En nuestra Constitución, los habitantes, el gobierno y el territorio son los componentes básicos del Estado. Así los habitantes viven y el gobierno gobierna, ¿pero y el territorio?, ¿qué tan importante son el agua, el aire, la fauna y la flora en el funcionamiento del Estado? Parece que muy poco o nada.
La fórmula de distribución de recursos, de transferencias y regalías por ejemplo, incluye a la población, su nivel de pobreza y sus demandas sociales y hasta la eficiencia del gobierno, pero al territorio si acaso apenas se le considera en los kilómetros de ribera del río Magdalena incluidos en la fórmula de municipios ribereños del SGP. Un imperceptible 0.08% de la bolsa, nada más.
El antiguo fondo de regalías las asignaba a los territorios de explotación de los recursos naturales que las generaban pero la destinación final a su “recuperación” no era muy específica y terminaba desplazada por las demandas sociales de la población. Y el nuevo Sistema de Regalías (SGR) eliminó la exclusividad de los territorios deteriorados por la explotación y priorizó en la fórmula la “población” y la “pobreza”. A la hora de distribuir recursos, para el Estado el territorio es casi invisible.
Y pasa igual con la representación política. Las curules en la Cámara, Asamblea y Concejo se asignan por población y así resulta que los nueve departamentos del oriente, el 57% del territorio nacional, hoy apenas poseen el 7% de la participación política en el Congreso y ocho de ellos nunca han tenido un Senador. Del otro lado, Bogotá, Valle, Antioquia, Atlántico y Córdoba, con el 10% del territorio nacional, poseían el 48% del poder político del Congreso en 2018.
Y esa exclusión se amplifica hacia abajo en cada corporación pues las ciudades capitales y más pobladas deciden a quien se elige en la Cámara, Asamblea y Concejos. Por ejemplo Cartagena, que con casi el 50% del censo electoral departamental, que llamaremos poder de decisión electoral (PDE), podría poseer la mitad de la Asamblea de Bolívar, mientras Pinillos-Bolívar, con mayor territorio pero con menos del 1% del censo electoral, no alcanza a elegir ni media curul.
Sin PDE en las urnas, las demandas del agua, el aire y el suelo no serán parte de las políticas públicas que se adoptan en las corporaciones públicas.
En 2011, el senador Jhon Sudarsky propuso un abortado proyecto de ley que cambiaba las circunscripciones departamentales por una especie de distritos electorales, buen intento pero este también consideraba agrupaciones “poblacionales” más no “territoriales”.
Hasta la división político administrativa le hace el quite al territorio cuando al Estado, por ejemplo, se le ocurrió tomar al río Magdalena como límite divisorio entre municipios y departamentos, exabrupto que Fals Borda ubica en una decisión de Felipe II en 1576 para dirimir las peleas por el botín de tierras entre los españoles invasores. Y así sigue funcionando hasta nuestros días para razones de Estado tan distintas a aquellas, con los consiguientes conflictos en materia de competencias y control porque en la mitad del río es otro alcalde, otro gobernador, otra policía, como si fuese otro país; un orden contrario al modo de vivir de la gente, como es el caso de la cultura y la vida anfibia de la Depresión Momposina y el Magdalena medio, que no coincide con los impuestos límites departamentales pues para la gente el río es un elemento integrador y no separador.
La última oportunidad para el territorio era el ordenamiento ambiental cuando la ley 99/93 determinó la división de las Corporaciones Autónomas Regionales (CAR) acorde con los ecosistemas y unidades geoambientales, mandato ignorado por el Congreso al crearlas con los mismos errores y límites absurdos de los departamentos. El resultado ecosistemas como la Sierra Nevada de Santa Marta desperdigados en numerosas CAR, con los consiguientes conflictos de jurisdicción y evasivas para atender las problemáticas. Los absurdos convertidos en ley, mientras el ordenamiento de cuencas propuesto por Fals se quedó en artículos de revista e ignorados foros de activistas.
Y esa es la triste historia de por qué en Colombia el agua, el suelo y el aire no tienen voz ni voto y tampoco reciben recursos. Es decir, no existen para el Estado.