Intimidades de un motel caleño en pandemia

Intimidades de un motel caleño en pandemia

“A mí no me da miedo del virus. De lo único que me da susto es de morirme. Levantó la mirada hacia el cielo, (...) él sabe lo que hago y por qué lo hago”.

Por: Hugo de Jesús Tamayo Gómez
noviembre 23, 2021
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.
Intimidades de un motel caleño en pandemia
Foto: Pixabay

Hola, ¿cómo le está yendo en medio de esta pandemia? ¿Todavía en la casa? No, ya abrieron. Estamos trabajando. ¿Y cómo hacen? Aquí hay unos protocolos.

Después de cerrar el chat con esta conversación, me preguntaba, ¿qué protocolo podría funcionar para prevenir el contagio del Covid-19 en un sitio donde van más de 70 mujeres a trabajar y unas comparten hasta diez veces en un turno con igual número de hombres? Pensando en tomar las mayores precauciones, me arriesgué y me fui a comprobarlo personalmente.

Luego de que Camila me informara el valor del servicio y acordando de que le pagaría el tiempo suficiente para la entrevista (uno, dos o tres ratos), tomé la chiva de la vereda para el pueblo. De ahí un bus a Medellín y después desde la Terminal de Transportes salí para la ciudad donde ella trabaja. Viaje, que, por varios inconvenientes en el camino, tomó casi 15 horas.

El tiempo para comer algo y ducharme fue corto, pues la cita era a las cuatro de la tarde, hora en que ella empieza sus labores. Me aprovisioné de alcohol, un tapabocas de repuesto y tomé un taxi.

Me subí a este y le informé del sitio donde me debería de llevar. “¡Uy!, paisa, ese es el mejor culiadero de esta ciudad”, dijo el que iba al volante, después del saludo, para romper el hielo entre conductor y pasajero. $ 9.000 fue el precio de la carrera y me dejó en la puerta.

En la entrada, uno de los encargados de la seguridad me aplicó alcohol en las manos. Entré al lugar sin afán para no perder detalle del sitio. Unos cuantos hombres sentados, solos y otros tantos con la pareja haciendo el preámbulo que se acostumbra antes de ir a la acción.

Había unas 25 mesas repartidas en cuatro zonas. A cada una de ellas, en el piso, las rodeaba un cuadro pintado, como señal, para respetar la distancia entre la una y otra, para cumplir las normas de bioseguridad.

Al lado de cada mesa las acompañaban cuatro sillas. 40 a 45 mujeres, unas ligeras de ropas y otras no tanto, paradas por los alrededores con su respectivo tapabocas (no todas lo tenían en la posición que lo deben de cargar). Me dirigí al baño examinando detalladamente el sitio.

Llegué al fondo. De cinco baterías dispuestas como orinales, solo estaban habilitadas la 1, la 3 y la 5. Las otras dos tenían pegada una ordinaria cinta que las cruzaba de lado a lado para no permitir su uso. En la número 5 hice el amago de orinar, mientras escuchaba por los altoparlantes: “El uso del tapabocas es obligatorio”.

De soslayo, miré a varias personas que no lo tenían como debe de ser, pero ese mensaje pasó inadvertido. Luego me dirigí al lavamanos que estaba instalado a la izquierda, oprimí un dispensador que contenía jabón ─utensilio igualmente ordinario─ y traté de no derramar nada de este líquido para no dejar más jabón esparcido del que ya había sobre la blanca porcelana. Enseguida, saqué el atomizador que yo cargaba con alcohol, me apliqué en las manos y seguí el recorrido por el establecimiento.

