Escribir, un placer de costos y riesgos

Escribir, un placer de costos y riesgos

El día del idioma tiene la palabra

Por: Alexis Diaz
abril 23, 2018
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Escribir, un placer de costos y riesgos

"Una cosa es cierta: donde abundan las palabras, abundan los disparates; y nada se gana con eso" (Eclesiastés 6:11).

Las personas hablantinosas de alguna manera llaman la atención, pero siempre acaban frustrando la atención de sus interlocutores. Finalmente el producto de sus peroratas recala en lo absurdo y lo disparatado. Todo lo que digamos, incluso lo que escribimos, pasa por una criba reflexiva y una discreción emocional. Un estado mental congruente, que supone una armónica relación entre lo que pensamos y lo que la realidad fáctica dice. Es también integridad, respeto y equilibrio desde nuestra realidad personal, cien por ciento subjetiva, ante la construcción de una realidad ficcional. En ese sentido la degustación de nuestro mensaje queda supeditada al uso racional de los ingredientes.

Alguien quien no preciso (algunos se lo atribuyen a Freud) dijo que "uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla". Total verdad. El poder de las palabras dichas para bien o para mal es inobjetable, y así como se construye también se destruye. No obstante, esta audaz disquisición apunta básicamente al uso de las palabras escritas, independientemente del género literario o periodístico en el que hipotequemos nuestro pensamiento.

Incurrir en un error de cálculo podría acarrearle al cirujano penosas noches en vela. A gracia de una incisión desmedida el paciente podría terminar en el cementerio. O en la cárcel, una vez consumada su venganza. El galeno seguiría en el hospital, pero ahora requiriendo de cuidados intensivos.

Igual sucede con un escrito ampuloso. A todos nos ha pasado. Creemos que con preñarlo de voces grandilocuentes le estamos inoculando vigor literario, cuando en realidad terminamos aplicándole los santos óleos. Termina siendo un cadáver adiposo, de frases exhaustas escritas a mansalva. La exagerada adjetivación produce un efecto obesógeno que altera su salud semántica y narrativa. Como las mujeres de rostro espléndido, que tentadas por su vanidad se congraciaron una y otra vez con el quirófano. Hicieron de su rostro un tinglado de caprichos, donde el bisturí les heredó el asecho ineludible de una máscara vergonzosa. El mismo efecto que causa escribir palabras sin Dios ni ley; apostatando contra la sobriedad y la economía lingüística de que habla Martinet. Blasfemando de la exquisita sencillez con que Rulfo y Quiroga dicen las cosas una sola vez y para siempre.

Las palabras tienen un peso específico y una talla exacta. Un coste y un valor que determinan cuánto decir y cómo decirlo. Por eso el apasionamiento exacerbado o la vanidad incontrolada en su uso nos pueden llevar al suicidio.

Sería aventurarse en calzar unos Ferragamo tres tallas superiores a la nuestra. Tal ligereza constituye una vana presunción sin satisfacción ni comodidad. Igual que forzar el giro de una tuerca en un tornillo más ancho, las palabras empleadas arbitrariamente confabulan no solo contra el estilo y el tono del relato, sino que causan una brusca congestión en lo que debería ser un viaje deleitoso por el tiempo, los lugares y la atmósfera característica de los personajes.

Pretender descrestar a los lectores con empalagos lexicales solo es una muestra de inseguridad, tanto literaria como de carácter, y en nada demuestra que se goce de rigor intelectual. No todos los sinónimos constituyen la tabla de salvación en un momento particular. Es mejor recurrir al rastreo concienzudo; recrearse entre las palabras, catando y sopesando de entre tantas la que provoque el impacto deseado. La que encarne el delicioso sésamo para un lector ávido de historias placenteras y mundos creíbles. Escribir es un gusto que como todos los placeres tiene sus costos y sus riesgos. Por eso hay que respetarlo sin atosigarlo con temerarias ínfulas. A él le importa un carajo enterarse de cuánto sabemos; al lector tan solo le interesa cuánto le decimos

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