Entrevista de Rafael Pardo a Carlos Alonso Lucio
Opinión

Entrevista de Rafael Pardo a Carlos Alonso Lucio

Fragmento del libro de Rafael Pardo “9 de marzo de 1990, La desmovilización final del M-19”

Por:
agosto 16, 2020
Este es un espacio de expresión libre e independiente que refleja exclusivamente los puntos de vista de los autores y no compromete el pensamiento ni la opinión de Las2orillas.

¿Cuál es el primer recuerdo que tiene del M-19 hace 30 años?

Antes de responderle a esta primera pregunta, Rafael, quiero agradecerle su invitación a participar de su libro. Respeto y admiro la gran tarea que usted cumplió como principal responsable del gobierno en la negociación de paz con el M-19.

De hecho, su personalidad tuvo mucho qué ver, desde el comienzo, con el éxito de la negociación. Voy a contarle una anécdota que no se la había contado en estos 30 años: cuando terminamos la primera reunión, la que fue pública, aquel 10 de enero de 1989, en el Tolima, Pizarro me llamó aparte y me preguntó cómo me había parecido la jornada, a lo que le dije “no, ¿cómo te pareció a vos?” Y me dijo: “hermano, esta vez parece que el gobierno va en serio y esta gente me parece confiable. Rafael me parece un hombre sincero y de palabra. Con esta gente me la juego”.

Ahora sí, entremos en la pregunta: no podría precisar un primer recuerdo en particular. Son muchos los recuerdos y las anécdotas que afloran de una época tan rica en hechos políticos y en vivencias personales.

Pero hay un recuerdo general que bien puede ligarse, como referente, al himno del M-19. Al cabo de los años le he tomado más afecto porque es muy particular. Es un himno que se sale de la estirpe de los himnos épicos que reivindican batallas y trillan epopeyas grandilocuentes y, en cambio, se fue por el lado de una narrativa simple y tranquila de lo que éramos nosotros. Cuando dice “Esa busca infatigable de saber a dónde vamos, encendió los sentimientos de amor por la libertad, y aferrados a una espada conquistando nuestros sueños, de sembrar los horizontes de paz y dignidad”, está relatando, sin pretensiones, lo que éramos nosotros. Éramos un grupo de hombres y mujeres, muy jóvenes y apasionados por cierto, luchando por lo que creíamos, a sabiendas de que no teníamos una verdad revelada ni, mucho menos, absoluta.

En esas cosas de la vida, haber irrumpido en la historia con el robo de la espada de Bolívar nos determinó una ruptura radical con ese alud de propuestas marxistas y comunistas que monopolizaban el horizonte de la revolución en la época y nos metió por otro camino, por el camino de ir descubriendo y construyendo, paso a paso, una esencia democrática que marcó nuestra identidad.

Por eso, tal vez el gran recuerdo con que pudiera responder a su pregunta, es ese. El de un M-19 de hombres y mujeres jóvenes, jugados con todo a construir un sueño democrático y, en ese sueño democrático, ir avanzando en una paz que concebíamos, más que como gemela, como hermana siamesa de la democracia.

Ahora, se me ocurre hacerle una reflexión a su pregunta sobre los recuerdos. Me alegra su libro porque, aunque aún no lo he leído, estoy seguro de que será un libro de historia. Usted es un historiador y el proceso de paz que construimos tuvo la estatura que tuvo porque sus protagonistas teníamos un profundo sentido de la historia.

Esto se lo planteo porque no sé a qué hora, en Colombia, fuimos cambiando la historia por lo que ahora se llama la memoria. Nos metimos en la moda de la memoria sin historia y hoy tenemos una cantidad de instituciones y aparatos que se dedican a la memoria, a una mirada del pasado a punta de recuerdos, de recuerdos que suelen regodearse en los dolores. Tenemos el Centro de Memoria Histórica, la Comisión de la Verdad, la JEP y Justicia y Paz y cuanta vaina más se les ocurre, que se dedican a reconstruir el pasado en clave de recuerdos, todos con unas burocracias enormes y costosísimas.

Alguien con buen sentido del humor me decía, un día, que la izquierda colombiana piensa que lo que ella considera el fracaso histórico de los Estados Unidos, se debe a que a la Guerra de Secesión los gringos nunca le montaron una Comisión de la Verdad. Ese comentario casi me provoca un síncope imaginándome a Abraham Lincoln llegando al Congreso americano por el lado de la circunscripción especial de víctimas de Roy Barreras.

Pero volviendo en serio, este es un tema que debemos repensarlo porque tiene consecuencias complicadas. Continuar con esa moda de querer hacer de la historia una retahíla de recuerdos, nos pone a mirarnos siempre en clave de pasado, a regodearnos en heridas que debiéramos intentar cicatrizar. Recuperar la historia como método es muy importante porque vuelve a ponernos en clave de presente y de futuro.

En la historia de las naciones, como en la vida personal, tenemos que aprender a conjugar la memoria y el olvido. A veces es tan importante recordar como enterrar dolores. Si no rescatamos la historia como historia, no podremos convertir lo vivido en experiencia, es decir, en aprendizaje y en futuro.

 

¿Cómo recuerda su papel en ese momento de la historia de Colombia?

