Estoy harto de la opinadera idiota en internet

Estoy harto de la opinadera idiota en internet

Un profesor de español aborda el problema de estos tiempos en donde todo es efímero y virtual

Por: Josef Amón-Mitrani
enero 27, 2017
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Estoy harto de la opinadera idiota en internet

Opinar en internet, sobre todo cuando la opinión de uno generó controversia, causa un malestar tremendo, una especie de ansiedad, de sudor, de angustia, de ganas de vomitar, de mareo. No sé si hablo por todos, pero a mí me pasa y es horrible: uno sabe que lanzó un comentario que puede causar fastidios y, sudando, se prepara para el bombardeo de insultos o de comentarios alejadísimos de intentar un buen argumento. Después se viene una bola de nieve imparable: uno intenta responder las bobadas del uno y del otro, y termina enredado, angustiado, escribiendo contrargumentos enmarañados hasta las tres de la mañana. Y la discusión la gana, claro, el que escribió el último comentario, el que se ama tanto a sí mismo que no se rinde.

Puede ser por mi oficio de profesor de español, o por esa obsesión mía de intentar encontrar conexiones donde posiblemente no las hay, pero creo que esa práctica, la opinadera ligth en internet, es un claro reflejo de uno de los grandes problemas de nuestros tiempos: el miedo que le tenemos a pensar, el miedo que le tenemos a esa bella consigna kantiana que nos invita a atrevernos a usar nuestra propia razón: sapere aude. Y, con eso, por supuesto, el miedo a discutir de verdad.

Opinamos cualquier burrada sobre las cosas que hagan escándalo (la guerra en Medio Oriente, las corridas de toros, las marchas multitudinarias, los crímenes muy sonados en los noticieros, el presidente de Estados Unidos), pero no nos detenemos a tratar de entender de dónde salen esos problemas, o qué son, realmente, esos problemas. Yo creo, y lo veo día tras día en mis alumnos de la Universidad, que ese miedo a pensar se da por una simple y complejísima razón: si pensáramos, si nos detuviéramos en los problemas, estaríamos condenados a creer cosas que chocarían con lo “políticamente correcto”. Esa “corrección política” (decir lo que es aceptado) es el cáncer intelectual del tramo que vamos de siglo XXI.

Piénsenlo: no hay nada más opresivo, más discriminador, que una turba de gente indignada en internet porque uno ha dicho algo que no es bonito, que no va con la corriente… Yo, que soy judío y también un defensor ferviente de la causa palestina, me horrorizo cada vez que voy a escribir una opinión sobre el conflicto en Medio Oriente: cuanto intento denunciar las atrocidades de Netanyahu,  aparece un torbellino de amigos de mi colegio (el colegio judío de Bogotá) acusándome, entre líneas, de “traidor” o de “izquierdoso-jipi-malparido”. Cuando intento argumentar que el gran enemigo del pueblo palestino es el Movimiento de Resistencia Islámico, aparecen mis amigos de izquierda insultándome  por fascista-judío millonario-asesino. Y eso está muy bien, a mí no me indignan los insultos. El problema no es la bulla que hacen, el verdadero problema es que no tienen ni idea de lo que hablan, pues no han profundizado en las verdaderas problemáticas que enmarca la discusión. Se han casado con tres o cuatro frases de cajón (clichés), sacadas de algún video “viral” en internet, o de un sentimiento de odio hacia algo que heredaron desde chiquitos,  y hasta ahí llega el argumento. Cuando yo andaba con grupos de izquierda radical, hace seis o siete años, me di cuenta de que hablaban pestes del Estado de Israel pero que ni siquiera sabían dónde ubicar al país en el mapa, o qué era lo que ellos llamaban Franja de Gaza. Y su prédica automatizada por “luchar por un mundo mejor” se venía abajo cuando los escuchaba hablar con sus padres o con sus novias. ¿Cómo quieren salvar el mundo si no son capaces de tratar bien a su familias?, ¿cómo quieren defender la causa palestina si no se han leído un solo libro sobre historia del Medio Oriente?

