Keith Richards el guitarrista de los Rolling Stones que no se dejó derrotar

Keith Richards el guitarrista de los Rolling Stones que no se dejó derrotar

Ha sobrevivido a sobredosis y descargas eléctricas, cocainómano declarado dice haber aspirado hasta las cenizas de su padre. A sus 71 años inicia gira y Colombia puede ser uno de sus destinos.

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enero 10, 2015
Keith Richards el guitarrista de los Rolling Stones que no se dejó derrotar
Foto: archivo bluefm.com.ar

En el año 1973 el Daily Mirror, azuzando el morbo que habían dejado las prematuras y escabrosas muertes de Jim Morrison, Brian Jones, Janis Joplin y Jimmy Hendrix, elaboró una lista con los próximos roqueros jóvenes que partirían. La lista, cómo no, la encabezaba Keith Richards.

Pero Keef es indestructible y ha sobrevivido a todo:  a una bomba que arrojaron los nazis sobre su casa cuando él apenas era un bebé de meses, a  descargas eléctricas en pleno escenario, a media docena de accidentes automovilísticos propiciados por su extravagante manera de conducir, a dos sobredosis, a caerse de cabeza de una palmera de ocho metros mientras buscaba bajar un coco cuando era un muchacho de 65 años, a la muerte de un hijo, a nueve días ininterrumpidos de rumba, al embrujo de Anita Pallenberg y al ego de Mick Jagger. El popular presentador norteamericano Jay Leno   recomendó alguna vez “Hacer los aviones del material del que está hecho Keith Richards”.

Nacido de una familia de clase obrera en la ciudad de Kent hace 71 años, el mocoso con cara de cangrejo conocería a Jagger a los 6 años. Los futuros Glimmer Twins Jugaban entre los cráteres que habían dejado los indiscriminados y furiosos bombardeos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial y a veces contaban con la fortuna de encontrar todavía metralla entre los pedazos de la madera calcinada. Este primer idilio se vería interrumpido por los problemas económicos que azotaban a los Richards y que los obligaron a irse a un barrio humilde, de casas estrechas y polución constante por culpa de las fábricas que rodeaban el lugar.

Gracias a Doris, su madre, aprendió a amar a la música, el baile y la juerga. Su abuelo Gus le enseñó a tocar la guitarra y ya siendo un adolescente, cuando entró de puro desparche a estudiar artes, conoció el poder del blues y el rock and roll. En una época en donde conseguir un disco de Muddy Waters en Inglaterra era prácticamente imposible, Richards los tenía todos. Creía que era el único que apreciaba esta música hasta que se volvió a encontrar, diez años después, con Mick, el chico de labios gruesos con el que jugaba en la infancia. Sin saberlo ambos habían crecido con las mismas ambiciones y gustos. Jagger tenía discos de Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y Howlin Wolf y quería hacerle un homenaje a todos sus ídolos creando la mejor banda de blues que se hubiera escuchado en la industrial y aburrida Inglaterra de 1962.

Fueron a bares, escucharon grupos nuevos,  y fueron testigos de cómo se establecían las condiciones para la tormenta que aniquilaría la ya moribunda moralidad victoriana. Era 1963 y los Beatles  eran seguidos por hordas de chicas histéricas que matarían por una hebra del flequillo de John Lennon. Mick y Keith conocen entonces a Brian Jones, un muchacho rubio, con ojitos rojos de conejo, achaparrado y fuerte como un toro. Estaba obsesionado con el blues y si iban a tener una banda el mejor nombre que podía tener sería The Rolling Stones por un verso incrustado en una canción de Muddy Waters. Se levantaron a Charlie Watts, el mejor baterista de jazz de la escena londinense y a un bajista un poco mayor y no especialmente talentoso que tenía como principal cualidad tener un amplificador propio y que correspondía al nombre de Bill Wyman.

El grupo estaba listo y en poco tiempo, gracias a una hábil jugada comercial de Andrew Loog Oldham, su manager y prácticamente su descubridor, se convertirían en la contracara de los Beatles. Si el cuarteto de Liverpool estaba conformado por chicos bonitos, bien peinaditos y perfectamente uniformados, los Stones, con sus caras horrendas, su suciedad visible, sus malos modales y su blues descarnado, serían los villanos de la película. La sociedad británica temblaba a su paso y la pregunta ¿Dejaría salir a su hija con un Rolling Stones?, formulada desde la misma entraña del grupo y ampliamente divulgada por los escandalosos medios ingleses, esparcía el pánico por todo el puritano país y les daba de paso a los astrosos músicos una caudalosa publicidad gratuita.

