Historia de un perro y su nombre, Boban
Opinión

Historia de un perro y su nombre, Boban

“Alejandro, olvidé decirle, la idea es que los perros de esta camada tengan nombre que empiecen con B”. Hasta ahí llegó Gödel

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enero 02, 2021
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La llegada. Hace casi 13 años. Había más espacio en el apartamento nuevo, mi mamá quería una motivación más para caminar regularmente, y yo tenía el viejo sueño de vivir la vida con un pastor alemán. Quién sabe cómo se van anclando en las mentes esos viejos sueños. Unos pasan, unos se realizan, otros se chocan con el avance brutal de los hechos en la vida. Ya en la edad media de la vida entiendo que tantos sueños no se realizan, supongo que la sabiduría estará en cómo tramitar esa frustración. Quizás fue por haber sido parte de la última generación que algo vio de la serie Comisario Rex los fines de semana, antes de la llegada de la televisión por cable. No me acuerdo de la trama, pero sí de la sensación mágica de pensar en cómo sería tener a Rex en la casa, jugando y resolviendo problemas. Era la Colombia de los noventa. También pudo haber sido la herencia de mi papá que, en medio de El Viejo y el Mar de Hemingway y varios libros de Julio Verne, me había dejado en la mesa noche un par de libros de Rin Tin Tin, que leí de niño con la misma fascinación que vería al comisario Rex unos años después.

No éramos familia con mucha experiencia en perros, y no me acuerdo cómo, llegamos a un criadero a las afueras de la ciudad. Salió la madre de la camada, una perra hermosa que caminaba en círculos alrededor de los dos extraños, mi mamá y yo, que miraban a sus hijos. No era agresiva pero sí imponente, atenta. Será por mi nueva condición, de padre, y lo que he podido ver desde otra perspectiva el último año, pero me parece que la relación entre una madre y su hija, su hijo es lo más conmovedor del mundo animal. Puede ser biológico -no importa la causa en realidad-: la madre se arma de una fuerza física en el embarazo imposible de imaginar y ya cuándo nace, la hija, el hijo, mantiene esa fuerza física para cuidar el cuerpo, pero sobre todo las emociones del recién nacido, con fiereza y dulzura. No es una contradicción, no sé si hay otro dominio en la vida en dónde se vea tan claramente esa mezcla, fiereza y dulzura. La madre casi que se olvida de su cuerpo y su ser, a un costo alto pero que no dimensiona. El padre, si está, sí lo puede observar.  Y hace lo que puede, no mucho.

En los perros el padre nunca está, por lo menos en estos criaderos, pero estaba Raixa que me pareció entonces hermosa y valiente. Corrían esos cachorros entre las piernas de la madre, y yo vi a uno que me gustó más que los demás, se acercó a nosotros, pero no se entregó, iba y volvía, siempre volviendo a Raixa pero manteniendo un ojo en los extraños, con curiosidad. Leal con su mamá pero dispuesto a entender las barreras más allá del círculo que ella le había definido en sus pocos meses de vida. Le dije a mi mamá, “Este es, nos vamos con él, ahora o nunca”. Sabía que los cachorros estaban en la edad adecuada y que tener un perro era una decisión ya pensada, que iba cambiar la vida, pero que, si volvíamos a la ciudad, no iba a pasar. El dueño de los perros, dijo algo que recuerdo hasta hoy: “Esto es un tema de toda la vida, 24 horas. El 24 de diciembre hay que estar con el perro. El 1 de enero, hay que sacar a primera hora de la mañana al perro. ¿Está claro?”. Sí estaba, y nos fuimos con un cachorro de vuelta a la ciudad. No tenía nombre. No lo había pensado. El cachorro, sin nombre, llegó a su nuevo hogar y se quedó paralizado en la mitad de un corredor. Hay algo desgarrador en esa separación. Hace unas horas, el sin nombre estaba correteando alrededor de su mamá, que lo adoraba -eso pienso-, en un potrero, ahora estaba en la ciudad, en un corredor de paredes frías sin su mamá y sus hermanos. Me acerqué, lo acaricié un poco, y le susurré que yo también lo iba a cuidar.

 

El cachorro hijo de Raixa, convertido en Boban

Valleyfair. Hace 15 años. Se volvió costumbre, muchos estudiantes de la universidad, en el período intersemestral de mitad de año se iban a trabajar durante lo que era el verano en el norte. Los destinos eran variados pero, principalmente, era ir a parques de diversiones. Todo el mundo ganaba: los empleadores gringos conseguían mano de obra barata y excesivamente calificada, los trabajadores de países pobres ganaban en dólares unos meses y, decían las agencias que organizaban el proceso, tendrían una experiencia más cercana del sueño americano. A mi me motivaba ahorrar para hacer un viaje que siempre había soñado, el de atravesar de norte a sur Suramérica, en carro. Un viaje de esos, a los 20 años, solo tiene sentido si uno mismo se paga cada kilómetro y mis papás ya me habían dado más que suficiente. Daba clases particulares de matemáticas, pero sabía que eso no me iba a alcanzar. Con buenos amigos, fuimos a una de esas ferias de empleos y nos inscribimos al plan: miembros de la unidad de limpieza de un parque de diversiones, en la mitad de la nada, en Shakopee, Minnesota. Mis papás habían estudiado posgrados relativamente cerca en Madison, Wisconsin. No sabía mucho más. Que el parque de diversiones le cabía casi todo el pueblo de Shakopee. Una de esas características de los suburbios gringos, los tamaños aparentemente desproporcionados para cualquiera que no haya crecido ahí.