Cada vez que pongo los ojos en esa etapa de mi vida me da mucha alegría haberla vivido y haberla vivido como la viví.

Pienso que se alinearon una serie de circunstancias que me lo permitieron de una manera privilegiada, en el sentido de haber podido contribuir con el proceso de paz, formando parte de ese equipo excepcional, humana y políticamente hablando, que logramos ensamblar entre el gobierno y el M-19.

En los primeros meses de 1988, febrero o marzo, Pizarro me mandó bajar a Bogotá para explorar puentes de comunicación con el gobierno Barco. La cosa no era fácil porque las heridas del Palacio de Justicia estaban muy vivas en todos, en el Estado, en la sociedad y en el M-19. Apenas habían pasado dos años largos desde aquel noviembre de 1985.

En esa búsqueda me reuní con Luis Carlos Galán, quien era el senador más prestigioso de Colombia y era, además, el más escuchado en el gobierno. Ya se sabía que Galán contaba con el apoyo de Barco para sucederlo. Hablar con Luis Carlos me resultaba relativamente fácil porque nos conocíamos. Mi papá y él habían sido compañeros a lo largo de los cinco años de derecho en la Universidad Javeriana y yo había participado de los primeros pinitos de las Juventudes del Nuevo Liberalismo. Luego algunos amigos comunes ayudaron, también, a coordinar esa reunión.

Coincidió, además, con que la reunión cobraba una pertinencia política particular porque Luis Carlos estaba, en ese preciso momento, promoviendo unos foros por la paz, en el Centro de Convenciones, si no me falla la memoria.

La primera consecuencia de ese encuentro fue la relación directa con el gobierno que él nos abrió. Vinieron unos primeros intercambios con César Gaviria, quien para entonces era el ministro de gobierno y en ese contexto, muy rápidamente, nos sentamos usted y yo.

Creo que en ese momento el énfasis principal de su gestión se concentraba en el PNR (Plan Nacional de Rehabilitación), y a nosotros nos llamaba la atención el respaldo que las comunidades del Cauca le manifestaban al plan. Era la primera vez que llegaban a esos territorios unos recursos del gobierno nacional cuya inversión se decidía y se contrataba directamente con la gente, por fuera del curso de la política tradicional. Eso nos llamaba la atención y usted era el jefe de eso.

Desde el principio, la conversación entre nosotros fluyó. Yo diría que siempre fue franca y sin pendejadas. A eso contribuyó el hecho de que compartíamos un grupo de amigas de juventud que facilitaban los encuentros en sus casas, lo que les adicionaba a los temas propiamente de paz, unas buenas dosis de música, risas y uno que otro whiskys. Esas tertulias las repetimos con frecuencia y en ellas fue naciendo una amistad que considero que también terminó siendo importante para el proceso.

Y traigo a colación este tema porque usted me pregunta sobre cómo recuerdo mi papel en ese momento.

Pienso que mi aporte al proceso tuvo qué ver básicamente con dos cosas: ayudar a propiciar confianza entre las partes, confianza humana y política, y contribuir con el ejercicio de creatividad política en que consistió buena parte del proceso. La verdad es que allí le invertimos un esfuerzo principal, en la medida en que nos tocó inventárnoslo. En aquel momento no había referencias cercanas que hubiéramos podido traer como modelo, ni se acomodaba a nuestro talante salir a copiarle nuestro proceso de paz a nadie. Sabíamos que no era posible. Aunque siempre tuvimos el empeño de servirnos de experiencias de procesos de otros momentos y otras latitudes, estábamos convencidos de que no se trataba de salir a rendirle pleitesías a ningún monumento ideológico sino de construirle al país un camino de paz que se inspirara, lo más auténticamente posible, en nuestra historia, en nuestra cultura, en nuestras búsquedas de democracia y en la realidad concreta que vivíamos.

Permítame detenerme un poco en esto de la creatividad. Lo digo porque uno de los talentos más valiosos y útiles que logramos en el equipo conjunto del gobierno y el M-19, fue la creatividad, la confianza para pensar en voz alta entre todos, sin el más mínimo temor a que alguien saliera a aprovecharse de las palabras improvisadas de nadie.

Recuerdo a personas que eran muy libres para pensar como Ricardo Santamaría, Reynaldo Gary, Carlos Eduardo Jaramillo o Chucho Bejarano y en el M-19 había dirigentes muy creativos como Otty Patiño, Navarro, Vera, Eduardo Chávez, Ramiro Lucio, el gordo Arjaid. Y cómo olvidar aportes enormes de personas que, sin ser de ninguna de las partes, estuvieron en el corazón de la creatividad y la solución de problemas como Diana Turbay. Casi que uno podría decir que era gente de buena fe que pensaba como le daba la gana, y eso es muy interesante siempre.

Pizarro y yo éramos muy amigos. Más allá del afecto de compañeros, éramos muy hermanos, éramos cómplices en las locuras y las aventuras que se nos ocurrían. En ese momento de la vida considerábamos que todo era posible, bastaba que algo se nos ocurriera para que lo intentáramos. Carlos tenía un dicho que nos hacía morir de la risa: “En el M-19 lo difícil lo hacemos ya y en lo imposible nos demoramos un poquito”.

Cada vez que me acuerdo me da risa. Imagínese esa juventud tan inolvidable.

