El hombre de madera en Rionegro (Antioquia)

El hombre de madera en Rionegro (Antioquia)

Es un hombre viejo, de voz pausada y cansada, que se está convirtiendo en madera, en cajón, en recipiente de historias inolvidables

Por: Juan Esteban Trujillo Marín
septiembre 18, 2017
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El hombre de madera en Rionegro (Antioquia)

Estaba mirando las noticias, inmóvil y vacío, era un tipo casi ajeno al tiempo, decorado por la nieve de los años y robado proporcionalmente por la promesa de la eternidad, que de seguro le tranquiliza el alma, cada vez que se ve a un espejo. El tipo parecía estar hecho de madera, por dentro y por fuera, como casi todas las cosas que lo rodeaban, en un sistema solar en miniatura, donde todo se sostenía gracias a la gravedad de los golpes de un martillo, o gracias a las ondas eléctricas de un taladro anaranjado.

El olor a esmalte se repartía por todo el lugar en partes iguales, y el techo era rascado por una lluvia temerosa de convertirse en tormenta, mientras las figuras de humo que producía un café olvidado por su pulgar y su dedo índice, morían al llegar al mismo límite de tejas y bisagras, que la lluvia rayaba con su ritmo hipnótico. En los ángulos desordenados del taller, competían los libros con las lijas y los martillos, los clavos y las pegas; pedazos de otros pedazos más grandes, configurados como recovecos de muebles muertos a los que se les está denegado el permiso de descansar en paz, al igual que los autores de esos libros errantes, que el viejo mismo dice que no sabe cómo fueron a parar allí, justo en su taller, pero que los quiere como se quiere a los hijos pródigos, dice que siempre los presta y que siempre vuelven por vías distintas e inexplicables a sus manos, llenas de cayos y heridas nuevas, que al fin de cuentas, él califica como gajes del oficio. Saben regresar como no lo supieron hacer dos hijos que tuvo.

Partes de camas, cajones sin mesas, baúles sin tapas, relojes sin hora, cumplían una única función, de carácter visual: hacer ver al taller como el lugar más triste del mundo; el lugar más triste después del ataúd que, irónicamente, también está hecho de madera y por lo tanto, dado el caso, él puede dimensionar, pulir y crear su propia tumba. La televisión y la radio hacen pareja en una mesa que asemeja más bien a un meteorito antiquísimo, que había caído ahí y se había convertido en mesa por obra y gracia de quién sabe quién, dos mil o tres mil años atrás, una mesa dinosaurio, una mesa de noche que tenía todos los insomnios del mundo encima.

El conjunto de elementos que gravitaban en torno a este curioso personaje contrastaban el silencio de ese hombre viejo, de voz pausada y cansada, de ese hombre que se estaba convirtiendo en madera, en cajón, en recipiente de historias inolvidables que jóvenes como yo, intentamos revivir y recapitular, con una muy feliz nostalgia por la memoria de la gente de la planilla cotidiana. Geppetto, como decidí llamarlo, dice no creer en Pinocho. Dice que no cree en las hadas y que no cree ser capaz de hacer una marioneta, porque no ha nacido un hombre que pueda imitar la vida. Sin embargo, comenta que sí cree en la virgen, porque es la madre de Jesús. Le comento que Jesús también era carpintero y sonríe, y agrega con gesto dulce: "Por eso mismo chacho, por eso mismo", vuelve su vista gris al televisor y empieza a mirar su delantal azul, como quien se enamora por primera vez, a la par de que se escuchan los resultados de las loterías, que salen uno tras otro en la pantalla, rectificando su mala suerte y poniéndole los pies en la tierra.

Como muchos sueña con ser millonario, antes de integrarse al polvo original del mundo, y dice que nunca es demasiado tarde para volverse demasiado rico, que nunca es tarde para poder descansar los brazos como se lo merece. Me dice que ya tiene que ponerse manos a la obra, que tiene que volver a empezar a jugar hasta las seis de la tarde, que es carpintero. Se levanta con la lentitud de una hoja seca arrastrada por el viento de las cuatro, despega el delantal azul, que cuelga de un clavo oxidado, agrietando una pared llena de humedades, pared olvidada, como un libro que ya nadie abre, como una ventana en la que ya nadie asoma. Se ajusta las amarras detrás de la espalda y se soba las manos, como un zancudo que está a punto de inyectar su aguijón en una jugosa vena. Limpia un residuo de madera del borde de un prospecto de caja, y espanta al zancudo que se va resignado a morirse entre la llovizna. Dice que la caja se la pidieron para guardar joyas. Con humor termina la conversación diciendo: "Oíste, uno no debería comprar joyas y esas pendejadas para guardarlas".  Entre la risa me voy y me esfumo con la lluvia que acrecienta, y que se apaga poco a poco, y que vuelve de repente a nacer, engañosa, y se precipita sobre todas las montañas que bordan en un cordón verde el municipio. Escucho cómo se evapora del martillo y me alejo con la idea de regresar muy pronto.

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