El terrible día en el que la violencia llegó a Tamalameque, Cesar (II)

El terrible día en el que la violencia llegó a Tamalameque, Cesar (II)

Cuando la guerra arribó, la gente estaba pasmada y llena de miedo, aun así enfrentaron la situación como pudieron

Por: WLADIMIR PINO SANJUR
junio 17, 2019
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El terrible día en el que la violencia llegó a Tamalameque, Cesar (II)
Foto: Pixabay

Al terminar la viuda de pescado, mi padre y sus compadres siguieron dialogando mientras se mecían en sendos mecedores debajo de la sombra de un frondoso árbol de mango y disfrutaban de una fría agua de panela.

Continuó la tertulia, yo no perdía detalle mientras tiraba de un balón contra la tapia que separaba mi casa del patio del tío Humberto, entonces fue cuando seguí enterándome los detalles de la toma guerrillera.

Uno de los contertulios respondió la pregunta que hizo mi madre: “Preguntaban por el profesor Pino y por el alcalde”. “¿Quién preguntaba?”, inquirió mi madre. “Comadre, la guerrilla”, le dijo. "Sí, ¿pero quién de ellos?", respondió ella.

El amigo de mi padre explicó que era un combatiente con rango. Dijo que el tipo nunca se quitó el pasamontaña y que penetró por una de las puertas del Rey de los Bares, donde estaban los únicos mortales del pueblo que a esa hora estaban en la calle. “El hombre llegó con sus botas pantaneras taconeando el roído piso del billar, con uniforme militar y preguntó en tono alto: ¿Quién es Roberto? Este, ante la mirada acusadora de todos los lugareños, no tuvo más remedio que levantarse de la silla y presentarse. La guerrilla lo buscaba para que indicara dónde vivía el profesor Pino y el alcalde".

“¿Acá nunca llegaron?”, contestó mi padre. Entonces de labios de otro de los amigos, pude enterarme de que no llegaron a mi casa porque en ese instante había un guerrillero herido y por la radio el comandante le ordenó que se devolviera y que buscara al médico. Se regresó al billar, pero antes de eso capturó al médico Carlos, quien se llevó a otros amigos, entre ellos al tío Humberto, para que lo acompañaran a atender el herido.

Cuando llegaron, la sorpresa fue que el guerrillero estaba muerto. En medio de la zozobra, otro combatiente llamó por radio. “Soy La Mosca, hay que despejar la zona, se metió la chusma". En ese instante, la guerrilla corrió por la vía de Puerto Bocas, no sin antes dejar en poder del doctor Carlos cien mil pesos para el sepelio. Uno de los compadres de mi padre, que había permanecido callado, balbuceó: “El comandante dijo: tome esta plata para el sepelio, yo veré que lo sepulten como un cristiano”.

Yo seguía golpeando la pelota contra la tapia pero siempre pendiente a la conversación. Ahí supe que cuando la guerrilla se fue y los amigos del doctor Carlos y el tío Humberto iban al campo santo con el cadáver metido en un cajón comprado donde Rafael Rodríguez (el carpintero), se escuchó de nuevo una ráfaga de disparos. Al poco rato estaban rodeados de militares, era el Ejército que se había tomado el pueblo. Comenzaron las amenazas y las discusiones. El cura que venía de la vía de cementerio fue tirado al suelo y azotado, el mayor del Ejército no atendía al llamado de la gente que identificaba al padre Germán como sacerdote de Tamalameque. “La pataera paró luego del grito de una de las apostoladas que se atravesó entre el cura y los soldados”, expresó uno de los contertulios.

Escuché que el sacerdote se levantó como pudo. Al parecer, huyó al cementerio por miedo de las ráfagas y cuando comenzó la toma guerrillera, en la carrera dejó la sotana, por eso los soldados no lo reconocieron. Luego de muchas discusiones y culatazos, el mayor del Ejército accedió al pedido del doctor Carlos: “Si no me deja sepultarlo, me matan”. Entonces se procedió al entierro del guerrillero a las buenas seis de la mañana.

Durante un mes, el Ejército cuidó el pueblo, en especial el cementerio. Mi abuela siempre decía: “Ese muerto ellos se lo llevan, ellos no dejan caído en tierra ajena”. Mis compañeros de estudios comentaban que en la tumba del guerrillero había un letrero que decía: “Aquí yace un perro”.

Al mes de estar cuidado el cementerio y mientras yo soltaba las campanas llamando a misa, desde el campanario observé la revuelta. Había un revuelto de gente, de policías y soldados. Al rato los acólitos de la iglesia nos fuimos para el cementerio, entonces entendí que mi abuela tenía razón, pues la vieja Ventura decía con voz de burla: “La guerrilla se llevó a su muerto y el Ejército no se dio cuenta”

Esta historia continuará…

 

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