Luego estos dos hechos, mi hermandad con Carlos y la amistad que fuimos construyendo usted y yo, que nos suponía conocimiento y lealtad humanas, me permitió ayudar a tejer esa confianza que fue creciendo entre Carlos y usted, y que fue tan importante para todo.

Y recalco en esta experiencia porque lo más frecuente es enfatizar en el entramado político y militar de los procesos de paz, sin detenerse lo suficiente en los aspectos humanos. En el caso de nuestro proceso, yo diría que la empatía y la confianza humanas que fueron creciendo entre quienes estuvimos en esos equipos de negociación, que terminaron siendo uno, fueron  elementos determinantes, imprescindibles.

Nadie debería olvidar que los procesos de paz los hacen los seres humanos con sus pensamientos y, claro está, con sus sentimientos y sus pasiones. Los procesos de paz, más allá de la política, forman parte de la vida, de la vida de las naciones y de la gente que los lidera.

En ese orden de ideas, sigo pensando que fui un hombre del proceso que logró servir en esas dos cosas, en la confianza y en la creatividad. También creo que vale la pena resaltar algo importante y que ayudó mucho, y es que logramos unos equipos en los que prácticamente ninguno le tenía celos a nadie. Entendíamos que la batuta real la llevaban Carlos y usted, y nadie se enredaba con esos afanes de protagonismo que muchas veces avinagran las cosas.

Rafael, permítame una última anécdota que puede contribuir a entender algunas ideas que le he expresado aquí: recuerde que cuando hicimos el proceso, aún no había ocurrido el de Suráfrica. Es bueno recordarlo porque el sudafricano ha sido tan connotado que a veces nos parece omnipresente. Y resulta que fue posterior. Esto se lo digo a propósito de lo que me ocurrió leyendo ese libro excepcional para el espíritu que es la autobiografía de Mandela, El largo camino hacia la libertad.

Imagínese que me senté a leerlo con la reverencia que me inspira el enorme personaje, y como en la página 40 o 50 tuve que detenerme porque me sobrecogió la extraña sensación de que estaba leyendo un libro escrito por un niño de diez años. Es impresionante la diafanidad con que nos relata su vida de niño, la aldea en que nació, la ternura de su abuelo, su relación con los maestros, sus lecciones de cristianismo. Es una belleza. Después, recuerdo que me llamó mucho la atención cuando nos hace caer en la cuenta de que cuando comienzan las conversaciones con el régimen del apartheid, él ya llevada veintisiete años preso en una isla, picando piedras en el trajín de los trabajos forzados, sin comunicación con el mundo exterior. Luego los líderes y militantes del Congreso Nacional Africano a quienes él representaba, prácticamente no habían nacido cuando cayó preso.

Esto es increíble, imagínese salir uno a representar, en algo tan sensible y explosivo como un proceso de paz, a una organización que uno no conoce.

En ese contexto, el Comité Noruego les dio en 1993 el Premio Nobel de Paz, compartido, a De Klerk y a Mandela, y Mandela decidió aceptarlo.

Eso causó un verdadero terremoto al interior de las guerrillas y las organizaciones populares que él representaba. Citaron a una asamblea del Congreso Nacional Africano en la que los muchachos, radicalizados obviamente por esas violencias terribles que sufrieron, lo acusaron de traidor y de cuanto señalamiento se les ocurría para desautorizarlo.

En medio de semejante tropel, cuando todo parecía derrumbarse, Mandela tomó la palabra y les dijo que él había decidido recibir el Nobel compartido con De Klerk porque entendía que en lo que estaba era en un proceso de paz, y que en un proceso de paz, cuando es verdadero, en los comienzos los bandos se sientan a lado y lado de la mesa, pero con el tiempo, si la paz avanza, poco a poco los bandos deben ir sentándose en el mismo lado, haciéndose un mismo equipo, para defender juntos y con lealtad lo que fueron pactando y construyendo.

Hermano, leer esto me dio mucha alegría porque pienso, que de alguna manera y por intuición, nosotros lo hicimos antes en Colombia.

 

¿Qué ha cambiado entre el Carlos Alonso Lucio de entonces y el de hoy?

Huy!!! muchas cosas. En treinta años son muchas las cosas que me han pasado en la vida.

Y responder a esa pregunta produce un coctelito de sensaciones encontradas porque algunos cambios me producen alegrías, pero hay otros que no me gustan tanto y los percibo con algo de nostalgia.

Para entonces ya llevaba años de dedicación al M-19 y mi único anhelo vital era la política -recuerde que yo entré al M-19 a los quince años- y esa dedicación la sostuve por varios años, después de la paz, cuando estuve en el Congreso y esas cosas. Hoy me encuentro absolutamente alejado del activismo político, y en ese sentido soy otro. Usted recuerda que yo era obsesivo con ese tema.

Si alguien me hubiera preguntado en aquella época si  me cabía en la cabeza que algún día estaría por fuera de la política, le hubiera respondido con un categórico: “ni muerto”. Y fíjese, hoy no me interesa para nada esa lucha por el poder y sinceramente siento que mi alma no aguantaría esas faenas de la política actual.

Una de las experiencias que me marcaron, y que parecen increíbles, fue que viví peores odios y peores heridas en la política en paz de Colombia que en la guerra, cuando nos dábamos plomo. Nunca me imaginé, cuando hacíamos la paz, que la política era más dura que la guerra, inclusive, humanamente hablando.