Llegamos y la escena era simple: en unos edificios relativamente grandes, a un kilómetro del parque, reunían a cientos de trabajadores que venían de Colombia, Perú, Ecuador, Bulgaria, Estonia, Eslovaquia, República Checa y Croacia. Los edificios me recordaban las imágenes que había visto de la Unión Soviética, hileras e hileras de edificios, todos iguales, todos grises o beige. Dormíamos cuatro en un cuarto, dos camarotes, cada uno con un locker, un baño por piso. El capitalismo mantenido sobre las formas más básicas de emplear. Es la globalización en un sentido, se transporta de un país a otro un insumo para la producción, la mano de obra desde el mundo en desarrollo, por no decir pobre, al mundo desarrollado, por no decir rico. Nadie iba obligado, nadie iba engañado. Yo iba con mi cuaderno de notas, mi ambición de los 20 años de entender el mundo para cambiarlo algún día, y también la intención de conquistar a alguna europea, toda una novedad para un don juan latino. Casi nada de eso salió bien pero, de alguna manera, los meses trabajando en Valleyfair, el parque de diversiones, me cambiaron la vida.

El primer día, en temperaturas que se acercaban a los cero grados, la tarea parecía sencilla: limpiar todos los baños del parque de diversiones. Era un turno de 6 am a 6 pm. En el grupo me acompañaba una mujer y un hombre, ambos afroamericanos, Navy y Michael, de unos cuarenta años. El pago era el mínimo por hora: alrededor de 7 USD. Mis preocupaciones se fueron acumulando rápido: no entendía casi nada de lo que decían Navy y Michael y la coordinadora del grupo, Katie, le tuve que decir varias veces, como dijo la reina: Katie, yo el inglés te lo entiendo, pero si me lo hablas despacio. Nunca había manejado la máquina a presión que me tocaba usar y no entendí la explicación que me dio Michael. Después de estar con unas horas con esponjas lavando baños, en la pausa del almuerzo, le dije a Navy que quizás estaba echando mucho jabón porque sentía ya el ardor en las manos. Me miró, cariñosa, y me dijo que le mostrara la palma de la mano: sus manos son de niño, dijo, le pidió a Michael las de él y me dijo, toque, esas son manos de hombre. Se va a acostumbrar, me tranquilizó. Tenía los tenis juagados con agua helada y no sentía los dedos. Navy lo notó y me dijo, “mañana póngase bolsas alrededor de los zapatos si no tiene botas”. Y yo, el inteligente estudiante colombiano de biología y matemáticas, que pensaba que iba en una exploración para entender los lazos del capitalismo mundial, rápidamente se dio cuenta que era un idiota y un ignorante, y que necesitaba avisparme rápido para poder hacer bien el trabajo por el que se me pagaba: limpiar baños y recoger la basura.

Pasaron los días y me fui acostumbrando. Entendí por qué, en medio de un período expansivo de gasto en Estados Unidos – se sembraban las semillas de la crisis financiera de 2008-, Navy y Michael trabajaban en lo más bajo de la jerarquía laboral gringa, en trabajos que solo hacían o trabajadores que venían de Europa del Este y América del Sur o jóvenes gringos que iban una semana durante el verano a aprender algo: a ella, la habían echado de sus últimos dos trabajos por pelear y él, acababa de salir de la cárcel. Poco a poco, aprendí a entenderles y entendí su ignorancia que era distinta a la mía: una vez, oyendo en el almuerzo que yo hablaba en inglés con una compañera eslovaca, me preguntó Navy: “No entiendo. Si ustedes hablan en idiomas que no son inglés en sus países, ¿por qué hablan inglés entre ustedes?” Le expliqué que no veníamos del mismo país y que los idiomas eran distintos, el eslovaco y el español. No entendió. Y yo, no entendía por qué no entendía la obviedad. Pues resulta que no lo era para ella. Que lo que es obvio para uno, no es obvio para los demás. Me dijo entonces, “Wow, nunca imaginé que hubiera tanta complejidad más allá del inglés, pensé que en el mundo se hablaba inglés y que todos los demás hablaban otra cosa, la misma cosa”. Disfrutaba mucho los almuerzos dibujándole mapas, le hablé de la esclavitud y el origen de los afroamericanos y los afrocolombianos, del café, y ella se sentaba y oía con atención.

