La acreditología que obsesiona a las universidades colombianas

La acreditología que obsesiona a las universidades colombianas

"Carece de sentido dilapidar recursos a granel en estos procesos habida cuenta de la gran cantidad de talones de Aquiles que persisten en nuestras instituciones"

Por: Carlos Eduardo de Jesús Sierra Cuartas
agosto 20, 2019
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La acreditología que obsesiona a las universidades colombianas

Si hay algo que llama poderosamente la atención en la historia de Colombia es el hábito pertinaz de copiar modelos extranjeros para aplicarlos a trochemoche sin mayor reflexión y análisis, en marcada contravía con lo advertido a este respecto en su tiempo por José Ortega y Gasset a propósito de su España natal: en el extranjero, búsquese información, pero no modelo. Por estos lares, advertía algo similar Tomás Carrasquilla en uno de sus cuentos, Dimitas Arias, acerca de la nefasta experiencia de las escuelas lancasterianas en el siglo XIX. Y, apenas unos años atrás, el filósofo e intelectual colombiano Guillermo Hoyos Vásquez, cuando estaba al frente del Instituto de Bioética de la Pontificia Universidad Javeriana, durante una brillante conferencia suya dada en dicha casa de estudios, criticó con dureza la manía por la acreditología que ha cundido desde hace un buen número de años entre las universidades colombianas. Y vaya que el buen Guillermo lo decía con amplio conocimiento de causa, puesto que presidió en su momento el Consejo Nacional de Acreditación (CNA). Por desgracia, en este país no sirve de mucho que sus mejores intelectuales le adviertan con lucidez acerca de diversos males que ningún provecho le representan. Sencillamente, la manía de marras sigue proliferando como verdolaga en playa.

Ni siquiera el reciente movimiento universitario ha servido de mucho para tratar de ponerle freno a tan insensata manía, verdadero sumidero de recursos dignos de mejor causa. En otras palabras, carece de sentido dilapidar recursos a granel en procesos de acreditación habida cuenta de la gran cantidad de talones de Aquiles que persisten en nuestras universidades, sobre todo las públicas, talones de Aquiles tales como la precariedad evidente en las bibliotecas, los centros de documentación, los laboratorios, las cafeterías, los restaurantes, las residencias estudiantiles, etcétera, etcétera. Bien cabe adaptar a nuestro contexto un chiste originario de la Rumanía de Nicolae Ceaușescu: ¿Cuál es la diferencia entre una universidad pública colombiana y un campo de concentración nazi? Respuesta: en el campo de concentración hay agua y electricidad. Así las cosas, estamos ante una paradoja harto evidente, a saber: si, desde un comienzo, destinásemos en las universidades públicas los fondos malgastados en procesos de acreditación para la mejora de las bibliotecas, los laboratorios y demás espacios académicos, sobrarían esos procesos de dudosa jaez, máxime que, si una persona o una institución está haciendo las cosas a conciencia con fines de mejora permanente, no necesita que equis o ye persona o institución venga a decírselo para “acreditarla”. Por cierto, esto es justo lo que está pasando en el fondo con la nueva comisión de “sabios” creada por el presidente Iván Duque, “sabios” que han llegado a un diagnóstico más que sabido en el mundo universitario, esto es, que Colombia es un país subdesarrollado. Empero, este es un país que cree necesitar que algún “sabio” venga a decirle cuáles son sus problemas evidentes. Cosas del subdesarrollo, no tanto el económico, sino el mental y espiritual. Colombia, país sobrediagnosticado.

Ahora bien, mejorar los espacios propios del quehacer académico no significa necesariamente adquirir equipos y suministros a trochemoche dados los riesgos de que no pocos de los mismos terminen como elefantes blancos o de que su costo sea mucho mayor en comparación con otras alternativas. En este sentido, vaya aquí un ejemplo que conozco bastante de cerca: en la actualidad, el programa de ingeniería química de la Sede Medellín de la Universidad Nacional de Colombia anda sumido, otra vez, en la manía por la acreditología. A raíz de esto, hay cierto afán, comprensible en principio, por mejorar los laboratorios respectivos. No obstante, faltan imaginación y creatividad al respecto por cuanto la única opción contemplada estriba en la adquisición de equipos, cuyo costo suele ser elevado las más de las veces. Botón de muestra, en el catálogo de la firma alemana PHYWE vemos equipos bastante sofisticados para el montaje de prácticas de laboratorio en temas como las leyes de los gases, los fundamentos de la termodinámica estadística, la medición de propiedades de sustancias puras y mezclas, la adsorción y varios más por el estilo, temas para los cuales existen versiones alternativas de montajes menos costosos en la amplia literatura tecnocientífica concebida para la realización de experimentos con base en equipos que las personas interesadas pueden construir contando con unas cuantas herramientas y materiales de fácil adquisición.