Otra cosa en la que he cambiado es en que he perdido casi por completo mi capacidad de irresponsabilidad de entonces y eso me duele un poco. Claro que disfruto de las bondades y las tranquilidades que nos trae la responsabilidad pero también siento que la felicidad está ligada a ciertas dosis de irresponsabilidad que debiéramos conservar para las audacias que la vida necesita. Pero no me preocupo del todo, voy a meterle mucha disciplina al tema y estoy seguro de que podré rescatarla.

Ah, otra cosa, dejé de bailar salsa casi por completo y me parece que ese ha sido un cambio nefasto. Uno deja de bailar y el corazón deja de percibir vibraciones que son imprescindibles para la creatividad y la ternura. Pero no importa, también estoy seguro de que con el rescate de la irresponsabilidad irán regresando una que otra bailaditas. Esperemos que así sea.

También me he enamorado mucho más de la lectura y la escritura. Hoy estudio mucho más que antes y quiero dedicarme cada vez más a escribir. Tengo entre pecho y espalda un libro sobre las nuevas tecnologías y la cultura que me tiene apasionado. Espero darlo a luz muy pronto.

Pero voy a hablarle del cambio más grande e importante de mi vida en estos años: hoy soy un cristiano.

Nunca fui ateo ni en el M-19 nos metimos jamás en esa cosa obtusa de que para ser revolucionarios había que ser ateos como Marx. Por el contrario, algo que siempre nos diferenció de la izquierda fue nuestro respeto profundo por las creencias de la gente. Bateman tiene planteamientos muy interesantes sobre eso. En nuestros campamentos hubo misas y varias veces conversamos con sacerdotes católicos y pastores evangélicos que subían a vernos.

Mi conversión la viví en medio del secuestro y la tortura a que me sometió Carlos Castaño en el año 2.000. Conocer a Jesús cambió mi vida y siento que amplió mi compresión de la libertad y la dignidad.

No sé si por tradición, por mis abuelas y mi madre, yo tenía la percepción de Dios, se podría decir que creía en Dios, como creen la mayoría de los colombianos. Pero a partir de ese momento y de ese milagro que me salvó de la muerte, no solo creo en Dios sino que le creo a Dios, y esto lógicamente me cambió en la fibras más íntimas. Sé que Jesús me ha cambiado el corazón y ha hecho de mí una mejor persona y eso me encanta por mi familia, por mis amigos y por mí.

Claro que las circunstancias de mi conversión fueron muy duras y mi cambio fue muy radical. Cuando me arrodillé a buscar a Dios estaba literalmente vendado, amarrado y torturado. Estaba a punto de ser fusilado.

Desde entonces ese es el aspecto más importante de mi vida.

 

Acabó como líder cristiano apoyando a Duque...¿todo por amor?

 uajuajua, no, yo no apoyé a Duque ni como líder cristiano ni por amor.

De hecho, no soy un líder cristiano. En la prensa han especulado desde hace años con que soy pastor y líder cristiano pero, la verdad, eso no es cierto.

Respeto mucho a los pastores pero mi personalidad no es esa. No soy un hombre religioso y tampoco ejerzo actualmente ningún tipo de liderazgo. No represento a nadie.

Lo que ocurrió en la campaña presidencial que pasó fue que Viviane fue candidata y yo la ayudé en lo que más pude. Viviane es una mujer brillante, seria y con una magnífica experiencia. Es extraordinaria y yo sabía que era la mejor candidata. Y, claro, a ella sí la ayudé por amor. En ese momento estábamos casados y la amaba inmensamente.

Cuando ella renunció a su candidatura llegamos a la conclusión de que lo más correcto era apoyar a Iván Duque y eso se hizo.

Para mí no fue una consideración difícil. Con Iván habíamos conversado un par de veces en la vida y, obviamente, le había seguido sus pasos de senador. No dudaba de que se trataba de un hombre inteligente y buena persona, dos condiciones que no abundan en la política colombiana. A eso se sumaba la referencia de una estrecha y larga amistad de Iván Duque padre con mi papá. Con Iván Duque padre sí conversé varias veces y me parecía un excelente ser humano. Eso me ayudaba a no dudar.

Pero mire le cuento la verdad más sencilla. Entre esos cambios de mi vida por los que me preguntaba hace un rato, hay uno muy concreto: cada vez me preocupan menos el tema ideológico de los políticos o las creencias religiosas de la gente o eso que ahora llaman género de las personas, a la hora de hacerme alguna evaluación sobre ellas. A estas alturas de mi vida me fijo, sobre todo, en si son buenas personas o no, en si les veo buen corazón o no. Por ejemplo, me fijo mucho en como tratan a sus contradictores en los momentos de la pelea. Me fijo mucho en si pelean con altura y respeto o en si son malaclases.

En este orden de ideas ni siquiera tuve que llegar considerar las propuestas políticas de Iván Duque. Me bastaba ver que al otro lado estaba Petro y eso para mí era suficiente. Yo no tenía la menor duda de que Iván Duque es buena persona y Petro no.