Decía que me cambió la vida porque la mía en Colombia era la vida de un privilegiado, tan pequeño ese grupo, tan injusto el destino. Y cuando me tocó destapar un baño tapado con diarrea ajena, pasar horas recogiendo comida que botaban los clientes al medio día mientras yo había andado en medio del verano con hambre toda la mañana porque en el afán de llegar a marcar la tarjeta a las 6 am no había desayunado, cuando me tocó mirar a los ojos a un niño, de 15 años sería, que se acercó y me dijo, “Hueles a mierda, fucking latino”, cuando se acumulaban esas experiencias, yo sentía que estaba aprendiendo, que estaba ampliando la mirada, que podía -al menos intuir- otras vidas, otras experiencias, y apreciar mi suerte, que no la merecía. Pero, sobre todo, me cambió la vida porque conocí a algunas personas. Pensaba, después de una disquisición en la cafetería a un grupo de europeos, muy propia de los 20 años, sobre el papel del imperio estadounidense en la reproducción de la pobreza mundial, que algún valor había que encontrar en que, en ese país, y solamente ahí, podían encontrarse un colombiano, un búlgaro, un checo y un croata a hablar sobre cualquier cosa.

En los turnos de recoger la basura, armaban grupos de dos personas. Uno para empujar el contenedor y el otro para ir armando las bolsas que se llevaban al contenedor. Esos eran buenos días en general, caminar -despacio-, buscar alguna sombra, tomar agua por ahí, ver a los clientes felices en los juegos, y conversar. Yo me hice muy amigo de un croata, Vedran, y trataba en general de quedar con él en los turnos. Agudo, sabía mucho de historia de los Balcanes y yo no sabía nada. Pragmático, reflexionaba sobre la vida, los objetivos, los caminos posibles. Hablábamos de fútbol. Un día le dije que uno de mis equipos favoritos era la selección de Croacia del 98, por el coraje y el buen toque, pero, sobre todo, porque ahí jugaba Zvonimir Boban, el 10 que yo habría querido ser. Me miró de reojo, y me dijo, “¿En serio?, ¿un colombiano sabe quién es Boban?” Y le dije que no solo sabía, sino que quería ser como él cuando jugaba y que tenía una foto en mi cuarto, cuando usaba la 10 del Milán.

Llegó el final de los meses de trabajo. Me encontré con Vedran para tomar una cerveza. Ya por esos días había renunciado al parque, le parecía que nos pagaban muy poco y había aceptado un trabajo pavimentando carreteras. Al darle el abrazo final, le entregué la camiseta del Medellín. Me dijo, también te traje algo, una camiseta de entrenamiento de la Selección de Croacia. Le agradecí. Me dijo entonces, “esa camisa la usó Zvonimir Boban, fue la que usó en el calentamiento antes de los entrenamientos en el Mundial del 98 y la llevó conmigo siempre, como un amuleto y para acordarme de lo poderosa que Croacia puede ser”. Vio mi incredulidad. Explicó, Boban está casado con mi hermana. Te manda saludos y que te espera en Zagreb.

 

El primer día le prometí que siempre lo cuidaría

 

Un nombre. Pensé esa noche, le voy a poner al cachorro, Gödel. Estaba en los comienzos de la carrera de matemáticas y, por esos días en la clase de Teoría de Modelos, había entendido la demostración del primer teorema de incompletitud de Gödel y llevaba días pensando solo en eso. Me parecía que la cabeza se me expandía al repasar el resultado, al entender sus implicaciones. También intuí, esa sola vez, que pensar días y días en un solo teorema puede terminar en la locura, así uno no fuera un genio sino un estudiante normal. Gödel terminó así, en la locura, probablemente la persona más inteligente del siglo pasado. Decía Einstein, o eso decían que dijo Einstein, que lo que más le gustaba de estar en Princeton era caminar con Gödel. Háblame de piropos, decía otro amigo.

Esa primera noche, entró un mensaje de texto del dueño de la camada, “Alejandro, olvidé decirle, la idea es que los perros de esta camada tengan nombre que empiecen con B.” Hasta ahí llegó Gödel, sentía que tenía que respetar todas las reglas que me dijeran sobre criar un perro. Fui al closet a buscar algo y vi la camiseta, pensé entonces, Boban, este perro se llama Boban.

Final. Dicen los estoicos que hay que pensar regularmente en la muerte. Que cuando se despide en la noche del hijo y le da un beso en la frente, tiene uno que pensar: “Puede ser el último.” Es una idea que me parece muy difícil. Entiendo cómo puede servir. Para capturar el momento, encontrar la perspectiva en el problema del día. Pensaba en eso la semana pasada, una semana muy dura para mí, y tenía que llevar a Boban a una cirugía por un tumor en la boca, y lo veía ya viejo y canoso, pero con esa misma mirada del primer día. Pensaba en que mi amigo se estaba apagando, y pensaba en lo buen amigo que ha sido, pensaba que estaba contento porque estaba vivo todavía y que lo iba a seguir cuidando, como le prometí ese primer día.

Publicada originalmente el 13 de diciembre 2020

 

 

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