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No fue un menor con un arma. Fue una cadena de miserias. El disparo no lo disparó solo: lo disparó la promesa de dinero, la necesidad en casa, y la voz de un adulto que le dijo que no pasaría nada. Hoy, ese niño tiene en sus manos una decisión más pesada que cualquier revólver: delatar al demonio que lo entrenó para matar. No para hundirse, sino para sobrevivir. No por venganza, sino para intentar vivir otra vida.
La noche en que Miguel Uribe Turbay fue víctima de un atentado, los titulares se llenaron de cifras, heridas y nombres. Lo que pocos quisieron ver —o tal vez no se atrevieron a mirar— fue el rostro del autor material: un adolescente de 14 años, con una pistola prestada y un destino impuesto. No fue un acto de locura. Fue un encargo. Una orden ejecutada por quien aún no ha terminado el colegio.
Pero aquí comienza lo inquietante: el niño no actuó solo. Ni mental, ni físicamente. Fue reclutado, entrenado y prometido, como si fuera una herramienta, no una persona. A cambio de plata, a cambio de promesas, a cambio de una redención que nunca fue suya.
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En derecho penal, existe una figura conocida como la delación. Una suerte de confesión con nombre ajeno: no solo se admite la participación propia, sino que se revela el entramado criminal que está detrás. Es un instrumento procesal, sí. Pero en este caso, es más que eso. Es una línea de fuga para quien fue lanzado al crimen desde la infancia.
Porque la verdadera justicia, en este caso, no pasa por encerrar al niño. Pasa por creerle cuando señale a los adultos que lo convirtieron en arma. Delatar, aquí, no es un acto de traición. Es un acto de salvación. Es romper la cadena del crimen que lo convirtió en verdugo prematuro.
Hay quienes gritan que debe pagar como un adulto. Pero ignoran que este menor ya ha pagado: con su infancia, con su libertad moral, con la certeza de que el primer contrato que firmó en la vida no fue laboral, fue criminal. Por eso, delatar al monstruo no es rebajarse, es levantarse. Es convertir el dolor en prueba. El miedo en testimonio.
Si el Estado realmente quiere justicia, no debe usar a este menor como trofeo de eficacia, sino como puente para desmantelar la red que lo reclutó. Porque el verdadero enemigo no es el que jaló el gatillo. Es el que lo puso en sus manos.
“No fue un niño matando a un político. Fue el crimen organizado entrenando infancia. Y hoy, ese niño no busca venganza… busca justicia delatando al monstruo que lo armó.”
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