Es más, aún ahora, cuando ha transcurrido el gobierno de Iván y hay cosas que no me gustan, me hago la terapia mental de recordar las opciones y espanto cualquier atisbo de arrepentimiento. Juajuajuaj, fíjese que los recursos sicológicos sirven a veces.

Rafael Pardo: Jajaja, ahora sí hablemos de los procesos de negociación.

 

¿Por qué el M-19, como muchas guerrillas que dejaron las armas en la región, fue alternativa de poder? En cambio hoy no ocurre lo mismo con las Farc, ¿cuáles serían las razones?

Realmente comparar al M-19 y a las Farc es como comparar el agua y el aceite. Son dos experiencias absolutamente distintas. Distintas en sus concepciones políticas, en sus formas de relacionarse con la sociedad y, sobre todo, en sus aspectos humanos. El M-19 es un caso distinto a las Farc en su condición humana, en su sentido de la vida.

Es que ser un demócrata y ser un comunista son dos cosas absolutamente diferentes, no solo en el plano de las ideas políticas sino en el fondo humano que las inspira. Las nociones de libertad, vida, dignidad, respeto y justicia, por ejemplo, son muy distintas, contradictorias diría yo, entre unos y otros. No pueden ser iguales las concepciones de libertad del pluralista y las del monopartidista, o las concepciones de dignidad del idólatra que a nombre de una ideología enquistada en el Estado justifica el atropello de los espacios más esenciales de las personas.

En el caso concreto de su pregunta, sobre las organizaciones que fuimos alternativa de poder después de los acuerdos y el caso de las Farc, que no lo fueron, vale la pena fijarse en que en ningún caso los procesos de paz le dieron vida política a nadie. O las guerrillas tenían vida política desde antes o su futuro político era inexistente.

En los casos del FMLN, en El Salvador, o de Mandela, en Suráfrica, o del M-19, en Colombia, todos traíamos unos amplios significados políticos desde antes. Todos traíamos afectos y respaldos en amplios sectores de la población. En el caso del M-19 hubo encuestas que arrojaban simpatías del 85% y del 87% hacia nosotros y hacia nuestro proceso de paz. Creo que coincidimos si afirmo que a nosotros nunca nos pasó por la cabeza someter a ningún plebiscito nuestros acuerdos, por la sencilla razón de que el apoyo nacional era muy evidente.

En el caso de las Farc fue muy distinto y no solamente ad portas del proceso. Me atrevo a decir que las Farc nunca tuvieron ningún respaldo político estimable. Su propuesta comunista y su inhumanidad con la gente hizo que no los quisieran en el campo y mucho menos en las ciudades. Recuerdo, por ejemplo, que cuando llegamos en el 83 al Cauca, la gente les tenía mucho miedo y nos llamaban a nosotros para que les quitáramos de encima una cantidad de barbaridades que las Farc les imponían. A ellos les encantaba decretar toques de queda, llegaban a una vereda e imponían la ley seca mientras ellos sí se emborrachaban, mataban gente sobre chismes y sospechas de que eran informantes del ejército. Eran una dictadura y nos detestaban porque nosotros los mandábamos pa´l carajo y defendíamos a la gente.

Las Farc tenían una importancia distinta de la política. Ellos fueron importantes por el gran crecimiento militar que en un momento dado les permitió el dinero del narcotráfico y porque su papel en el narcotráfico los unió pragmáticamente con las bases campesinas ligadas a los cultivos de coca. Ellos tuvieron apoyos de comunidades campesinas más por coincidencia de intereses en la economía de la droga que por afinidades políticas.

Yo llevo muchos años recorriendo los campos de este país y no puedo recordar haber encontrado a un campesino auténticamente comunista. Esa vaina riñe con las esencias de nuestra idiosincracia.

Luego no se le puede pedir a ningún proceso de paz que se invente el liderazgo político de una organización que nunca lo tuvo a lo largo de cincuenta años y que, por el contrario, fue acumulando un inmenso dolor nacional en su contra.

Ahora, en el caso del M-19 se sumaban otras diferencias muy importantes. Nosotros teníamos un grupo de dirigentes muy carismáticos y capaces políticamente. El país percibía que nuestro aterrizaje en la política significaría un aporte a la democracia y así fue.

Cuando llegamos la política aún se limitaba a un esquema bipartidista que el país quería superar y nuestra irrupción condujo a una nueva Constitución y al estreno de un horizonte verdaderamente pluralista y amplio. Es decir que nuestra llegada significó un aporte evidente a la democracia colombiana.

Pienso que los colombianos no percibimos que las Farc hayan enriquecido en nada la política. No sé si he estado distraído, pero en estos años que llevan como partido no recuerdo ni una idea interesante que la Farc le hayan aportado al debate nacional.

 

¿Se puede establecer un paralelo entre lo que fueron las negociaciones con el M-19, con las AUC y con las Farc? ¿En qué se parecen y en qué se diferencian?

Esta es una pregunta muy importante, Rafael, por eso me sorprende tanto que haya habido tan poca reflexión al respecto. Ni siquiera la academia ha profundizado lo suficientemente en ella y ni qué decir de los medios de comunicación y los políticos.

Siempre me pareció absurdo que en las negociaciones de La Habana hubieran omitido recoger con frescura y con sabiduría las experiencias de los procesos de paz anteriores, comenzando por el nuestro. Hoy pienso que más que una omisión se trató de un gran desprecio debido a los celos y a la bronca eterna de las Farc con el M-19, ésto combinado con cierto complejo adánico de Jaramillo, De La Calle, e incluso del mismo Santos.

