Desde que Carlos Fernando Galán cruzó las puertas del Palacio Liévano, en 2024, decidió mirar hacia un rincón de la ciudad que pocos ven: ese que huele a cartón mojado, a perro con hambre y a sueño en el andén. Allí viven los habitantes de calle, muchos acompañados por lo único que tienen —y que todavía los mira con afecto—: sus animales. De esa mirada, de ese vínculo que sobrevive incluso entre el frío y la basura, nació el programa Huellitas de la Calle.
Galán entendió que no se trataba solo de rescatar perros y gatos, sino también de rescatar algo de humanidad. Para hacerlo, articuló dos entidades que pocas veces habían trabajado juntas: la Secretaría de Integración Social y el Instituto Distrital de Protección y Bienestar Animal (IDPYBA). Una se encarga de las personas; la otra, de los animales. Juntas, ahora recorren los lugares donde viven carreteros, recicladores y habitantes de calle, aquellos que han hecho de sus mascotas su familia entera.
Las brigadas del IDPYBA avanzan entre carretas y cambuches con estetoscopios, vacunas, bolsas de alimento. Observan. Preguntan. Anotan. Revisan el estado de los animales y, si hace falta, actúan de inmediato. La idea es simple y contundente: que ni el hambre ni la enfermedad terminen por romper ese lazo que los mantiene vivos. Cuando encuentran casos urgentes, la atención es inmediata. Si el animal necesita tratamiento, lo recibe. Si su dueño se enferma, la Alcaldía garantiza que el perro o el gato sea llevado a un hogar de paso o quede al cuidado de alguien que pueda atenderlo hasta que su compañero humano se recupere.
En Bogotá hay unos 66 mil animales en condición de calle. Cifras que duelen y que explican por qué el programa también busca frenar las reproducciones masivas. La fórmula es sencilla y efectiva: los animales son esterilizados por el Instituto y devueltos a sus dueños. Así, poco a poco, se intenta reducir ese ejército de perros y gatos que vaga sin rumbo por la ciudad.
Pero Huellitas de la Calle no es solo un plan de control o de asistencia técnica. Es también una forma de reconocimiento. De entender que detrás de cada perro que duerme sobre un costal hay una historia de afecto, de supervivencia, de compañía. Que a veces el amor más puro se encuentra en quienes menos tienen.
Cuando los habitantes de calle no tienen dinero para alimentar a sus animales, el IDPYBA también los apoya. No se trata de caridad, sino de respeto: de aceptar que ese vínculo entre el hombre y su animal es tan legítimo como cualquier otro.
Antonio Hernández Llamas, director del Instituto Distrital de Protección y Bienestar Animal, lo resume con una frase que parece sencilla, pero encierra un mundo: “Este programa nació para entregar amor, atención y protección a los animales en condición de vulnerabilidad”.
Y en esa idea —la de cuidar al que cuida— se sostiene uno de los programas más humanos que ha dejado esta administración. Una política pública que, más que cifras, recoge gestos: un plato de comida en el piso, una mano que acaricia un lomo sucio, una ciudad que empieza a entender que también se mide por la forma en que trata a sus animales
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