He aquí una muestra significativa: mientras una celda de punto triple profesional, la cual sirve para prácticas de medición de temperatura, puede costar no menos de 1.500 dólares, la llamativa versión descrita en la sección The Amateur Scientist de la prestigiosa revista estadounidense Scientific American cuesta tan solo unos 50 dólares. Empero, este es un enfoque que está faltando en nuestras universidades, fruto de una invencible falta de iniciativa, un enfoque que, sin la menor duda, permitiría optimizar recursos para fines de enseñanza y formación en lo tocante a ciencias e ingeniería, máxime al implicar a los estudiantes en la elaboración de montajes experimentales, más allá de usar prototipos y cajas negras de fábrica que limitan sobremanera a fuer del monopolio radical de los expertos. Al fin y al cabo, como bien lo decía Immanuel Kant, la mano es el filo del cerebro. De esta suerte, el nuestro es un país que dista mucho de haber incorporado el concepto de ciencia ciudadana.

El movimiento universitario aún en curso no se ha ocupado de este problema neurálgico entre sus objetivos, un movimiento más concentrado en conseguir recursos estatales a granel sin parar mientes en la optimización sensata de los recursos ya disponibles, un problema que persiste con tozudez habida cuenta de la existencia en nuestras universidades de burocracias paquidérmicas e ineficaces como las que más, incluidos los directores generales de laboratorios en las facultades, obsesionados con la adquisición de equipos de alto turmequé sin reparar en la posible construcción de prototipos contando con el propio talento local o regional. En el fondo, esto forma parte del desdén proverbial por el trabajo manual en el seno del mundo hispano, harto manifiesto en el precario conocimiento y manejo de herramientas por parte tanto del profesorado como del estudiantado, con las naturales excepciones que confirman la regla. Esto es justo lo que Iván Illich, el crítico más lúcido de las contradicciones y paradojas de las sociedades industriales, denominaba con tino como el monopolio radical de los expertos propio de las sociedades dominantes, monopolio que reduce a las personas a ser meros usuarios heterónomos las más de las veces, usuarios dependientes de los servicios de los expertos debido a la cuasiimposibilidad para que cada cual repare algún artefacto en caso de falla.

En cambio, la lúcida alternativa percibida por Illich, las sociedades convivenciales, promotoras de los valores de uso y la autonomía de las personas, implican el buen conocimiento de las herramientas y la opción de reparar un artefacto en caso de fallo o daño por parte de la propia gente. Después de todo, el ser humano, entre otras dimensiones constitutivas, es homo faber, idea herramientas para fabricar otros objetos. Claro está, es justo en esta perspectiva convivencial que debería enmarcarse el mantenimiento, la reparación y la construcción de equipos de laboratorio en las universidades. Pero, por desgracia, las mismas distan sobremanera de funcionar en sintonía con la visión alternativa de las sociedades convivenciales. Antes al contrario, nuestras universidades, al persistir en una dependencia exagerada del monopolio radical de los expertos, prosiguen atrapadas en el círculo vicioso de las sociedades dominantes, altamente depredadoras de recursos. Y, como parte de este lío mayúsculo, nuestras universidades le rinden culto a la acreditología como si del becerro de oro se tratase, una imposición del neocolonialismo en boga al fin de cuentas. Así, lo que estamos necesitando en el mundo universitario colombiano son los círculos virtuosos, no los viciosos, so pena de que las universidades se queden irrelevantes en un mundo cambiante con motivo de la crisis civilizatoria global que corre, crisis que clama por el paso urgente hacia sociedades de índole convivencial por excelencia.

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