Para utilidad de nuestra reflexión, dejemos un tanto de lado el proceso con las AUC. El caso de las AUC era totalmente atípico, comenzando porque era una negociación con una organización que nunca fue enemiga del Estado; por el contrario, ellos fueron promovidos y protegidos por amplios sectores del poder desde sus inicios. Por eso llamarlos paramilitares no es una ligereza del lenguaje común sino una definición con un alto grado de precisión. Y ni qué hablar de las dudas que existen sobre si se les podía encajar o no, a las AUC, el carácter de organización política. Hoy pienso que ellas fueron, mucho más, un problema político que una organización política. Realmente, la gran mayoría de sus jefes carecían, tan siquiera, de noción política.

Por lo tanto, concentrémonos en el paralelo entre el proceso del M-19 y el de las Farc.

Con el ánimo de ser lo más precisos posibles, hay que comenzar por reconocer que el país en que se adelantaron las negociaciones con las Farc era muy distinto de aquel en que adelantamos las del M-19, y no solamente por las simpatías que rodeaban al M-19 y la hostilidad que acumulaban las Farc, sino porque habían cambiado circunstancias que les son muy sensibles a cualquier proceso de paz.

En primer término, en la época de las nuestras, el poder real del gobierno era muy superior al de hoy. Barco tenía, como presidente, una mayor capacidad de compromiso que aquel con que hoy cuenta cualquier presidente. Recuerde que estábamos en pleno bipartidismo y aún no había llegado la Constitución del 91. En la práctica, lo que acordaban los jefes de los dos partidos y el presidente era lo que terminaba ocurriendo. Hoy no es así, no solamente por la escasa calidad del liderazgo de los jefes sino porque los partidos tienen menos política y menos poder, y se mantienen más enredados en la visceralidad personal de los unos contra los otros y en la pesca ansiosa de contratos que puedan morder en cualquier parte. Son partidos que piensan y discuten muy poco de política.

Pero hay un tema muy concreto y menos subjetivo que el de la calidad y el poder de los partidos y sus dirigentes, y es el del poder político exagerado que han adquirido los jueces desde la Constitución del 91, particularmente el poder de los magistrados de las altas cortes y, más particularmente, de la Corte Constitucional.

En estricto sentido institucional, no hay compromiso, decisión o pacto que haga cualquier presidente que, después, no puedan ser tumbados o modificados o manoseados por cualquier corte. No sería exagerado plantear que hoy debería ser imprescindible que los magistrados hagan parte de los procesos de negociación para que sus eventuales acuerdos puedan garantizar alguna estabilidad.

Otra diferencia entre las épocas la marcan los medios de comunicación. A diferencia de hoy, en aquel entonces los periodistas importantes eran menos jueces y más periodistas. Los gobernantes y los jefes políticos eran más respetados por los periodistas y no pasaba que los dirigentes les tuvieran pánico a los periodistas y terminaran haciendo o dejando de hacer según lo que dijeran los titulares de prensa. Esto es muy complicado porque uno vio en las negociaciones de La Habana que muchas veces el gobierno tomó decisiones y marcó ritmos teniendo la mirada puesta en la taquilla y los medios de comunicación y no en las coordenadas del proceso, como era de esperarse.

Rafael, recuerde que ni ustedes ni nosotros nos dejábamos joder tanto de los periodistas.

Y ni qué hablar de la diferencia que significa que en aquella época no había redes sociales. Podríamos decir que la ignorancia y la bilis no tenían tanto poder como hoy.

Otra diferencia está en el poder que han alcanzado las mafias en estos años. Aunque los carteles de Medellín y Cali ya incidían mucho, sobre todo en los partidos y en la policía y el ejército, eso no se puede comparar con la dimensión de verdaderas economías ilegales con control territorial y cooptación absoluta del Estado en regiones enteras. Ni los cultivos de coca, ni el narcotráfico, ni la minería ilegal, eran del tamaño de hoy.

Otra diferencia radical consiste en que no nos tocó la polarización política que hay hoy y que ya lleva casi veinte años.

Claro que siempre ha habido peleas políticas entre los partidos y entre los dirigentes, pero en aquella época  conservaban espacios de cordura como para ponerse de acuerdo en cosas fundamentales para el país. Hoy uno no ve eso. Recuerdo que obtuvimos el respaldo total al proceso por parte de dirigentes tan disímiles como Álvaro Gómez, Misael Pastrana y Belisario Betancur, por el Partido Conservador y de Julio César Turbay y Alfonso López Michelsen desde el Partido Liberal. Podían estar peleándose entre ellos pero, a la hora del proceso de paz, todos apoyaron.

Por último, me parece clave traer a cuento que en nuestro proceso no existía la insistencia de los famosos “estándares internacionales” que se inventaron las ONGs y que han metido a los procesos de paz por un laberinto que no los llevará buen término en el caso de nuestro país.

