Homenaje a Tino Fernández, el bailarín mayor

Homenaje a Tino Fernández, el bailarín mayor

El escritor Sandro Romero Rey recuerda al director de L' Explose, un artista y creador que abrió camino

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enero 25, 2020
Homenaje a Tino Fernández, el bailarín mayor

Conocí a Tino Fernández llorando. El grupo Mapa Teatro de los hermanos Abderhalden había construido una poderosa instalación en las ruinas de la televisión colombiana, en el centro de Bogotá y allí, entre piedras y polvo, se inventaron la obra Orestea ex machina, versión libre de La Orestíada de Esquilo. Tino era uno de los intérpretes. Lo recuerdo muy bien, picando largas cebollas sobre una mesa de disección, junto a sus compañeros de escena y, mientras crecía el frenesí de los cuchillos, Tino derramaba gruesas lágrimas. Gruesas lágrimas que somos ahora sus amigos, sus colegas, sus espectadores, los que ahora derramamos desconcertados, ante la cruel evidencia de su muerte precoz.

Me conmueve leer los cientos de mensajes que sus bailarines y cómplices escriben en las redes sociales y me sorprende, aún más, que lo hagan en segunda persona. Es decir, como si Tino estuviese “escuchando” lo que escriben. No se me hace extraño. Es la inocente manera de tratar de ganarle una batalla a la nada, a ese cruel e inexpugnable territorio donde nos iremos para siempre y donde ya no escucharemos la voz de nadie, ni el garrapateo del dolor. Pero escribimos, no importa. En primera, en segunda persona, en partituras corales. La muerte de Tino Fernández es inaceptable desde todo punto de vista. Incluso desde la injusticia de la eternidad, la que no se lleva a los que se deberían ir desde hace rato, sino que se encarga de entregarnos nuevos mártires, nuevos íconos para alimentar la nostalgia.

No conocí ni Con los ojos cerrados, ni El silencio de las palabras, ni El secreto de Inés, ni Contre-coeur. Vi el corto L’Attente de 1994, cuando Tino comenzó a sentirse realmente colombiano. Pero el Tino Fernández que empezó a deslumbrarnos, al menos a mí, nació con La irrupción de la nada, La huella del camaleón y, sobre todo, con ¿Por quién lloran mis amores? (de donde ha salido una de las imágenes emblemáticas de la historia de la danza en Colombia, gracias a la bailarina Lina Maria Gaviria y al fotógrafo Carlos Mario Lema). Hubo otros títulos por el camino (Tríptico, Háblame de amor, Sé que volverás) pero su obra se caracterizó por una continua búsqueda, donde no había tiempo ni para el lamento ni para la protesta. El bailarín era un ser de la escena o, simplemente, no era. Y desde esa premisa siguieron gestándose sus títulos sagrados: La mirada del avestruz, Al salir de la crisálida, en fin, Dime lo que ves, El tiempo de un silencio. Entre su voluminosa producción se combinaban los proyectos de largo aliento, con las experiencias intimistas, los pasos delicados, los silencios inquietantes. Unos y otros tuvieron la impronta de su estilo y el poderoso misterio de los grandes artistas.

Mientras continuaba con sus logros (Frenesí, La razón de las Ofelias, Tu boca, Enotraparte), Tino contó con la exquisita complicidad de Fernando Fernández y, con él, nació La Factoría de L’Explose, un lugar emblemático para la danza-teatro en Bogotá, laboratorio de maravillas donde los espectadores nos fuimos convirtiendo en asiduos habitantes de sus prodigios. Pero no solo allí. De la intimidad de La Factoría pasábamos al Teatro Jorge Eliécer Gaitán, a Casa Ensamble o al Teatro Mayor. Ningún formato le fue ajeno. Y en ese periplo nos maravillamos con Martini Blues Cabaret o el poderoso Diario de una crucifixión, con Las bodas de Stravinski o la divertida Crónica de una historia danzada. Disfrutamos una y otra vez de la difícil y gastada Carmina Burana, con RH Positivo y Celebración y En caso de muerte. Combinó nuevos acertijos en El mundo de miel, Quijote, Tu nombre me sabe a tango hasta llegar a El carnaval del diablo, Rendez-vous, la poderosa Tiresias o la razón de ser, a su lorquiana La miel es más dulce que la sangre y, finalmente, A flor de hiel, su canto del cisne.

Viajar a través del recuerdo de la obra de Tino Fernández es fascinante, mas no suficiente. Nos queda un nudo en la garganta, un temblor en las manos, un dolor en el corazón que sufre y quisiéramos echar para atrás la película del tiempo para poder aplaudir sin pausa a un ser humano sin tacha, travieso y feliz, a quien la poderosa muerte se ha llevado para siempre, dejándonos en la imposible labor de mantener intacto su legado. Las bombas están cayendo cada vez más cerca pero, al parecer, nunca dan en el blanco indicado.

Adiós, querido Tino Fernández. Aplausos cerrados, en primera persona del plural. Tengo que irme. La función de esta noche nos espera.

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