James-Zidane: la magia contra el mercado

James-Zidane: la magia contra el mercado

"El Real Madrid, más allá de su legendaria historia como club de fútbol, es una empresa con pretensiones de multinacional, que necesita resultados y que busca sin descanso la hegemonía absoluta"

Por: Adrián Peña
junio 07, 2017
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James-Zidane: la magia contra el mercado

El fútbol entrañable de la época romántica es hoy tan solo una añoranza cargada de melancolía. Ese deporte practicado por héroes mitológicos que podían dedicar su vida entera al club de sus amores ha sucumbido a los embates de la economía de mercado, transformándose en un portentoso negocio en el cual la rentabilidad es el único fin deseable. Y sin embargo es fútbol, mantiene aún latente algo de su mágico pasado. Pero es un fútbol acorde a los tiempos que vivimos: vertiginoso, carente de alma y plagado de superficialidad. En el fútbol del siglo XXI no hay espacio ni tiempo para aguardar milagros o reivindicaciones. Solo sirven los títulos, porque los títulos se traducen en supremacía, la supremacía es evidencia irrestricta de poder y el poder generalmente viene acompañado de mucho dinero.

Los clubes más ricos del mundo disputan una batalla interminable por imponer su hegemonía en base a golpes de chequera. Del otro lado, los jugadores, cual piezas de ajedrez cautivas en una danza perenne, aguardan la oferta rimbombante del club de turno, que ha de asegurarles un porvenir exitoso. Los millones vienen y van. Las campañas publicitarias de las grandes marcas, el glamour, las bellas modelos y el reggaetón delinean la senda gloriosa por la que han de transitar los aclamados mercenarios del balón.

Más allá, a un lado del tablero, silenciosos y expectantes permanecemos los fanáticos, esa masa anónima sin la cual el negocio carecería de sentido, pero que de forma paradójica, no tiene ni voz ni voto en las decisiones trascendentales que marcan el devenir de este majestuoso espectáculo.  Justamente, somos los fanáticos quienes más sufrimos por las situaciones cotidianas que afectan al equipo que amamos y a los jugadores que seguimos. El sentimiento nacional, ese que aflora cada vez que juega la selección de nuestro país, ese que no entiende de tácticas ni objetivos y que responde únicamente a un sentimiento visceral arraigado en algún lugar recóndito de nuestro cerebro se siente herido y humillado cuando suceden cosas como la ocurrida el sábado pasado en la final de la Liga de Campeones de Europa. Nadie —salvo algún insensato— esperaba que James Rodríguez fuese titular en el juego más importante del año. Conocíamos de antemano el pensamiento táctico de Zinedine Zidane y eso era una evidencia irrebatible del aciago día que le esperaba a James. Sin embargo, ni el más pesimista de los colombianos esperaba ver reducida a la máxima figura de la selección al triste papel de simple espectador. Aún cuando todos sabíamos que no sería parte del once inicial, esperábamos verlo jugar al menos unos minutos de la segunda parte, entrando como revulsivo en un equipo plagado de estrellas en el que su protagonismo no es ni puede ser indiscutible como si lo es en su selección.

Cuando James deslumbró al planeta en el mundial del 2014, el Real Madrid supo que su posible contratación representaría un negocio redondo en el que el equipo más laureado del siglo veinte saldría ganando por todos lados. Al contratarlo se hacían con un jugador poseedor de una calidad indiscutible, talentoso, determinante y de gran proyección. Esas y otras virtudes no menos importantes en el ámbito futbolístico, además de ser el boom del momento al haberse proclamado como goleador del mundial, venían acompañadas de unas características fenotípicas acordes a los estándares de la sociedad occidental, eso que llaman “buena presencia” o “imagen”, lo cual le facilitarían su entrada en el mundo de las grandes marcas, que, sin dudarlo, se lanzarían en pos suya a fin de etiquetarlo y utilizarlo para promocionar sus productos. El mismo Real Madrid sabía que los potenciales beneficios por venta de camisetas estampadas con su nombre en nuestro hemisferio serían enormes,  que los euros que ingresarían a sus arcas compensarían con creces la inversión realizada para hacerse con sus derechos deportivos y así, sin más rodeos, selló su contratación  en el verano europeo del 2014, para beneplácito de todos los colombianos quienes siendo hinchas o no del Real Madrid, se sintieron orgullosos de que su máxima figura -una vez caído en desgracia el “tigre” Falcao- recalara en el club más mediático y glamoroso del planeta.