Las ONGs y buena parte de los académicos se metieron obsesivamente con el planteamiento de la justicia transicional y con lo que llaman “verdad, justicia y reparación”, hasta el punto que más que un método lo convirtieron en una nueva religión de los procesos de paz. Y en esa letanía han caído tanto la izquierda como la derecha. En ese sentido los discursos del gobierno de Uribe con las AUC, el de Santos con las Farc y el de toda la izquierda, son iguales. Todos dan por hecho que no puede haber procesos de paz que no pasen por el esquema de la justicia transicional y de la letanía de “verdad, justicia y reparación”, que al final, tal como ocurre con “tradición, familia y propiedad”, no se refieren ni a la tradición, ni a la familia, ni a la propiedad, sino que lo transformaron en un nombre propio. “Verdad, justicia y reparación” no se refiere a los postulados de la verdad, la justicia y la reparación, sino al nombre de un modelo de negociaciones de paz que prioriza la justicia por sobre la política y la reconciliación.

Y aquí yo encuentro otra diferencia fundamental entre el proceso de paz con el M-19 y el de las Farc.

Nosotros no anduvimos con justicias transicionales ni con nada de eso y nunca lo hubiéramos aceptado, por la sencilla razón de que sabíamos que los procesos de paz no están hechos para producir justicia sino para producir paz.

Es un absurdo pedirle a un proceso de paz que produzca la justicia que la guerra y la incapacidad del Estado no han producido en cincuenta años de violencias, cuando de lo que se trata, en este aspecto, es de  proponerse con la paz, hacia el futuro, construir una justicia urgente y que ha brillado por su ausencia.

Imagínese usted el tamaño de la diferencia: al proceso de paz de las Farc lo pusieron a aterrizar en un tribunal que se llama JEP, mientras nosotros aterrizamos el nuestro en la política, en la historia política que se tradujo, nada más ni nada menos, que en una constituyente y en una nueva Constitución.

Fíjese que son dos concepciones de la paz y de la política absolutamente distintas.

Además eso tiene otro problema que consiste en que cuando uno se mete por el camino de la justicia transicional y los tribunales, pone inmediatamente los procesos de paz en clave de pasado. Es indiscutible que los tribunales no pueden hacer nada distinto que ocuparse de asuntos del pasado. Mientras que si usted soporta los procesos de paz sobre la reconciliación y las perspectivas políticas y de la democracia, inmediatamente ese proceso de paz queda conectado con la esperanza y el futuro.

Pienso que allí estuvo una de las razones estratégicas por las cuales perdió el Sí en el plebiscito. Imagínese usted un plebiscito de paz que se centra en las heridas del pasado y no en las promesas del futuro.

Los procesos de paz, históricamente, en el mundo entero, se han hecho para cerrar capítulos dolorosos y abrir unos nuevos y esperanzados, y no como lo pretenden los religiosos de la justicia transicional, para intentar exorcizar el pasado a través de una justicia que tramite un perdón formal, hipócrita diría yo, queriendo meterle a la gente el embuste de que no habrá impunidad. Entre otras cosas porque en esa jugarreta terminan confundiendo paz con impunidad.

¿Quién ha dicho que las amnistías y los indultos, empleados históricamente a lo largo y ancho del mundo, son impunidad? La amnistía y el indulto son instituciones del derecho tan legítimas como la cadena perpetua, donde la hay.

Discúlpeme que me extienda tanto en esta respuesta pero no quiero dejar de referirme a otra diferencia muy importante: nosotros escogimos como destinatario de nuestra paz a la nación y no a las víctimas.

Para aquel entonces ya sabíamos que en un conflicto tan prolongado la principal víctima era toda Colombia, obviamente incluidos su derecho a la vida, su justicia social, su economía y su democracia.

Ese modelo de la justicia transicional los metió en La Habana en un discurso victimarista que los llevó a sustituir a la nación por las víctimas. Claro, como tenían que terminar creando tribunales adonde emplear a los abogados y a las ONGs que viven del conflicto desde hace años, pues tuvieron que destacar a las víctimas para darle esa especie de legitimidad posmoderna que han llegado a tener y para hacerlas parte en la ritualidad de los procesos penales.

Y por ese camino crearon toda una algarabía victimarista, llena de viajes y foros para mostrar víctimas con ínfulas de representar a todas las víctimas. En esa comparsa institucional se fueron multiplicando los listados por miles y por cientos de miles y hasta por millones de víctimas. Una cosa que, más que inmanejable, terminó siendo manipulable por los más vivos.

Y claro, a mi juicio allí cometieron otro error estratégico que definió la derrota del Sí en el plebiscito.

La inmensa mayoría de colombianos que, aunque hayan sido víctimas, no se sienten así, no se identifican como tales, vieron en el proceso de las Farc algo, hasta cierto punto, ajeno. Convirtieron su proceso en algo abstracto para la ciudadanía general y en algo supuestamente concreto para las víctimas, habiendo convertido, en ese juego, lo de las víctimas también en algo tremendamente abstracto, imposible de darle forma política concreta. Es que le digo, sinceramente, que si un ser humano decide asumirse como víctima, graduarse de víctima, tanto así como una identidad, se jode de por vida.

En síntesis, sobre esta pregunta, le digo que sigo siendo de la escuela de los que creemos que los fundamentos de la paz son la reconciliación, la democracia y el futuro. Los verdaderos destinatarios de la paz son los pueblos y la historia y no el dolor y el pasado.