Después me hice al pie de una de las cinco barras que tiene el bar, a esperar, pues entre tantas mujeres estar pasando y repasando la mirada por sus caras ─bueno, por sus cuerpos, porque el tapabocas es un inconveniente para este trabajo─; y no llamar a una en particular, causaba molestia en mí; sobre todo, porque cada vez que mi vista se encontraba con diferentes damas, la una me apagaba un ojo, la otra me hacía gestos con su cabeza, otra introducía la mano por el medio de sus senos y la retiraba tratando de que este quedara más visible, otra daba media vuelta disimulando hablar con una compañera, para que quedara expuesta ante mí esa gran cadera… Ya, estando con la mirada hacia un pequeño grupo, de entre ellas salió una y sus pasos los empezó a dirigir hacia mí.

Ella es, dije yo. Su cuerpo era inconfundible. Una mujer que tuvo un hijo a sus 15 años y el trasnocho, el licor y demás asuntos que rodean este trabajo no le han pasado factura, pues su piel sigue tan delicada y blanca como cualquier quinceañera. Vestía blusa rosada que la sostenía dos tiritas que pendían de sus hombros y cubriéndola desde que iniciaba la curvatura ocultada por el brasier que no dejaba percibir más que una pequeña insinuación del tamaño de sus pechos ─diferente a casi todas las de allí, que exponían hasta la mitad, y de pronto más, sus voluptuosos senos─.

Esta blusa tenía un corte en la cintura que le quedaba al descubierto la mayor parte del abdomen ─con esa cinturita podría concursar como “Chica barbie”, si existiera ese concurso─. Aunque era independiente, la diminuta falda parecía que fuera prolongación de la blusa ─también rosada─ que alcanzaba a envolver, bien ajustada, su pequeña y armoniosa cadera.

Esta prenda le llegaba no más que a unos cuantos centímetros abajo de su ingle. Ella debe de medir 1.60, más o menos, y su peso no debe de sobrepasar los 45 a 50 kilos. Se acercó y me saludó de beso en la mejilla. Para esto deslizó su tapa bocas hasta el mentón y ahí lo dejó.

Después de preguntarme cómo me fue en el viaje y cruzar otras palabras, me invitó a que la siguiera. Cruzamos por la mitad del establecimiento, enseguida me señaló una mesa donde había dos botellas de cerveza ─la una casi llena y la otra con la mitad del líquido─, entonces le dije: esa está ocupada. “No, estos ya se fueron para arriba, dijo y agregó: Sentémonos aquí”.

Pedimos cerveza para cada uno, chocamos las botellas y empezamos a charlar de asuntos irrelevantes y diferentes a lo del motivo del viaje. Y, como me quedé en silencio por un momento, me propuso que fuéramos arriba para conversar con más tranquilidad.

Al contestarle afirmativamente, me dijo: “La habitación para un rato (media hora) vale $ 15.000. obligatoriamente hay que comprar un kit de bioseguridad (que no sirve pa’ culo) y vale $ 8.000. Y como le había dicho, nosotras aquí cobramos 50.

Usted verá cuanto demora la entrevista y ya me dice”. Acordamos pagar dos secciones, le entregué $ 150.000, regresó y entregándome la devuelta, que la traía en la mano, me explicó: “Voy a pedir la pieza y enseguida usted entra ─y me señaló una puerta─ que yo lo espero”.

Terminé mi cerveza y cuando calculé un tiempo prudente, me dirigí a la puerta que ella me había señalado. Entré. En este espacio, al fondo, había un mostrador reforzado con hierros hasta el techo que lo atendían dos empleadas y a espaldas de ellas había un pequeño depósito para las llaves, unas casillas para la indumentaria que dejan las trabajadoras mientras suben a hacer su labor y a la vez es el sitio donde asignan las habitaciones.

Como se encontraban otras tres mujeres esperando turno para la pieza, me quedé parado al lado de Camila, al igual que las demás, a esperar nuestro turno.

Cuando mi amiga recibió las llaves, yo seguí tras ella. A unos cuatro pasos había que cruzar una reja que me recordaba los tiempos de juventud cuando la policía me llevaba a una inspección por indocumentado y me metían a un calabozo. Al abrir y cerrar la puerta, es como si uno fuera a entrar a un sitio de esos; y más, con el ruido que hace un pasador metálico al correr este.

