Jóvenes: a jugar el partido por la educación y la paz

Jóvenes: a jugar el partido por la educación y la paz

"Por ellos y con ellos aprenderemos a convertir la ira en alegría y la venganza en perdón, verdad y reparación"

Por: Julián De Zubiría Samper
abril 20, 2017
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Jóvenes: a jugar el partido por la educación y la paz
Archivo: Radio Nacional de Colombia

Estamos ante un punto de inflexión en la vida nacional. Por primera vez en la historia reciente, los colombianos tenemos la oportunidad de vivir en paz, después de décadas de convivir en medio de masacres, desapariciones, secuestros y violaciones no conocidas antes a los derechos humanos. No es posible asumir posturas ambivalentes. La fuerza de los tiempos nos obliga a tomar partido: O militamos en la paz o lo hacemos en contra de ella. Quedaron proscritas la indiferencia y la abstención.

Según datos de 2015, la mitad de los muertos en Colombia conocía a sus victimarios. Los crímenes ocurrieron por lo general durante una actividad recreativa, social o deportiva y fueron cometidos en la mayoría de los casos por esposos, padres o hijos de las víctimas. Los asesinó la intolerancia, hija y madre de todos los enfrentamientos. Por eso quienes se benefician económica y políticamente de la guerra saben muy bien que deben promover la ira, el odio y la venganza, combustibles esenciales de toda confrontación. Con ellos se siembra la desconfianza, lo que hace inviable construir el tejido social, con el agravante de que sin él no tenemos futuro como sociedad.

http://blogpedagogiadialogante.com/el-impacto-de-la-guerra-en-la-cultura-y-la-educacion/

En este contexto, lo que está actualmente en juego en Colombia es mucho más importante que el futuro político de Uribe, Santos o del partido que creen las FARC.  Tiene toda la razón Francisco de Roux cuando afirma que “lo que está en juego es la posibilidad de que podamos vivir en Colombia como seres humanos”. De eso, esencialmente, se trata la paz: de aprender a convivir como seres humanos, lo que no excluye los conflictos, como nos lo enseñó Estanislao Zuleta, quien defendió toda su vida la necesidad de aprender a vivir con ellos, respetando y aprovechando las diferencias.

Lo triste es que no haremos realidad estos principios de humanidad mientras Uribe y Santos lideren el debate político nacional. Ellos, para bien y para mal, ya cumplieron su papel en la historia colombiana y la polarización en la que están atrapados sólo es provechosa para sus intereses electorales, pero frenará el desarrollo individual y social, e impedirá la construcción de la paz. Como siempre, si ello sucede así, saldrían beneficiados sólo quienes aprovechándose de la guerra expropiaron 8 millones de hectáreas, en lo que podríamos llamar Una “Reforma Agraria”, pero al revés: quitándoles tierra a los campesinos y reconcentrando la propiedad.  Ellos están representados políticamente en el Congreso y exhiben en sus marchas, con desparpajo, camisetas que tienen escrito su lema de “No a la restitución de tierras”. Son una fuerza que se nutre política y económicamente de la confrontación. Por ello, le temen a la paz y a la verdad que se revele durante el proceso de juzgamiento en el que se podrían ver involucrados. Prefieren el silencio. Es por ello que se oponen a la paz. Lo que buscan es conservar la impunidad que hasta el momento han tenido; y aunque en las marchas griten contra la corrupción y la impunidad, en el fondo lo que defienden es: corrupción e impunidad, pero sólo para ellos.

Sin embargo y pese a todos los obstáculos, en 2016 firmamos un acuerdo de paz con la guerrilla más grande y persistente del siglo XX en América Latina. Pese a todos los pronósticos de “mal agüero” que hicieron públicos los dirigentes del Centro Democrático, hemos visto marchar a 7.000 guerrilleros, custodiados por la fuerza pública, hacia las zonas veredales y estamos ad portas de que culmine la entrega de sus armas a las Naciones Unidas. Hace apenas seis años casi nadie pensaba que eso fuera posible. Por eso, cuando se firmó el acuerdo debimos decretar tres días de fiesta nacional; debimos salir a las calles a echar maicena con un fondo musical, a todo volumen, de vallenatos clásicos. Habría que haber celebrado que estaba terminando la guerra en Colombia y por fin podríamos ver el vuelo feliz de las mariposas amarillas que soltamos para celebrarlo. Pero no fue así. Estamos tan acostumbrados a la guerra que no sabemos cómo celebrar la paz. Pareciera que, como sociedad, todavía no la merecemos. Seguimos aferrados al pasado. La inercia de la guerra sigue ganando la partida.

