lo cual es fundamental contar con las herramientas, conocimiento y acompañamiento necesario para guiar a los niños en su desarrollo.

Por medio del juego, por ejemplo, se puede ayudar a los pequeños a comprender y a hacer uso de los objetos y del lenguaje, a fortalecer vínculos y desarrollarse en diferentes aspectos. Así, el niño o niña logra entender y conocer el mundo que lo rodea adquiriendo nuevas habilidades y competencias.

Por otro lado, es importante también reconocer al adulto desde la perspectiva de sus aspiraciones y desde la visión de su propia historia y formación. Como nadie nace siendo padre o cuidador, esto se convierte en un proceso de aprendizaje y crecimiento en doble vía.

Como interventores con un papel tan crucial en los procesos de los niños y, a la vez, como responsable del fluir de la cotidianidad y las tareas diarias, los adultos están cargados de responsabilidades, necesidades, compromisos, emociones e incluso metas y sueños por cumplir.

Y no se trata de que un rol sea excluyente la individualidad, sino de lograr un equilibrio donde se prioricen ambas cosas: el desarrollo de los objetivos personales y la labor como guías y mediadores en la vida de los niños que, en su vulnerabilidad, dependen totalmente en sus primeras etapas de los adultos que les acompañen y de su habilidad de generar espacios de diálogo y escucha.

En definitiva, es un acto de responsabilidad y amor ser un mediador en la vida de un niño o una niña, ya que le delega al adulto la tarea de crear un entorno sano y un equilibrio entre sus proyecciones propias y su rol como guía en la nueva vida que se está construyendo.

Apelando nuevamente al texto del ICBF, se puede concluir que “su evolución no depende sólo de la intervención del adulto o de la biología del niño, sino de la interacción entre dos sujetos activos, con intenciones, que se van desarrollando y modificando en el transcurso de estas interacciones” .

Los niños son, en gran medida, el reflejo de lo que ven y conocen de primera mano. Dar paso a una orientación positiva, cuidados, escucha, tiempo de calidad, apertura al mundo que los rodea y sensación de protección, es el mejor legado que se les puede dejar con miras al futuro.

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