Fernando González: La Parábola del Tiempo.

Fernando González: La Parábola del Tiempo.

Recordando al filósofo que inspiró el Nadaismo, el movimiento más importante de nuestra historia literaria

Por: Arturo Hernández González
octubre 23, 2016
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Fernando González: La Parábola del Tiempo.

El único juez que puede valorar el arte en una obra humana es el Tiempo: “Toda obra debe dedicarse al tiempo”, escribió Fernando González al final de Pensamientos de un Viejo… En consecuencia, resulta grato poder pensar –imaginar acaso-, que ha sido el tiempo mismo el que ha acogido a González, por sobre el vacuo silencio con el que la crítica colombiana recibió su obra y su incisivo pensamiento hace más de cincuenta años.

En un periodo que comprende más de un siglo, las noticias sobre González y su obra se han sucedido con particular silencio en el corazón de toda Colombia. No es raro que nuestros mayores autores permanezcan aún en medio de una invisibilización cultural que sin embargo, no los amenaza, pues están más allá del ahora; acariciando tiernamente –y para siempre-, la raíz el tiempo.

Fernando González nació en 1895 en Enviago, Antioquia y murió allí mismo en 1964. No es posible definirlo; es decir limitarlo, llamándolo filósofo, escritor, místico o poeta. Fernando González era todo eso sí, y mucho más. En su última novela escribió “cuando yo me muera no me vayan a ver al cementerio, que allí no estoy” (1962), frase que cobró un particular aire profético cuando en 1973 fue violada la sepultura en la que yacían sus restos mortales y robado su cráneo. José Monsalve esclareció el asunto en 2006 en un artículo de peculiar humor (Un cráneo, un robo y un misterio resuelto) del cual se desprende que ahora sepamos que el cráneo de González descansa –desde 1979- en el ataúd de su esposa, Margarita Restrepo.

Pero la noticia más reciente sobre González tiene que ver con la reedición que el Fondo editorial de la Universidad EAFIT y la Corporación Otraparte han hecho recientemente (abril de 2016) de su libro Pensamientos de un Viejo y que celebra el centenario de su publicación. No es exagerado decir que este es uno de los libros más profundos y mejor escritos; por su carácter renovador e inusitado, en la historia de la literatura colombiana. Debería haber en cada librería y biblioteca un espacio en el que figure González; un espacio desde el que nos hable sabiamente, sin hacer ruido ninguno, dándose a la tarea de pensarse infinitamente en medio de sus límites; límites que sin embargo el tiempo ha sabido amputarle y sus palabras han sabido curar.

González desdeñó la escritura vulgar (reduccionista y dogmática) que muchos practicaban por aquel entonces para cautivar la opinión colectiva y afiló su pensamiento en las cumbres de la meditación solitaria: “Mide la grandeza de un hombre por la disminución de sus dioses: por eso jamás creas en aquellos filósofos que escriben para agradar al público”. La triste solemnidad con la que nos habla González a sus veintiún años, es ciertamente la del hombre envejecido y sin embargo distante de la silueta vanidosa del erudito, es la del habitante de la región silente de su sabiduría.

La actitud moral de González –kantiana en tanto que busca el total desprendimiento-; su génesis vital –y vitalista-, se cifra en ésta frase magnifica: “Luchar contra todo lo existente” (1935). Tanto luchó el filósofo de Otraparte que llegó a ser duramente censurado por el clero y ampliamente rechazado por los intelectuales mediocres que pululaban en la Colombia de su época. Por el contrario, su búsqueda –siempre reflexiva-, encontró puertos más alegres en autores y lectores extranjeros como Wilder y Larbaud. La lucha de González –por ser la más ajena al espíritu de la multitud-, es ciertamente la más noble que se ha gestado en el país, la más honda de reflexividad pura y sincera.

La filosofía de González, inscribe la sutil posibilidad de perorar sobre la poética sensible del artista-hombre sin perder la voluntad crítica de la reflexión y la meditación -descreída de la alienación e íntima en la soledad-, ni lo sutil de su tacto y de su voz. Es por esto, que el regalo que nos hace ahora el Fondo Editorial EAFIT y la Corporación Otraparte, es la posibilidad de palpar el alma de González en las cosas y en la materia mágica de la que se compone su voz estética a través de sus palabras: Lucido y precoz filósofo, sorprendente fabulador, poeta místico y escritor de lo absoluto sobre lo fútil, González fue un renovador como ninguno de las letras colombianas cuya inflexión obsede magistralmente en la parábola como lo hicieran Tagore, Nietzsche o Gibran; cuya lucidez inextirpable excede los valores mínimos, paisajísticos o contextuales para llegar a una abstracción de la existencia, del ser y de lo vivido. No en vano, González fue llamado por Jean-Paul Sartre “el único filosofo existencialista de América” (Araujo de Albrecht, 1959) y su influencia hace eco en autores como Gonzalo Arango y Héctor Rojas Herazo.

La reedición de la obra; organizada ahora en la colección Biblioteca Fernando González,  debe leerse como la acogida que el tiempo le ha dado. También como un pequeño triunfo por sobre la ignorancia y la ceguera (o la falta de memoria) histórica de Colombia. Ahora bien, el prólogo que escribió Fidel Cano para el libro, culmina devolviéndole la libertad al lector para disfrutar -y finalmente-, de la obra de González. Quisiera yo actuar aquí de manera similar pero únicamente para invitar al lector a la contemplación del hondo pensamiento de uno de los mayores pensadores del país. Es posible afirmar que González, se pensó como un aforista y por esta razón nos dice: “Un aforismo solo puede comprenderlo quien lo haya vivido; un aforismo no enseña: hace que el lector se descubra a si mismo…”. Id entonces querido lector –sin prisa; sin afán-, a descubrir qué verdad vive en el revés del ser a través de la lectura, pues “la lectura debe mirarse como un medio para acostumbrar nuestra vista a ver mayor número de matices en la vida…”.

“MI VIDA DE SOLITARIO

Quien huye de la vida es porque ama demasiado la vida. Los hombres vulgares creen que un filósofo es un hombre de alma árida. Todo lo contrario. ¿Cómo puede analizar la vida el que no tiene el corazón repleto de vida? ¿Cómo puede conocer las pasiones, y los deseos, y los movimientos del alma, el que no tenga un alma atormentada?”. (Pensamientos de un Viejo. Pág. 188).

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