 

¿Pensó, después del asesinato de Pizarro que la paz se iba a consolidar? ¿Por qué la sociedad se unió alrededor de la apuesta por la reconciliación en ese momento?

¡Carajo! el asesinato de Carlos fue algo terrible, inmensamente doloroso. Para nosotros, porque era nuestro líder, un líder muy vital, muy sentido, cuya vida y ejemplo nos significaban mucho, humanamente hablando. También pienso que fue muy doloroso para el país, y no lo digo solamente por su gran carisma y por lo que la gente alcanzó a quererlo sino porque la gente intuyó que habían matado a un líder que aún tenía mucho por aportarle al país.

En eso no se equivocaban. No me cabe la menor duda de que con Carlos al frente del proceso político que vivimos todo hubiera sido mucho más dinámico y audaz. Su liderazgo le hubiera metido mucho más pueblo a la constituyente y a lo que vino después.

Es que no deja de torturarme lo que, en ese preciso momento, la violencia y el crimen alcanzaron a retorcerle el cuello a la historia de paz y democracia de Colombia. Recordemos que no fue solo Carlos quien cayó abatido en ese período, también fueron asesinados líderes de la estatura enorme de Galán y de Bernardo Jaramillo. Estoy convencido de que con esa tripleta en la cancha nuestra historia hubiera sido muy diferente. Ellos sí hubieran hecho las transformaciones que treinta años después siguen aplazadas.

Y sobre la segunda parte de su pregunta, lo sorprendente no fue si dudáramos si la paz se consolidaría o no después del asesinato de Carlos, lo sorprendente estuvo en que, pese a un hecho tan duro, tan directamente contra el proceso y contra la cabeza de una de las partes, la paz se afianzó y cumplió buena parte de sus propósitos.

Es que lo interesante de un proceso político ocurre cuando se sale de las manos de sus creadores y termina siendo apropiado por la gente. Colombia hizo suyo el proceso de paz nuestro, aún antes de haber llegado a su firma. Por eso cuando se nos cayó en diciembre toda la negociación que habíamos configurado a lo largo de un año, por causa del narcomico de Pablo Escobar en la reforma constitucional de Barco, sabíamos que eso no podía llevarnos a romper sino a buscar una solución política que nos permitiera desempantanar y salir rápido a la paz y a la arena electoral. Lo demás era meterle izquierdismo barato al asunto.

Es que mientras estuvimos en Santo Domingo, Cauca, durante la negociación, y usted recuerda que eso era bastante alejado, nos visitaron casi 100.000 personas de las más variadas procedencias. Vinieron de todas las regiones y sectores sociales y cada visita nos comprometía más con la paz que estábamos haciendo. Esa gente no venía a apoyarnos ninguna guerra sino a celebrarnos la paz en que andábamos.

Mejor dicho, llegó el momento en que esa paz no la podíamos romper nosotros, y me refiero al gobierno y al M-19; fue tan sólida que no la pudieron romper ni siquiera los poderosos enemigos que teníamos, de lado y lado, con todo y lo que hicieron por romperla.

 

¿Cómo calificaría el ejercicio democrático de ex integrantes del M-19 como Antonio Navarro y como Gustavo Petro desde sus diferentes formas de entender la política?

¡Qué preguntica!, Rafael.

Cada vez me gusta menos hacer juicios y dar opiniones sobre personas en particular, con nombre propio, y solo suelo hacerlo cuando puedo hablar bien de alguien, cuando se trata de honrarlo.

En este caso lo hago con gusto de Navarro, pese a que con él hemos tenido muchas diferencias políticas en estos años y en el plano personal el alejamiento ha sido muy grande. Prácticamente no hablamos nunca y eso que fuimos buenos amigos en los años de la guerra. Recuerde que en el atentado de Cali nos hirieron a los dos y pasamos juntos todos los meses de recuperación en Mexico y Cuba.

Ahora, por encima de lo que le comento yo observo en Antonio a un gran dirigente. Lo ha sido y sigue siéndolo. Es un hombre inteligente, honrado y maduro. Sin lugar a dudas su vida le ha aportado al país y a las regiones donde ha ejercido el gobierno.

No me cabe la menor duda de que Navarro ha honrado en la paz la memoria del M-19.

De Petro no me ponga a hablar. Cuando no me nace hablar bien de alguien prefiero callar. Solamente le digo que en él no reconozco el espíritu del M-19 auténtico, de ese M-19 creativo y de buen corazón al que me he referido desde el comienzo de esta entrevista.

Bueno, y no me causa sorpresa. Petro nunca fue un hombre importante entre nosotros ni participaba de los círculos nuestros. Le veíamos un resentimiento genético cada vez que hablaba y eso chocaba con nuestra pasta humana.

Dejémoslo ahí.

 

Sigue a Las2orillas.co en Google News
-.
0
El Juicio Político dio un paso trascendental y no creo que los magistrados vayan a prevaricar

El Juicio Político dio un paso trascendental y no creo que los magistrados vayan a prevaricar

Juicio Político o Petro acaba con el país

Juicio Político o Petro acaba con el país

Los comentarios son realizados por los usuarios del portal y no representan la opinión ni el pensamiento de Las2Orillas.CO
Lo invitamos a leer y a debatir de forma respetuosa.
-
comments powered by Disqus
--Publicidad--