¿Por qué es tan malo Juan Diego Alvira?
Opinión

¿Por qué es tan malo Juan Diego Alvira?

Atrás quedaron los años en los que grandes periodistas eran los rostros de los noticieros. En este pantano posapocalíptico la hermosa mediocridad es la que manda

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julio 06, 2022
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Pensar que Ernesto McClausand fue presentador de QAP me pone la piel de gallina. Qué feo eso de estar diciendo que todo tiempo pasado fue mejor. Qué reaccionario e inexacto. ¿Quién quiere volver a vivir en tiempos de Turbay? Pero en un periodismo atrofiado, rococó, vacuo como el nuestro no queda otra cosa que lamentar la decadencia. Ernesto McClausand leyó Los Miserables a los 12 años y a los 14 ya había hecho un ensayo sobre la obra de José Donoso. Conocía a Hunter Thompson y todos los demonios y aún así este monstruo tuvo la gracia para presentar un noticiero, para salir y reportear a grandes personajes como Fidel Castro en la visita que hizo en 1993 justo cuando a su amigo, el Nobel, le alcahueteaban el crimen de construir una mansión –diseñada por Salmona, eso sí- que atentaba contra la armonía centenaria de las murallas que alguna vez cañoneó Sir Francis Drake.

Pensar que Ernesto McClausand tiene la misma profesión que Juan Diego Alvira me hiela la sangre. En su hoja de vida reposan sus mayores y magros logros: graduarse de derecho en la Universidad Gran Colombia, graduarse de periodista en la Jorge Tadeo Lozano, entrar a Radio Sucesos RCN, presentador de City TV, nacer en Ibagué, como Santiago Cruz. Jamás bordeó uno de esos clásicos, como Rojo y negro, con los que tanto disfruta pasar su vejez uno de sus ídolos, Juan Gossaín. ¿No sienten el aliento frío del fantasma de la tía muerta respirando en la nuca cuando caen en cuenta que Alvira y Gossaín son colegas? ¿De verdad hacen lo mismo? Antes lo último que se pensaba a la hora de escoger el presentador de un noticiero era en la presencia física. Ahora es lo único que importa. Para eso existe el telepronter. No importa el disco duro del periodista, no importa lo que sepa, importan es lo que dice. El telepronter es el ventrílocuo, el presentador es el muñeco. Por eso un noticiero presentado por Juan Diego Alvira, a no ser que haga una de sus alviradas, como mostrar el efecto que hace la coca en el cerebro dejando ver como un Alka Seltzer se disuelve en agua, es ya una cosa antigua 24 horas después de ser presentado. Nada que ver con reportajes arriesgados, valientes, como los que hizo Juan Guillermo Ríos en los ochenta yéndose al monte a entrevistar por primera vez a Jaime Bateman, el samario bacán que creó el M-19.

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Antes lo último que se pensaba a la hora de escoger el presentador de un noticiero era en la presencia física. Ahora es lo único que importa

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En su gomina, en su cara perfectamente angulada, Juan Diego Alvira es el espejo de lo que se volvió la televisión hoy en día. Y no hablo de los contenidos, cada vez más inútiles, cada vez más insulsos, sino de lo que pasa detrás de bastidores. Los egos atropellados, el arribismo desmedido, los silencios incómodos en los ascensores cuando estas estrellas de noticieros que no pesan en el mundo deben coincidir en espacio tan cerrado con alguien mortal como la señora de los tintos. Con razón el uribismo se expandió con la velocidad y ferocidad de una pandemia en la primera década de este siglo en los dos noticieros de los canales privados del país. Empeñarse por un traje de 5 millones, por una rumba de 3 palos, por sacar a comer y emborrachar a la Pelada Más Bonita del Noticiero en Andrés Carne de Res, pasar toda una noche hablando de ellos mismos, de sus logros, de los sueldos que a veces inflas con la facilidad que puede tener un ego hinchado. La razón de la mediocridad, frivolidad, falta de valores, parcialidad, imbecilidad, ausencia de sentido del humor y de cualquier atisbo de inteligencia y rigor de los noticieros colombianos radica en que se parece a las personas que lo hacen. Esto sería gracioso si 25 millones de colombianos, cada mediodía, se enganchan a ellos con la pasión que lo puede hacer un heroinómano a la aguja hipodérmica.

Michel Focault decía, en Vigilar y castigar, que los tres grandes fracasos de Occidente han sido la cárcel, que no reforma, el manicomio, que no cura, y la universidad que no enseña. Las facultades de periodismo del país forjan ese tipo de periodistas, avispados, arribistas y lindos que creen que el éxito radica en tener un salario de 50 millones de pesos mensuales y no en amar un oficio apasionante: usar la información para ayudar a que las personas del común entiendan la realidad del país donde vive. Para lograr esto se necesita un espíritu rebelde. Trabajar para Caracol y RCN no es otra cosa que estar en la planilla de pagos de los dos grupos económicos que han saqueado este país: los Santo Domingo y los Ardila Lülle.

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