Lo mismo pasa con los toros: setenta u ochenta “amigos” en Facebook indignados por las corridas. Escribiendo, como locos, “asesinos hijueputas”, o “sádicos gonorreas”, en los muros de sus “amigos” que publican alguna opinión no tan “políticamente correcta” sobre la tauromaquia. Y hasta ahí el argumento, nada más: “esto es tortura, no cultura”, “ninguna forma de tortura se justifica”, etc… Pero no hay un interés real por saber qué es un toro de lidia o por qué ocurre esa práctica. No hay un espíritu de discusión: ¿a qué estamos llamando “tortura”?, ¿para usted qué significa la palabra “arte”?, ¿a qué nos referimos cuando decimos “cultura”, “tradición”?, ¿por qué hay gente tan inteligente como Alfredo Molano o Antonio Caballero que celebran la apertura de la plaza en Bogotá?  No, eso no. Eso no pasa en internet, y no pasa porque nos da miedo pensar, nos da miedo discutir de verdad. Porque si pensamos profundamente, si por lo menos vamos al diccionario, podríamos llegar a la impopular conclusión de que tener un perro encerrado en un apartamento se parece más a la tortura que una cruel (y también deplorable) lucha a muerte, porque el concepto de “tortura” se contradice con el concepto de “muerte”: un toro muere, un perro encerrado vive en la agonía. Pero hasta allá no va el argumento, pues “yo amo a mi perrito y mi empleada lo saca una vez al día, y a mí me gustan mucho las hamburguesas pero no es cultura, es tortura”. Ese es el problema: es muy fácil estar de acuerdo con todo el mundo (“las corridas de toros son muy feas y los que van son unos sádicos”) pero es muy difícil pensar, realmente, si estamos siendo consecuentes con lo que decimos, o si realmente creemos en lo que decimos.

Y hoy, 2017, esa práctica horrorosa, el “like” versus el insulto lleno de odio y de ignorancia, ha conquistado lo que antes eran charlas memorables con un par de cervezas, aquellas discusiones potentes y fructíferas que uno tenía con los amigos… Un ejemplo corto: hace unos días, ya un poco llevado por el efecto del tequila y el despecho, y algo influenciado por Josep Pla (un escritor catalán que me fascina), charlando con unos amigos en un bar, dije algo como: “Es que a las mujeres sólo les interesa un man de billete, la estabilidad, qué les va a interesar un pelafustán como yo que quiere ser poeta”. Y tuve dos “likes” (dos carcajadas de aprobación) y tres insultos “políticamente correctos” (afín con las formas más baratas del feminismo) llenos de ignorancia y de estupidez. Mi comentario fue horrible, fue un mal chiste,  yo jamás defendería algo así (fue un odio que me salió, de repente, como mecanismo de defensa), pero ese no es el punto: el punto es que no hubo discusión alrededor del esperpento que dije, solo “likes” versus escándalo feisbuqueano.

Aquellas frasecillas y símbolos ligeros, como decir “todos y todas” cada vez que se va a hablar (maltratando este hermoso idioma), o como  poner en el perfil de Facebook una banderita de los colores del arcoíris, o como montar una foto de je sui Charlie, no son más que lugares comunes que nos impiden discutir los problemas. “Es mejor eso que nada, ¿por qué eso impide discutir?”, dirían algunos. Impide discutir porque esas bobadas nos hacen creer que nuestra labor está hecha. Y no es así, las luchas sociales no se pelean con un “post” en internet. Se pelean, según mi forma de ver el mundo, de dos formas: la primera es tratar, por lo menos tratar, de entender las problemáticas, de leer, de ponerse, realmente, en el lugar del otro. Y la segunda: vivir de acuerdo con lo que creemos, aplicando lo que creemos a nuestro contexto, a nuestro mundo cercano; siendo buenos vecinos, no dejándonos llevar por esas grandes luchas que se hacen “virales” por una semana y desparecen, como fantasmas, para siempre.

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