Me sentí como en un penal. Ya, al empezar a subir escalas, atrás quedó la música y la muchedumbre. En mi memoria se grabó un olor que no sé describir. Se percibía un ambiente de motel barato con sus paredes desvestidas. Nada las adornaban aparte de los bombillos.

Inmediatamente alcanzamos el segundo piso, a la izquierda había un zaguán, luego a la derecha habitaciones que las puertas daban a un corredor. Todo estaba mudo, como si entráramos dos ladrones a un edificio desocupado. Ni siquiera gritos esporádicos de parejas en acción ─como los que he escuchado en algunos moteles─, rompían ese silencio de cementerio.

Aquí, me dijo mostrando la habitación marcada con el número 03 sobre una placa de acrílico. A mí me gusta más esta porque entra buena luz, dijo, tratando de abrir la cerradura, pero como le fue imposible por la chapa un poco desajustada; yo le hice esa labor. Entramos, lo primero que uno se encuentra es una cama redonda con un tendido azul, sombras blancas y cuadros anaranjados.

Dentro de cada uno de estos cuadros tiene estampada una flor. A la izquierda está el baño seguido de la ducha. A un lado de la cama hay un espejo de tal tamaño que se proyecta toda la actividad de la pareja. A continuación, está el motivo por lo que ella escoge esta pieza, la ventana por donde entra tanta luz, que no hay necesidad de prender el bombillo. Y, por último, a la derecha de la cama hay un aparato metálico para practicar el sexo en diferentes posiciones.

Ambos nos sentamos, le pedí permiso para prender mi grabadora y empezamos a conversar de una forma natural y relajada. Todavía, sin empezar la entrevista, ella me tomó un pie, lo puso sobre sus piernas y me quitó un zapato. Luego, para quitarme el otro, dijo: “Es para que esté descansado, porque usted me dijo que el viaje fue largo ─y preguntó─: ¿Qué quiere que le cuente?”. Le dije que deseaba saber cómo había vivido el proceso de la pandemia, el regreso al trabajo a este sitio y qué protocolos exigen aquí.

“Vea amor, dijo: primero, ¡protocolo!, jajaja ─y se río por varios segundos─. Si el que viene tiene el virus, me lo pega y si yo lo tengo se lo pego ─y continuó─: Nadie estaba preparado para una cuarentena.

Cerraron aquí, me fui para el pueblo y me puse a hacer tamales. Yo cogía una bicicleta, iba a un lado, luego a otro, después a un barrio; que se me olvidaron dos, vuelva y pedalé hasta la casa y después al barrio a entregarlos. Con eso fui sobreviviendo. Era muy berraco. ¡Sobre todo para que después le pagaran a uno!

Ya, cuando anunciaron que iban a abrir, dije, me voy. ¡Qué tamales ni qué hijueputas! Tengo vencido el arriendo. De mí dependen mi mamá, mi hermanita, mi hijo de 11 años, un tío minusválido y el perro. Un amigo que maneja un paga diario me prestó para el pasaje y me vine.

Primero los exámenes, que los vienen a hacer aquí mismo. Valen $ 38.000. Yo sé que no valen todo eso, pero hay que pagarlos. La plata la damos en el bar ─ ¿los exámenes del Covic?, le interrumpí─. No, del VIH y demás, pero del Covid, aquí no hay respeto para eso. Los de salud vienen, nos toman la temperatura y ya.

Uno simplemente se echa la bendición y pa’ la pieza; porque con estos manes hijueputas que llegan de la calle, jmm. Yo acá me cuido, no salgo, pero, ¡uno qué se va a saber con quién tuvieron contacto antes de entrar! Y eso que muchos cuentan que son casados. Aquí, de los pueblos y otras partes lejanas venimos como 50 niñas y de acá de la misma ciudad llegan 20 o más.