Richards, que siempre había sido un niño mimado por Doris, su madre, empezó a darse cuenta lo duro que era la vida de un músico. Las interminables giras, el acoso de los fans y el inusual horario en el que vivía hicieron inevitable que siguiera el consejo de Johnny Johnson, pianista y escudero de Chuck Berry de tomar anfetaminas para aguantar el trote. A las pastillas le siguió el uso indiscriminado de cocaína, morfina, poppers y ya, al final de la década del sesenta, encontraría su gran amor: La heroína.

No es casualidad que grandes músicos del siglo XX hayan escogido esta adictiva droga como un modelo de vida. La heroína contrarresta el subidón de adrenalina que deja la fama, los escenarios colmados de gente gritando su nombre. Keith vivió con esta compañía toda la década del setenta, rodeándose solamente de delincuentes, jíbaros y gorrones. Lo impresionante es que a pesar de ello tuvo la fuerza necesaria para hacer, en un lapso que va desde 1968 hasta 1972, los cuatro discos más importantes en la historia del rock.

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Mientras que en la orilla de enfrente estaba claro que el poder de la banda residía en Lennon y McCartney, el grueso del público ignoraba el papel fundamental que cumplía Richards dentro de los Rolling Stones. Todos creían que era la banda de Mick Jagger y que él solo era su guitarrista. El sonido como de ritual de vudú que se escucha en el riff inicial de Gimme Shelter es Keith en estado puro. Lo mismo se puede aplicar en Jumpin Jack Flash, Brown Sugar y en todo Exile on main Street. Él era el que componía la música y Jagger arremetía con sus letras o, en casos excepcionales como Simpathy for the devil o Moonlight Mile, era capaz de hacer un esqueleto de la melodía.

Si ves en la calle un rockero asqueroso que sólo quiere tener una vida de drogas, sexo y rock and roll, él es un discípulo, consciente o no, de Keith Richards. Él, con su poética tendencia a la autodestrucción y al desenfreno que lo convertía en un nuevo Byron, inventó la figura del rockero salvaje. Su apología a las drogas y al sexo lo pusieron en el ojo del huracán. Los allanamientos a Redlands, su mítica mansión en Inglaterra, le hicieron ir a la cárcel. Cuando salió de ella se convirtió en todo un símbolo para una generación de jóvenes indomables que querían devorarse a los viejos pacatos que imponían el orden, la moral y las buenas costumbres.

Benditos sean los músicos que pueden rumbear durante días y trabajar a la vez. Hubo juergas de dos semanas en donde el guitarrista perdía la noción del tiempo y de un momento a otro, a la novena noche sin dormir, pestañeaba y caía duro contra un bafle reventándose la cabeza. Después de roncar durante dos horas se despertaba en un charco de sangre. Haciendo caso omiso del accidente pedía una jeringuilla, se daba un chute en el brazo y a seguir para adelante en medio de una nube apacible y opiácea.

A finales de los sesenta le había quitado la novia a Brian Jones. En ese entonces nadie era más hermosa, elegante, sexy y culta que la actriz y poderosa hechicera Anita Pallenberg. Dicen que el sonido único que alcanzó la banda en álbumes como Beggar´s Banquet y Sticky Fingers se lo deben a la bruja alemana. Respetada por toda una generación, convertida en un ícono de la moda de todos los tiempos, la belleza de Anita arrastraba a los hombres hasta la locura. “Al principio, cuando me veía y me hablaba me hacía cagar en los pantalones”- recuerdo el propio Keith. Pallenberg fue la fuerza de la naturaleza que alguna vez amenazó con separar al grupo. Ejercía un control muy fuerte sobre sus tres miembros principales . Jagger estaba loco por ella. Ambos filmaron Performance, una provocadora película en donde llegan a tener una escena de puro sexo explícito. Richards decidió sumirse en la interioridad que le provocaba la heroína y no interferir en la relación. No quería terminar como Brian Jones, apartado del grupo y hundido al fondo de una piscina.