Es por ello que la paz sigue siendo seriamente amenazada. Los intereses electoreros del Centro Democrático para el 2018 la tienen entre la espada y la pared.

La diferencia entre un estadista y un politiquero –decía Churchill– es que el primero piensa en las próximas generaciones y el segundo, en las próximas elecciones. Álvaro Uribe, claramente, no es un estadista. Cualquiera lo debería reconocer y la historia lo dirá de manera fiel. Está obsesionado con retornar al poder en 2018 para echar para atrás los acuerdos y frenar los procesos legales contra la mitad de su gabinete. Desarrolló una violenta adicción al poder que no le permite vivir sin él. Le interesa poco el país y por eso ha hecho todo lo posible para desacreditar el proceso de paz y al presidente que lo está llevando a cabo. Dirige un partido político que ha liderado una sistemática “resistencia civil” contra la paz. Su grupo parlamentario invita a sabotear el proceso, y para ello, propone, una y otra vez, revocar el mandato del gobernante elegido democráticamente por los colombianos.  Lo peor es que la gente lo sigue masivamente, aunque la explicación es sencilla: el discurso polarizante de Álvaro Uribe, que invita al odio, la ira y la venganza, está completamente sintonizado con un país emocionalmente enfermo. La inercia de la guerra sigue ganando la partida y serán los jóvenes los únicos que le pueden cambiar el rumbo al país.

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Lo que hay que entender es que la paz está por encima de estas pequeñas rivalidades electorales. Es por ello que el dilema del país no es entre “uribistas” y “santistas”, sino entre quienes queremos construir un país más educado, más desarrollado, más tolerante y más equitativo, y quienes nos quieren seguir manteniendo en la ignorancia, el subdesarrollo, la exclusión y la inequidad. Santos y Uribe tuvieron su momento y ninguno de ellos escogió la educación, la ciencia, la justicia, la salud, el desarrollo o la equidad.

La juventud –como decía Jaime Garzón– tiene que asumir los destinos del país y no debería permitir que se los siga arrebatando la clase política de siempre, ahora disfrazada de “salvadora de la patria”, o de representantes de la nueva “moral”. No serán tampoco las propuestas del ex procurador destituido por corrupto, que corresponden más al siglo XV, las que resuelvan los problemas del siglo XXI. Es el momento de nuevos liderazgos y nuevos temas en la agenda. Es el momento de gestar nuevas ideas e inyectarle nueva sangre y nuevas dirigencias a los proyectos en curso. Por ejemplo, los jóvenes deberían apoderarse del Plan Decenal de Educación que se está construyendo en el país para el periodo 2017-2026, darle a éste fuerza de ley y liderar una Asamblea Constituyente por la Educación. A través de su orientación innovadora y original no sólo llevarían la educación por nuevos cauces, sino que desmantelarían la corrupción, tan articulada con el poder, entronizada en los partidos políticos y connatural al actual sistema electoral y político colombiano.

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La educación y la ciencia tienen que convertirse en nuevas prioridades por discutir. A los políticos colombianos les ha faltado la grandeza necesaria para reconocerlo y ponerlo en práctica. La realidad no puede ser más clara: llegó el momento de que los jóvenes generen nuevas alternativas, como antes lo hizo la generación que les precedió y que logró el más importante cambio constitucional que hemos conocido: la Constitución de 1991. Todo ello al fragor de una “Séptima Papeleta” y del proceso de paz con el M-19.

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Estamos en un momento de inflexión. Son los jóvenes quienes tendrán que convertirse en guardianes permanentes de la paz y deberán ser ellos quienes conviertan un acuerdo por lo fundamental en educación en ley de la república. Los jóvenes deben volver a marchar: Hoy, la paz y el derecho a la educación siguen bajo amenaza. Será la fuerza de la juventud la que garantice a todos el derecho a una educación de calidad y serán su rebeldía y su esperanza las que no permitirán que triunfen las voces de la guerra. Por ellos y con ellos aprenderemos a convertir la ira en alegría y la venganza en perdón, verdad y reparación.

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