Además, creo que a mí ya me dio eso. Ocho días antes de cerrar, tuve una gripa tan horrible que nunca me había dado así. Me dolían los pulmones, el pecho, quería respirar y hacía ujjjjjj, ujjjj. Ahogada. Yo era con fiebre. Me quedé como tres días encerrada en la pieza. La pasé más mal; pero yo no sabía que la pandemia existía.

Entonces yo digo que esa enfermedad ya estaba acá, porque dicen que varios señores de los que venían a este sitio ─ya muy señores─, se murieron por eso ─claro, en medio de la pandemia, después de que cerraron─. Yo he estado con unos viejitos que me ha tocado ayudarles a subir y bajar las escalas; pero esa gente ya no viene. De pronto ahora les da miedo. O serían esos los muertos.

También digo que en las mesas uno se puede contagiar. Mire que un mancito cogió y me chupetió y me dejó babiada toda por aquí ─y ella pasaba su mano por el pecho─, entonces me paré enojada y cuando me estaba retirando, me dio una palmada en las nalgas. Con cualquiera de esos patanes puede pasarse el virus.

Al principio, que dieron el permiso de abrir, eran muy selectivos con las mujeres. Estaban recibiendo a las… No es que yo sea de las más buenonas, pero ellos saben que soy de las que facturo bien. Entonces, como éramos apenas nueve, se hacía una cola de hombres en la calle porque solo dejaban pasar a unos cuantos.

Entraban y se paraban en una zona al frente de donde nosotras nos hacíamos a esperar que nos escogieran ─era sin música y solo permitían tomar agua─. Ahí estábamos pendientes. Ya, ellos miraban y nos hacían alguna señal o le informaban a uno que fuera donde tal y subíamos a la habitación. Pero si a los diez minutos no habían escogido a una niña, se tenían que salir.

Esto de la pandemia le sirvió fue a los dueños. La pieza, que antes valía $10.000, la subieron a $ 15.000 y tienen que adquirir, por obligación, un kit de bioseguridad que cuesta $ 8.000, entonces al cliente de entrada hay que cobrarle $ 73.000. A nosotras también ─a las que nos toca amanecer aquí─ nos subieron la pieza, de $ 8.000 a $ 15.000 y con el kit, que es obligatorio, ya son $ 23.000 diarios. Más la comida, ahí se le va a uno lo de un cuadre y estos últimos días ha estado suave. Dos o tres de lunes a jueves.

Aunque los fines de semana sí es como los primeros días, afuera los hombres hacen la fila esperando mesa desocupada para poder ingresar. Son 8, 9 o 10 vueltas que hago. Eso compensa un poco ─ ¿no se cansa mucho?, le interrumpí de nuevo─ Después de estar borrachita no le pongo mente que llevo cinco, seis o diez, yo sé que necesito recoger seis o siete millones de pesos para irme para Medellín y luego llegar al pueblo a pagar todos los gastos de la casa.

Otro ingreso que también teníamos nosotras, antes de la pandemia, eran las fichas que nos daban por un tequila, o lo que bebíamos, pero eso lo quitaron. Nosotras seguimos cobrando lo mismo, pero como en el negocio de enseguida no subieron los precios, los hombres entran allá, culean, y saben que aquí el trago es barato, entonces se vienen para acá a cerveciar toda la tarde”.

¿Para qué se quita la blusa? Le pregunté, porque en medio de la conversación se fue despojando de ella. “Es que está haciendo mucho calor. Y para atenderlo, mi amor ─me dijo posándome sus delgados dedos por encima del pantalón. Y luego de un delicado apretón los retiró, muy despacio, y mientras los deslizaba de nuevo sobre la sábana, volvió a decir─: "Se ve que tienes algo muy rico.Ya le dije que a mí me gustan los hombres mayores. Quítese ese tapabocas., papito", terminó diciendo al tiempo que comprobaba que mi pene seguía erecto. ¡Puta pandemia!, pensaba yo en silencio.