Dejó que Anita volviera a su regazo. Él la necesitaba más que nunca y ella sabía lo frágil que el guitarrista podía llegar a ser. Bajo su apariencia calcinada y maldita, Keith era un romántico que sólo se acostaba con alguien cuando estaba enamorado. En el 72, en plena gira Norteamericana, Bill Wyman confesó haberse acostado con 358 mujeres en un lapso de cinco años. Jagger lo había hecho con 36, el parco Charlie Watts con ninguna y Richards, uno de los jóvenes más deseados del mundo, apenas lo había hecho con seis. Claro, a esto hay que sumarle que siempre vivía colocado y no hay nada más eficaz para la impotencia que un buen chute de heroína.

Amaba a Anita así sobre ella cayeran rumores terribles. Tony Sánchez, jíbaro oficial de la banda, cuenta que alguna vez en Marruecos se encontraron con un hombre moribundo al lado de la vía. Había sido atropellado salvajemente, su cabeza estaba rota y manaba de ella un caudal de sangre. Anita le pidió al chofer que parara, se bajó del Bentley y fue hasta donde el agonizante, se agachó y empapó un pañuelo con la sangre del herido. Luego se volvió a meter al auto. El grupo que estaba en el auto la miraba con curiosidad, ella, guardándose el pañuelo en su cartera, sólo atinó a decir “No hay nada como la sangre de un moribundo para preparar un conjuro” y después hizo alusión a toda esa gente que en la Francia del siglo XVIII se peleaba por empapar sus paños con la sangre de los decapitados en la guillotina cuando aún sus cuerpos no habían parado de temblar.

Dicen que todo aquel que la atacaba o se metía con el grupo moría, que Redlands estaba encantada. El caso es que cuando nació Marlon, su primer hijo, a Keith el amor que sentía por su esposa se le acabó. Ella poco a poco fue sumiéndose más en las sombras y su único consuelo fue dejarse mecer en la placidez de la heroína. A finales de los ochenta, viendo como su mundo comenzaba a destruirse y como Jagger ejercía un dominio total sobre el grupo, el hombre más elegantemente destruido del mundo decidió dejar de ser un yonkie.

Marshal Chess, manager del grupo en los setenta, le recomendó una cura que había en Suiza que consistía en purificar la sangre. En los medios se coló la información que el guitarrista se había cambiado la sangre “Es como una especie de vampiro- decía el Dayly Mirror- sería bueno averiguar de dónde consiguen la sangre pura”. La leyenda siguió viva y después de dejar a Anita se convirtió en un chico bueno que apenas se conformaba con perico, éter, marihuana, poppers y Jack Daniels para sus fiestas. Eran los ochenta y los Beatles llevaban 15 años separados. Lennon había muerto, Keith Moon de The Whoo también al igual que Gram Parsons, Elvis, Sid Vicious, Tom Scott primer vocalista de AC-DC, John Bonham de Led Zepellin y una cuadrilla más de aficionados al chute, pero Richards se mantenía incólume aunque Los Rolling Stones parecían estar destinados a la separación definitiva.

Y es que Jagger empezó a ver que sería mejor reinventarse como solista y  convertirse en un fenómeno de masas como Michael Jackson. Primitive Cool, su primer disco en solitario, sirvió para convencer al público que el sonido de los Stones provenía del poder de su guitarra líder y no de su vocalista. Las peleas entre los dos se hicieron conocidas y mientras Keith se burlaba de su amigo llamándolo “Brenda” “Verga flácida” y “Drag queen”, Jagger respondía diciendo que ignoraba sus insultos porque “Nadie se toma en serio a un yonkie”.

Pero el yonkie estaba limpio y para vengarse de su cantante se inventó un grupo, los X pensive-Winos y a punta de blues y rock demostró que podía rociarse con gasolina y prenderse fuego y aún así resucitar una y otra vez y Jagger, con el rabito entre las piernas, tuvo que comerse la humillación y volver a los Stones y vivir, en plena década de los noventa y contra todo pronóstico, una década de esplendor como cuando empezaron.

Y ahí sigue Richards, 52 años después de toda la explosión, refugiado en la biblioteca de su casa en Connecticut, comiendo pastel de carne con bacon, esperando que pase el invierno para ponerse de nuevo en la ruta, haciendo más conciertos, viniendo ojalá a Colombia en este año que recién empieza. El hombre que esnifó las cenizas de su padre mezcladas en una raya de cocaína, es una máquina de movimiento perpetuo que sólo se detendrá cuando un meteorito caiga sobre él. No veremos su muerte, ya para entonces todos los humanos nos habremos extinguido; sobre el planeta sólo quedarán las cucarachas, las ratas y el gran Keith Richards.

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