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En una esquina tranquila del Park Way, esa zona de Teusaquillo de Bogotá, donde los árboles parecen conversar con los transeúntes, hay un restaurante que no necesita gritar para llamar la atención. Se llama Matrona, y desde su fachada discreta hasta el aroma que se cuela por la puerta, todo invita a entrar con calma y apetito.
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Allí no hay pretensiones de cocina moderna ni reinvenciones innecesarias. Lo que hay es comida colombiana, de esa que sabe a domingo en familia, a sobremesa sin afán, a manos que aprendieron a cocinar por tradición. Desde los 14 mil pesos hasta los 80 mil, la carta se mueve entre platos caseros bien hechos y opciones más robustas para quien quiere celebrar con cuchara en mano.
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La posta cartagenera, por ejemplo, llega al plato con una cocción que respeta el tiempo: jugosa, profunda, con ese dulzor oscuro que solo da una buena reducción. La cazuela de mariscos, servida humeante, equilibra el sabor de la costa con una cremosidad que no empalaga. Y el ajiaco, ese termómetro de autenticidad bogotana, cumple con lo que promete: un caldo espeso, papas que se deshacen, mazorca dulce, aguacate al lado y alcaparras suficientes.
Matrona no solo sirve buena comida; también defiende una forma de comer que se ha ido perdiendo: la que no necesita adornos ni nombres largos para impresionar. Aquí todo está en el sabor, en los recuerdos que despierta cada bocado, en el servicio atento pero sin excesos.
Ubicado en la carrera 24 #39b-56, este restaurante ha encontrado su lugar entre quienes valoran la cocina de raíz. No es raro ver mesas ocupadas desde temprano, sobre todo los fines de semana, cuando el olor a hogao se mezcla con la brisa del Park Way. Porque en Matrona, más que platos, lo que se sirve es identidad.