Tristemente los hospitales públicos huelen a humedad, a alcohol vencido y a resignación. En muchos de ellos la realidad es que las neveras donde guardan los medicamentos están vacías. No hay sueros. No hay antibióticos. No hay paracetamol. Las camillas chirrean, las bombillas titilan como si quisieran apagarse para siempre. Y la única certeza es que, mañana, todo será peor.
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El drama no es nuevo, pero sí más profundo, los hospitales públicos de Colombia —esos que reciben a los heridos de bala, a las parturientas sin prepago, a los niños deshidratados y a los abuelos sin EPS— están quebrados. Y no es metáfora. Están quebrados de verdad: no tienen recursos para pagar sueldos. Están sin plata para comprar medicamentos, sin insumos para atender a los vivos. Lo han dicho los gobernadores del país, en tono de súplica: la red hospitalaria está entrando en cuidados intensivos. Pero esta vez, al parecer no hay cama ni respirador que la salve.
La causa tiene nombre y apellido: las Entidades Promotoras de Salud (EPS). O mejor dicho, su cartera morosa. Es decir, las deudas gigantescas que estas entidades acumulan con los hospitales públicos por servicios ya prestados. Porque sí: el hospital atiende, cura, opera, medica. Y luego espera. Y espera. Y espera. Hasta que, a veces, no le pagan nunca.
La suma es tan monstruosa como invisible: más de 17 billones de pesos. Una cifra tan enorme que parece ficticia. Basta ir a cualquier hospital de segundo nivel en una cabecera municipal para comprobarlo: las enfermeras trabajan sin guantes, los médicos improvisan anestesia, los ventiladores fallan porque nadie tiene con qué repararlos. Es Colombia, mayo de 2025.

La situación no estalló de un día para otro. Es una bola de nieve que lleva años. Y ahora, dicen los datos, nueve de las veintinueve EPS activas en el país —nueve que concentran al 54,7% de la población afiliada— están intervenidas por el Gobierno. En teoría, eso debería garantizar algún tipo de orden. Pero en la práctica, ha empeorado todo.
Según los reportes del Sistema de Información Hospitalaria, solo esas nueve EPS ya deben 5,36 billones a la red pública. El problema no es sólo cuánto deben, sino cuánto están dejando de pagar. El 35% de los servicios autorizados jamás se pagan.
Los 930 hospitales públicos del país están al borde. Las cifras suenan frías, sí. Pero detrás de cada número hay un drama humano: el celador que lleva tres meses sin salario, el médico que renunció porque no le pagaban, el niño que murió porque no había cómo trasladarlo. La salud pública en Colombia no está enferma: está al borde del colapso.
En una carta enviada al ministro Guillermo Alfonso Jaramillo, los gobernadores le han pedido medidas concretas. Ya no basta con promesas. Quieren un plan de contingencia inmediato, una inyección urgente de liquidez, un esquema de pago con cronograma y sanciones. También piden revisar las leyes que permiten este desangre y crear mecanismos para que las EPS intervenidas —esas gigantes insostenibles— no sigan asfixiando al sistema.
Pero detrás del lenguaje técnico, lo que hay es miedo. Miedo a que la salud colapse sin ruido, como esas muertes que no salen en los noticieros. Porque cuando cae un hospital, no cae un edificio: cae una comunidad entera. Caen los ancianos, los niños, los partos complicados, los accidentes de moto. En los pueblos donde no hay clínicas privadas ni planes complementarios, el hospital público es la última trinchera. Y si esa trinchera cae, no habrá a dónde ir y muchos de los más pobres, los más necesitados morirán.
Lo trágico es que la crisis no se percibe con la urgencia que merece. Es un derrumbe en cámara lenta. Nadie lo ve del todo porque ocurre lejos: en las regiones. Y las regiones, ya se sabe, duelen menos en los escritorios de Bogotá. Pero un día cualquiera, la falta de oxígeno en un hospital de Putumayo se convertirá en la muerte de un niño. O la espera de una ambulancia en el Guaviare terminará en una pierna amputada que pudo haberse salvado.
"Los hospitales públicos son la columna vertebral del sistema de salud", dicen los gobernadores. Tal vez tengan razón. Pero una columna vertebral rota no sostiene nada. Ni un país, ni un sistema, ni una vida.
Mientras llega la respuesta del ministro Jaramillo y del gobierno que él representa, algún rincón del Chocó, la nevera sigue vacía. Y la enfermera —que ya no sabe si llorar, renunciar o resistir— marca con marcador negro las dosis que le quedan de morfina. Le quedan tres. Y mañana llegará otra urgencia. Siempre llegan. Porque la enfermedad, como la deuda, no espera.