Respiré profundo y controlándome e ignorando el episodio, le pregunté: ¿Cómo comprueban que cada vez que sale una pareja de la habitación cambian las sábanas? “Eso ni las cambiaran ─respondió y agregó─: Amor, es que a mí también me dan ganas. Aquí estoy con ocho o nueve y luego me masturbo en la pieza

─¿No le gustaría trabajar en un sitio más ordenado y que los cuadres, como usted dice, sean más cotizados?, le pregunté, a la vez que me puse a caminar por la habitación para relajarme cuando vi que la entrevista estaba pasando a otro nivel─. Ya he estado donde pagan 250, 300 mil, pero es mucho tilín tilín pero nada de nada. A veces uno ni se cuadra. También en esos sitios gustan más las tetonas y yo no soy operada”. Y terminando esa frase se entró para el baño.

Cuando salió, se dirigió a mí, me quitó la grabadora ─que la tenía colgada del cuello─, la puso sobre una mesita y se quedó parada de frente, con los ojos puestos a la altura de mi cuello. Cuando dos de sus dedos me empezaron a desabrochar la camisa, le quise decir algo, pero Camila me interrumpió:

“Amor, déjese atender que usted pagó dos ratos. Yo de aquí no salgo sin comerme esa cosota. Tranquilo que ahora le cuento todo lo que quiera sobre mi vida para que escriba un libro”, dijo, mientras que, con una mano, seguía desabrochando botones y la otra la introducía por dentro de mi pantalón.

…Minutos más tarde le dije: ¿Nos tomamos otra cerveza? “Vamos”, dijo y bajamos las escalas. El tosco y ensordecedor pasador de la reja volvió a sonar. Salimos del encierro, buscamos dónde sentarnos y pedimos el servicio a la mesera.

Mientras nos tomábamos las cervezas escuché de nuevo en los altoparlantes: “Recuerden que el uso del tapabocas es obligatorio” y en una de las barras, un cliente, que su ebriedad era indiscutible, sacó el tapabocas del bolsillo y empezó a agitarlo como una persona pidiendo auxilio, pero, por el volumen de la música no escuché qué decía. Cuando ya se quedó en silencio, se lo puso colgado de las orejas, sin cumplir el más mínimo protocolo y a los 15 o 20 segundos lo volvió a introducir a su bolsillo.

“A mí no me da miedo del virus ─dijo mi amiga para reiniciar la conversación en la mesa. Y prosiguió─: De lo único que me da susto de morirme, es que no tenga la redención de… ─ levantó la mirada hacia el cielo, y, a medida que regresaba sus ojos a la mesa, agregó─: Pero él sabe lo que hago y por qué lo hago”.

A medida que pasaban los minutos, veía que entraban y entraban hombres al establecimiento, pero eran pocos los que salían. Luego se sentaban en las butacas del mostrador del bar o en otra barra, porque no había mesas desocupadas.

Y Camila, al terminar la cerveza se paró, me deseó suerte en el viaje de regreso, me dio un beso en la mejilla y se fue a esperar que le hiciera señas alguno de esos clientes.

Y cuando ya no la vi más, ni parada, ni merodeando el establecimiento, llamé un taxi, le pedí que me llevara a la terminal de transportes para empezar el viaje hasta mi casa en la vereda La Quiebra del municipio de Granada, Antioquia.

Allí, acompañado de los perros, los gatos, las gallinas y toda la naturaleza que me ha rodeado en medio de la pandemia; me quedé en un aislamiento.

A los pocos días me empezó un dolor de cabeza que no se me quitaba, en compañía de una continua diarrea. Síntomas, que, al hacerme la prueba del coronavirus, deduje que siempre fue bueno haber tomado las mayores precauciones para visitar ese lugar.

Esa reacción de mi organismo solo fue por alguna comida y una gripa normal ─dijo mi médico─, pues la prueba salió negativa.

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