Hay que exhumar a Don Quijote

Hay que exhumar a Don Quijote

“La completud de Don Quijote solo es posible si se entiende la metáfora de Dulcinea y Sancho en la vida del Quijote”

Por: Jorge Muñoz Fernández
septiembre 29, 2017
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Hay que exhumar a Don Quijote
Foto: Wikicommons

Hace más de una década tuvimos la grata oportunidad de conversar con nuestro amigo Waldo Briño y Pepa Belmonte, una activista internacional contra las dictaduras del Cono Sur. Briño, con quien nos unió una extraordinaria amistad, era entonces director en Vancouver del periódico Milenio, quien generosamente me abrió sus puertas editoriales. Briño, de nacionalidad chilena-canadiense actuaba, además, en el grupo musical Inti-Lllimani, del que fuera un mecenas inapreciable el cantautor Víctor Jara.

Waldo hizo parte de los detenidos, torturados y exiliados por el régimen de Pinochet, poseía una vasta cultura literaria y en desarrollo de la charla Pepa, apasionada por Neruda y Matilde, nos dijo haber conocido la Isla Negra y nos sorprendió con su afirmación: “Siguen vivos”.
Se refería a la tumba del Nobel donde reposa los restos del poeta y los de su compañera Matilde Urrutia.

Apasionada por Don Quijote, como lo escribí en una columna del periódico editado en Madrid (España) por el escritor Marco Antonio Valencia Calle, Pepa recorrió los países de América Latina buscando narraciones, anécdotas y relatos quijotescos que le permitieran identificar cuál era la dimensión cultural del Caballero de la Triste Figura en nuestros pueblos.

Nos relataba, en ese entonces, con especial fruición, que conoció a Popayán y, especialmente el pueblito Patojo, en cuyas paredes interiores encontró un epitafio que hacía mención a los restos del manchego que fuera felizmente deslumbrado por la demencia y la locura.

Al deleitarse con la ficción y el mito, sorprendida por ser Popayán la única urbe donde encontró testimonios del inseparable compañero de Miguel de Cervantes Saavedra, nos comentó, con fina ironía, que en la discreta tumba del pueblito Patojo descansaban los sueños y arreos del Caballero de la Mancha, pero le dolía que no estuviera, también, sepultada la memoria de Sancho. “La completud de Don Quijote solo es posible si se entiende la metáfora de Dulcinea y Sancho en la vida del Quijote”, nos dijo.

Para ese tiempo los empleados del hotel donde se hospedó le afirmaron que la tumba que ella había conocido en el pueblito Patojo apenas era una réplica y Don Quijote, en verdad, se encontraba enterrado a un lado de la legendaria Torre del Reloj.

Lo que si nos quedó claro, en ese momento, es que el idealismo de Pepa no desfallecía, que la relación fáctica y la ficción en torno a nuestro continente no eran secundarias, que la narrativa cervantina era para ella una trama que le daba sentido a su vida, al tiempo que, a través de ella, desvelaba las miserias los infortunios y desgracias de nuestros pueblos.

Waldo, que había conocido a Borges en Argentina, nos deleitaba con sus utopías, recordaba sus leyendas donde había corredores sin escapatoria, escaleras inversas y arquitecturas confusas que impedían salir del laberinto y espejos de donde salían tigres y fantasmas, como ocurre con la convulsa situación que vive la región andina en nuestro tiempo.

El valor de esos momentos en que España, Colombia y, tangencialmente Argentina, fueron objeto de nuestra tertulia tiene hoy un valor inapreciable, tanto que se trataba de conocer leyendas para cambiar el mundo y hacer que los sujetos conocieran otras identidades y repartos.

Formar nuevas creencias, en la versión de Pepa Belmonte, una filóloga codiciosa y bohemia, demandaba su tiempo, procesos que transgredían la lectura uniforme de los pueblos y donde lo narrado se volvía inmóvil o fundaba una esperanza.

En momentos en que todo es lacerante, la atmósfera social apesta, donde la enajenación envenena y las puertas del futuro patrio son tapiadas con desalientos y rechazos políticos, recordamos que hace una década propusimos que los escritores de Colombia asistieran a la Ciudad Blanca a exhumar el espíritu de Don Quijote, que nunca debió ser inhumado, para entregar simbólicamente a quienes van a regir los destinos de la Nación, la región y la ciudad los códigos de la ejemplaridad ética de Don Alfonso Quijano.

Recuperar la dignidad, la honradez, la justicia y el amor es un imperativo ético y un desafío, cuando produce vergüenza que lo fundamental, como lo hablaba con pulcritud intelectual Álvaro Gómez Hurtado, está aplastado y casi inerte, tanto que la grosera adicción por la pitanza ha captado personas que deberían ser arquetipos de rectitud moral. Allí el decoro y la moral han sido congelados.

Agredida la decencia y la dignidad, la epidémica corrupción se extiende como un acto cotidiano, el pudor es arrinconado cobardemente y una sensación de impotencia institucional nos produce pánico, tanto más cuando el propio presidente de la República ha dicho que la institucionalidad está en crisis. Insólito.

Tiempo de parias, tiempos de miseria moral, tiempo de indigencia espiritual, tiempo donde la toga asume como símbolo la calavera de la muerte y la justicia es arrastrada por las calles como un perro muerto.

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