Homenaje a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki

Homenaje a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki

Las bombas que hace 70 años destruyeron Japón, el imperio que se sumió en el caos por seis días

Por: Luis Fernando Calle Viana
agosto 11, 2015
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Homenaje a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki
Foto: tomada de latercera.com

Un amanecer encendido de nubes rojizas lo saludó desde la ventana, de nuevo empezaba un día de esos cálidos de agosto. Como siempre, su mujer se despertó más temprano que él, una voz grave anunciaba las noticias del día desde la radio que le había regalado su abuelo, el olor del café caliente invadía la pequeña casa de dos pisos, la voz anunciaba la conmemoración de la caída de una bomba hacía treinta años en un pueblo europeo, no más de cincuenta muertos, nada importante comparado con estos tiempos.

En la noche anterior la misma voz anunciaba por el viejo radio las tensiones internacionales por culpa de los presidentes de los dos países, mientras jugaba damas con su amigo de toda la vida al lado del puerto. A lo lejos el faro encendía la noche con su luz, un viejo barco carguero hizo temblar las tablas del puerto, sonaron las campanas que anunciaban el descargue, a lo lejos sonó la sirena que anunciaba los aviones enemigos acechando. Corrió a su carro para llegar a casa a buscar refugio.

Cuando llegó besó a su mujer y a su hija, se fundieron en un abrazo, en la calle un silencio paseaba por entre las esquinas, el reloj estiró sus manecillas, las sirenas pararon y la noche y el mar se aquietaron. Comieron pasta y té caliente, las luces de la casa permanecieron encendidas hasta antes de la media noche, llevó a su pequeña a la cama, leyó con ella un cuento de antaño, en la puerta miró a su hija, abrazada a un oso de felpa respirando profundó. Se acostó al lado de su mujer, la besó en la frente, la vio perderse entre sueños. Él no lograba conciliar el sueño, en la calle se escuchó un grito que lo sobresaltó, se asomó por entre la persiana decorada con dragones, tan solo era un borracho y una prostituta discutiendo por un negocio de piel mal acordado.

Como siempre abrió los ojos antes de que el sol se colara por entre la persiana, su mujer se levantó primero, encendió el fuego para el café y para el té negro, la voz grave anunciaba las tensiones de la guerra –nada nuevo– comunicados de un bando y de otro, parecía que el país ya se había rendido ante el enemigo, había posibilidades de terminar la guerra: ya eran suficientes muertos.

Miró por entre la persiana de dragones que cubría la ventana vertical del cuarto, en el horizonte se veía el viejo faro todavía a oscuras y más allá se encendían unas nubes rojizas y anaranjadas como nubes de fuego –un típico día de agosto–. Se puso el saco gris de coderas de codoroy, empacó los libros en su maletín, besó a su hija antes de salir, su mujer lo vio caminar por el jardín encendido de amarillo, sintió el rumor lejano de un motor de avión, las sirenas de la ciudad se activaron, un resplandor en el cielo, un silbido en los oídos, un sol calcinante arrasando casas y gente. Un silencio extendido.

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