La maravillosa primera temporada de James confirmó con creces las expectativas generadas, y en su país natal, el sentimiento generalizado era el del orgullo y la idolatría absolutas. No era para menos. Por primera vez en la historia, los jugadores colombianos entraban pisando fuerte en la élite del fútbol mundial. Nuestros compatriotas empezaron a ser vistos desde otra perspectiva en un mercado que parecía ser de dominio exclusivo de brasileños y argentinos. Los ojeadores de los equipos europeos apuntaron sus binoculares a la tierra de García Márquez en busca de jóvenes talentos, diamantes en bruto destinados a ser pulidos y procesados en masa por la clamorosa industria del fútbol. El estandarte de este auge era nada menos que el poseedor del número más emblemático en la historia del fútbol, el mágico “10”plasmado en la camiseta más exitosa y mística del fútbol europeo.

Todo era un idílico cuento de hadas hasta que el destino de James chocó con la realidad. Y esa realidad es que el Real Madrid, más allá de su legendaria historia como club de fútbol, es una empresa con pretensiones de multinacional, que necesita resultados y que busca sin descanso la hegemonía absoluta porque solo esa hegemonía le asegura un constante flujo de caja. Los clubes que nunca ganan títulos o que ganan pocos pierden paulatinamente esa aura de invencibilidad que los rodea y esa pérdida desvaloriza su marca. Basta ver el ejemplo del otrora todopoderoso Liverpool de Inglaterra que en las últimas décadas ha visto como el Manchester United, su acérrimo enemigo lo ha destronado en el ámbito deportivo y por ende en el plano económico y publicitario.

Hoy, junto al Real Madrid y el Barcelona, el Manchester United es la marca más sólida y de mayor proyección en el mundo del fútbol; el Liverpool observa de lejos ese podio de gigantes europeos, añorando sus épocas de gloria, aunque sin duda, sigue siendo en el imaginario colectivo uno de los clubes más emblemáticos del mundo, siendo poco menos que un club de culto. Pero, volviendo al caso del Real Madrid, un club de esas características no puede someterse de brazos cruzados al brutal dominio de su némesis, el Fútbol Club Barcelona. El Real Madrid no quiere vivir como el Liverpool de sus glorias pasadas y mucho menos ser solo un club de culto. El Real Madrid fiel a su nombre, aspira siempre a la gloria y esa búsqueda justifica los medios. Ese era el escenario planteado. Era la búsqueda de la hegemonía absoluta o la desvalorización de su marca.

El Barcelona venía cosechando una seguidilla de triunfos que en menos de una década había socavado la supremacía histórica de su archirrival. En términos económicos, el Barcelona se había acercado peligrosamente a los dividendos  recabados por el Real Madrid. Era el momento de actuar y Florentino Pérez, presidente del club y ante todo empresario actuó como lo haría cualquier gerente de empresa. Decidió destituir a Carlo Ancelotti, entrenador del equipo, quien había cosechado buenos resultados en su primer año, ganando la Liga de Campeones que le había sido esquiva al equipo merengue desde la temporada 2001-2002, pero quien en su segundo año como técnico de la institución, no había logrado ningún título importante, lo cual era imperdonable para los mandamases de la “casa blanca”. El destino de James, -quien individualmente había tenido una excelente temporada siendo titular indiscutible para Ancelotti- comenzó a cambiar.

