Experimentos nazis
Opinión

Experimentos nazis

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junio 06, 2014
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La semana pasada estuve incapacitado con influenza y bronquitis aguda por lo cual no escribí mi columna habitual.  Lo que me permite añadir algo a la última “A Brasil con vacunas”: para ese viaje es conveniente en algunos casos colocarse la vacuna anual contra el virus de la influenza.  Sobre todo personas con enfermedad pulmonar crónica, diría que todos los adictos al tabaco, y sexagenarios o mayores, quienes en nuestra “sexalescencia” (María Elvira Bonilla, El Espectador, 13 de abril 2014) esperamos sobrevivir a las aglomeraciones del Mundial.  Recordemos que en el hemisferio sur es invierno (dicen que en San Pablo está haciendo frío) época de epidemias de influenza.

Una de las ventajas de las incapacidades laborales es que se puede poner uno a terminar un libro en dos días.  El que escogí no es reciente ni mucho menos literatura rosa pero me sirve para meditar algunos aspectos de la medicina contemporánea. Y también repensar términos como neonazi y fascismo que hoy usamos frecuente y descuidadamente. El libro es “Auschwitz: crónica de un médico testigo” (1960) de Miklos Nyiszli. El texto fue publicado primero en la revista Les Temps Modernes de Jean-Paul Sartre y luego en muchas traducciones y ediciones en distintos países.  Sigue siendo una de las más importantes memorias del holocausto según The New York Times. El prólogo de la versión que leí es de Bruno Bettelheim.

Tres profesionales de la salud sobrevivientes a la Shoah (catástrofe en hebreo) escribieron valientemente sobre esa inhumana experiencia: el psicoterapeuta Bettelheim, el psiquiatra Viktor Frankl y Nyiszli. Este último, médico con algún entrenamiento en medicina forense fue el patólogo que hacía las autopsias para el doctor Mengele, autoridad “médica” del campo de concentración. Mengele nunca fue juzgado después de la guerra, huyó a América nacionalizándose argentino y murió ahogado en una playa de Brasil en 1979. En toda esa historia hay multitud de detalles oscuros como para una novela o varias.  Por ejemplo, el doctor Nyiszli murió convenientemente de infarto cardíaco mientras  vivía Mengele quien había procurado por todos los medios destruir la evidencia de sus experimentos. No soy amigo de teorías conspirativas mas sería interesante revisar la autopsia, si la hubo, de Nyiszli.

Pero podemos preguntarnos por qué se hacían autopsias en un campo de exterminio como Auschwitz. Básicamente porque se registraba información “antropológica” y se concluían experimentos “médicos”. Pongo entre comillas esos términos porque todo estaba basado en seudociencias raciales y eugenésicas. Ahora, el hecho concreto es que existen registros y cifras de los hallazgos. ¿Podemos usarlos hoy para llegar a conclusiones médicas y científicas?

Cuando yo estudiaba en Minnesota algunas veces era importante poder predecir, para suspender costosas labores de salvamento, cuánto tiempo sobreviviría una persona que había caído y se había perdido bajo el hielo de un lago congelado. ¿Se pueden usar para responder esa pregunta las cifras de los experimentos en campos de concentración nazi?  Pues se realizaron crueles experimentos con prisioneros sometidos a hipotermia para calcular hasta cuándo se hacían operaciones de rescate de marinos o pilotos caídos en el Mar del Norte. Y los números están ahí. Recuerdo que este dilema ético fue discutido por un famoso experto en una reunión y sorprendentemente un número apreciable de estudiantes de posgrado estaban de acuerdo en utilizar los números nazis. Hoy los estudiantes me dicen: si los números son útiles, ¿por qué no usarlos?  Soy partidario del pragmatismo como criterio de verdad en medicina, lo útil es la verdad, pero debemos aceptar las complicaciones de respetar el derecho del otro a tener un criterio distinto de verdad. Hay que dialogar sobre nuestras diferentes visiones de la verdad.  La verdad no es cosa simple. Ni simplemente numérica, debemos recordar en estos días de encuestas y elecciones.

Otra historia interesante del libro tiene que ver con el aislamiento de personas para prevenir el contagio de enfermedades. Si dividimos la población en razas, nacionalidades o pabellones de prisioneros el aislamiento por infecciones para una persona de talante fascista o nazi se simplifica: hay que exterminar el grupo contaminado. Nyiszli descubre tras sus autopsias dos casos de tifoidea y en su reporte oculta y confunde el diagnóstico final para evitar que se eliminen las personas de ese pabellón. Bettelheim, prologuista del libro, es ambivalente ante estas historias del autor y cree que salvarse con astucias ante el holocausto de su pueblo no es del todo ético. Pero es una situación límite y uno no sabe como la viviría. Santa Edith Stein, filósofa judía conversa al catolicismo, dijo a su hermana cuando la Gestapo se las llevó a Auschwitz: “Vamos a morir con nuestro pueblo”.  Pero era una santa. Los judíos hasídicos (cercanos a Nyiszli) basados en el Talmud piensan por el contrario: “Quien salva una sola vida, salva un mundo”. Quizás los médicos debemos pensar como los Hasidim.

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