Rafa Benítez, sucesor de Ancelotti nunca creyó en James. El técnico español pasó sin pena ni gloria por el vestuario merengue; para James, en cambio, el legado de Benítez tuvo consecuencias nefastas. Por primera vez en su carrera dejó de ser titular y tuvo que acostumbrarse a ver los toros desde la barrera. La llegada de un hombre como Zinedine Zidane parecía un buen augurio para el colombiano, quien sin tener el virtuosismo que Zidane supo encarnar en los campos de fútbol, era el jugador más parecido al francés de cuantos habitaban el vestuario merengue. Todos pensamos que Zidane, fiel a sus características como jugador, optaría por traer de regreso a James, el creativo, el diferente del equipo, y que sabría darle su lugar en el campo, permitiéndole lucir las características que todos le conocemos. Pero no fue así.

Paradójicamente, el Zidane jugador no hubiese podido jugar en este equipo dirigido por el Zidane técnico. Un equipo diseñado para tener equilibrio en el medio campo y un poderoso despliegue por las bandas, merced a las características atléticas de Ronaldo y Bale, dejaba sin espacio a un hombre como James, acostumbrado a tener mayor libertad para crear y poco útil al momento de marcar y defender. El Zidane técnico prefiere el equilibrio y el orden antes que la magia. Y si ese equilibrio viene acompañado de triunfos, difícilmente James podría reclamar el protagonismo que otrora tuvo en el equipo blanco. No nos engañemos: en un fútbol que premia los resultados por encima del virtuosismo, el despliegue táctico de Zidane es eficiente y deseable. Mientras los resultados lo acompañen, de nada valdrán las numerosas críticas  de la prensa o el clamor de un país que no entiende de táctica sino de pasión. El Real Madrid-empresa se deleita con los resultados esgrimidos por Zidane en sus primeros dos años como técnico. Dos Ligas de campeones al hilo y una Liga de España son sus tarjetas de presentación. El éxito económico parece asegurado por unos cuantos años más y la lucha de poderes con el Barcelona como sobrepeso ha recobrado su histórico equilibrio.

 En el plano estrictamente futbolístico, lo de Zidane puede o no gustar; es cuestión de estilos. Muchos prefieren el virtuosismo del Barcelona de Guardiola o de la Brasil del 70. Otros prefieren la contundencia de equipos como los de Mourinho o incluso el orden táctico sin destellos de creatividad, cuyos máximos exponentes han sido siempre los clubes italianos. Pero sin duda alguna es evidente que el francés ha sabido dirigir un vestuario difícil en el que los egos de las superestrellas suelen dificultar el trabajo del técnico de turno. Y ha sabido ganar en una tierra de gigantes portentosos como lo es la Liga de Campeones.  Los insultos y agravios dirigidos a Zidane por parte de los colombianos son entendibles pero no representan una visión objetiva de la realidad. Cada técnico tiene el derecho y el deber de jugar como le gusta y como se sienta más cómodo. En ese sentido, habrá siempre jugadores sacrificados en aras de alcanzar los objetivos del técnico y del club. Y el objetivo de Zidane no es otro que el de mantenerse a flote en una institución que olvida fácilmente a sus ídolos, que no perdona malas campañas y que necesita sentirse siempre ganadora. En este contexto, James es el soñador empedernido que opta por luchar contra las adversidades para cristalizar su sueño de triunfar en el club de sus amores. Algo del fútbol romántico de otras épocas hay en James, una llama incandescente que lo acompaña. Quizás es por eso que lo seguimos y nos laceran sus dolores. Por eso, y porque en la triste sociedad en la que vivimos, en la que el mercado nos arrincona y nos roba nuestros sueños e ilusiones, no nos queda otra opción que refugiarnos en la ficción del fútbol, aunque también el mercado lo haya despojado en parte de su magnificencia.

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